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El bracmán llegó fatigosamente al final del camino, la caverna de su iluminación primera estaba ya a sólo unos pasos. Se detuvo a la sombra del sicómoro que él mismo plantara setenta años atrás, y meditó. Pasaron las horas. A medianoche alzó los ojos hacia un Aldebarán que ya asomaba en levante. Mediaba octubre y la luna era nueva, lo que hacía destacar intensamente al Cinturón Tereshkova; con su plétora de satélites, estaciones y aparcaderos espaciales: El rubí en el ojo del toro y el collar de diamantes.

Entró al viejo refugio en la roca, nada había cambiado, la selva aún cuidaba de este olvidado paraje, sabía que no por mucho tiempo. La construcción del canal de Tehuantepec haría obsoleto este sitio de paganos y brujos, de leyendas y claves universales ocultas desde el principio mismo de La Era.

Reunió un poco de yesca y se recostó, la cabeza reclinada en la misma hendidura de años tempranos. Muy pronto estuvo dormido y soñando.

La amada cordillera del Himalaya se erguía al norte, él sabía que estaba naciendo pero su madre no lo entendería nunca, o tal vez sí y ese fue el significado de aquella última sonrisa, única e incomparable con nada que después viera.

Nunca había soñado otra cosa, aunque durante muchos años estuvo convencido de que los sueños, los sueños verdaderos, existían: sólo era que él no los recordaba. Pero no era así. Y sabía por qué: ésta sería la última vez que ocupara un cuerpo terrenal. —Ésta es —pensaba a menudo— mi última encarnación, al final de estos mis días recordaré todas las vidas pasadas.

El desprenderse de esta postrer manifestación corpórea sería como... bueno, no lo sabía. Pero en múltiples ocasiones había jugado con la idea. Pensaba en el Jesús de los cristianos quien, de haber existido sería tan humano o tan divino como cualquier mortal en tránsito hacia el Nirvana y, si de alguna forma los relatos tenían fundamento en la realidad, la metáfora del peso de todos los pecados de todos los humanos se convertía en la cruz con el peso de todas las vidas de un sólo ser humano. Más que suficiente. ¿Habría él bracmán conocido en su tiempo al Nazareno, a Buda, a Sócrates?

Al amanecer cocinó con un poco de agua la última porción de tsampa que le restaba, la última de esta estancia sobre la tierra. La última de todas sus estancias sobre la tierra. El momento de la transmigración estaba por suceder, y comenzó a desearlo con todas las fuerzas de que es capaz un ascético cuerpo de ciento treinta años y un espíritu que, plausiblemente, se remontaba al pasado varios cientos de millones de años.

Sabía que habría una recompensa al final del camino y él estaba pronto a recibirlo, era un bracmán de la más elevada de las castas. Había observado los preceptos y entendido todo lo que había que entender en este mundo, cualquiera de sus maestros y discípulos le diría que un hombre de su categoría no podía ser un punto más perfecto, de serlo estaría ya confundido con la divinidad, libre de todo deseo, libre ya en definitiva de la rueda de los nacimientos, y con el perfecto recuerdo de todas sus vidas y toda la eternidad para analizarlas y revivirlas a placer. No había ya otro estadio intermedio, él estaba por convertirse en La Causa Primera.

Súbitamente entró en trance, un éxtasis que comprendió era definitivo. Este amasijo de carne y huesos nunca regresaría al mundo.

El inveterado juego de la reminiscencia…

Un leñador en la periferia de Mohenho Daro, un leproso en Tebas, un pochteca en el viejo camino a la Gran Tenochtitlán. La mujer de un esquimal en algún lugar de Groenlandia, una prostituta sagrada en el templo de Astarté, una mujer que nunca dejó pisadas en el Rift hace tres millones de años. Se embarcó hacia el oriente en la última isla de la Polinesia y nunca salió de la pequeña aldea vosga que lo viera nacer. Fue Mitra o alguien que pretendía serlo y un adorador de Mitra o alguien que pretendía serlo. Murió innumerables veces; recién nacido y en la más decrépita senilidad; murió infinidad de muertes violentas e infinidad de muertes en paz, y casi nunca supo que había muerto... igual, casi nunca supo que estaba vivo. Fue padre, fue madre. Violó, sedujo, fue violado, seducido, humillado, honrado, avasallado, ensalzado... fue la maldad y fue la virtud.

Vivió embrutecido muchos de sus avatares, embrutecido de alcohol, de opio, de amor o simplemente porque fue un simio que estuvo a punto de "ser humano". Escribió poesías y casi nunca supo escribir y a veces ignoró su propio nombre; aún se representa por ahí, en un teatro de variedades, una comedieta ridícula y vulgar que nunca vio representada en vida y por la que nunca recibió un centavo.

Las encarnaciones se le presentaban una a una, fugazmente, eran un momento cáscaras que también fugazmente se desprendían una a una. Intuía ya lo que había al final. La revelación total y, al fin, el premio a este último penar terreno que había sufrido virtuosamente, aprendiendo las leyes genésicas de la creación.

Como una nube que flotara constantemente entre sus recuerdos persistía omnisciente la personalidad del bracmán. Por instantes se preguntaba si estaría dejándose atrapar en las dilatadas redes de la vanidad, si sucumbiese a la falta de humildad, pero no; el apreciarse con toda justicia jamás sería pecado. ¿O es que él no había correspondido a su alta investidura con rectitud? ¿Acaso su voluntad aspiró alguna vez a algo además que al bien? ¿Habían sus sentidos buscado nada excepto la belleza? ¿Sería que él, el más inteligente de los hombres vivos en ese sublime momento, deseó cualquier gratificación de la mente diferente a la verdad?

No abrigaba ya ninguna duda. Alguna vez pensó, en los años sesenta del siglo anterior, que todo era utopía: que no era mas que un ser humano común y corriente, que la transmigración de las almas era una patraña de sus mayores, anclada en milenios de mitos, miedos y supersticiones. Pero la incertidumbre se marchó con la adolescencia. Durante cien años sus fantasías lo llevaron a ese, por el momento, incomprensible destino en el que con unos pocos elegidos —a lo largo de miles de generaciones de vírgenes sagradas y santos varones— compartiría el poder absoluto sobre el universo.

Sus personalidades pretéritas continuaban desprendiéndose una a una mientras eran recordadas... —es cierto, en este instante no hay un habitante del planeta más digno de ser enaltecido que yo—. Unos cuantos segundos y el tránsito habría terminado, un parpadeo tan sólo y él sería Dios.

Súbitamente supo que el proceso había concluido pero como lo esperara. ¡Ahora sí lo entendía todo!, ¡ahora sí estaba recibiendo la iluminación! Cuán vano había sido su deambular como ser humano. Ya sabía por fin quien era, al fin confrontaba la verdad suprema. Aún tenía que sufrir una vida más, ahora sí en el máximo peldaño posible de la escalera de la vida. En su boca el sabor a sangre y agua salada era cada vez más intenso y cada vez eran más intensas las presencias que lo rodeaban: su madre y la manada de cachalotes con la que comulgaría el resto de sus días mortales. Se le ocurrían elevados ejercicios mentales y una gran cantidad de preguntas filosóficas que, paulatinamente, se sustituían con un irrefrenable instinto de mamar y la pulsión de dejarse guiar mientras el grupo navega en contra de los vientos boreales.

Texto agregado el 18-11-2002, y leído por 1440 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
29-12-2004 La primera vez que marcó 5 estrellas... zim
09-04-2004 Muy bueno. Supongo que no es un relato casual sino parte de todo un universo que dará lugar a otros relatos. Ha sido una lectura gratificante e inspirada. elbarso
02-04-2004 Me gusta más este título que el otro. El contenido: sublime. Pero eso ya lo sabes. Un gusto encontrarte por aquí. pebble
06-02-2004 Muy bueno tu relato, pensaba que iba a convertirse en Dios y terminó convertido en una ballena, jajaja, muy buena narrativa y muy buena imaginación ¿imaginación? ¿Quien sabe si no nos convertimos en animales? Un abrazo Pinocho
11-01-2004 Tocayo, que dificil es escribir con la profundiad que lo haces y no cerrar la lectura.. no te habia visto bienvenido ruben sendero
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