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Una mañana, Lucio, se levantó media hora antes y sin moral. Acostumbrado como estaba a despertar con ideas legañosas, pensamientos bostezantes y picajosos remordimientos se extrañó: no es muy normal levantarse vacío. Pero al carecer de curiosidad, no le dedicó más tiempo que el que tardó en escupir la primera flema. Exasperante y expectorante costumbre que había persistido en la recien adquirida personalidad. Desayunó zumo de naranjas, tostadas y malas intenciones ante el asombro de la mesa de la cocina, que por vez primera fue usada para intrigar y consumir la primera comida del día. Lucio, antes de ahora, jamás había planeado sus maldades, sino que habían surgido de manera espontánea. Sin embargo, tampoco se extrañó de este nuevo cambio, sino que lo aceptó con naturalidad: se había adaptado completamente. Diez minutos más tarde, el espejo del ascensor echó de menos el reflejo de los dedos nerviosos atusando el peinado que, ese día, llevaba aplastado y brillante sobre la cabeza dolicocefálica. Demostrando, despues de cuarenta y dos años, que su padre tenía razón: la gomina es mano de santo y su madre una mala mujer. Llegó al trabajo con diez minutos de antelación. Durante el trayecto observó con curiosidad como el impacto del perro vagabundo apenas era notado por su cuatro por cuatro. Era la primera vez que atropellaba algo vivo, y decidió que le gustaba su nuevo coche y las posibilidades que le ofrecía. Durante la mañana logró poner al día el trabajo atrasado de años, evitando de esta manera el contacto con sus irritantes compañeros. Sólo dedicó un momento a comentarle al señor López, jefe de planta, en que ocupaba la jornada laboral, la señorita Olmos. O, en que se imaginaba él que la ocupaba, pues a ciencia cierta no lo sabía, y tampoco le importaba. Cuando la señorita Olmos, llorosa, pasó por su lado, desvió la mirada y siguió sumando las columnas de trienios atrasados con disimulada satisfacción. En el comedor de la empresa, ocupó su sitio junto a la injuriada señorita, como había hecho durante años. Esta, ajena al Lucio diferente o al para nada indiferente Lucio que la escuchaba, descargó su disgusto con confianza. Lucio escuchó correctamente, e incluso, sin vergüenza alguna, emitió pequeños arrullos consoladores. Y cuando volvió a su despacho, llamó al señor López para avisarle de la actitud levantisca y ofensiva de la señorita Olmos. Su superior le prometió total confidencialidad y a cambio, Lucio le abrió su despechado corazón y mintió de una manera muy convincente. La señorita Olmos fue despedida esa misma tarde. Y Lucio pensó que parecía más fea y menos orgullosa. Contento, decidió que aunque su nuevo coche le ofrecía muchas satisfacciones, un Mercedes deportivo sería incluso mejor. El problema sería meter sus atractivos ciento cincuenta kilos dentro del lujoso interior. Antes de marchar a casa, esperó pacientemente a que el señor López coincidiera casualmente con él, en el aparcamiento de la empresa. Juntos, se dirigieron a la barra americana más cercana. El señor López, llámame Jacobo, se dejó invitar y escuchó atentamente la opinión que le merecían a Lucio sus compañeros. Elegantemente recogió la adulación de su subordinado y las caricias de una mulata de impresionantes caderas. Se notaba en su actitud que no era la primera vez que se le agasajaba de esa forma. "Es todo un caballero", pensó Lucio satisfecho y con cien euros de menos en el bolsillo. Ese mes su hija iría andando al colegio. Llegó a casa, se quedó en calzoncillos y ordenó a su hija de doce años que le preparase un gin tonic mientras registraba el cajón de la mesita de noche de su hija de dieciocho. Encontró preservativos y una caja de metal llena de colillas. Del primer golpe le partió el labio, con el segundo la tumbó en la cama y el tercero, más elegante, fue confiscarle el teléfono y la prohibición de salir con nadie. Excepto con Caralampio, un muchacho atrasado de diecisiete años, hijo de una familia de posibles, o con posibilidades, vecina de la urbanización: " Es un buen partido", sentenció. Su hija aceptó y olvidó a su anterior y pobre novio. Como aceptaba todo lo que decía su padre. Como lo aceptaban todas las que vivían en esa casa. Con el segundo gin tonic en las manos esperó a que su mujer, recien llegada del trabajo, le preparase la cena. Disgustándose mucho porque no quedaban frutos secos, las obligó a acostarse a las diez. No, sin antes advertirles que al día siguiente debían ir a cortarse el pelo: le gustaban las chicas con el pelo corto. Le gustaban las chicas que parecían chicos. Era medianoche cuando despertó a la menor para que le preparase un tercer gin tonic y de paso, avisarla que a partir del día siguiente haría los seis kilómetros hasta el colegio andando y por supuesto, desearle las buenas noches. A solas, por fin, pensó que sin él, su familia viviría en el caos. Se acostó, completamente alcoholizado, a la una de la mañana. Despertó y violó a su mujer, aplastándola con su peso y su mal aliento durante dos infinitos minutos y por último roncó hasta que despertó a toda su familia, que en silencio velaron el merecido descanso de Lucio. Al día siguiente se levantó sin principios, con un final en mente y bastante contento. Sonrió feliz mientras esperaba que su hija mayor le sirviera el desayuno: tenía la vida que siempre había deseado. Ese día, salió con una hora de antelación, le gustaba ser el primero en llegar al trabajo. El señor López valoraba mucho la puntualidad y la dedicación. Y Lucio, valoraba mucho al señor López. Resbalándole las lágrimas de su mujer y sus hijas, cogió a Kiti, que había llenado de pelos su chaqueta negra y se dirigió al veterinario. Hacía un día precioso.

Texto agregado el 22-02-2005, y leído por 214 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
22-02-2005 Duro texto que leí de un tirón. Me gusta el lado oscuro de las personas. Tu personaje no tiene más lados que ese. Lo reflejaste a la perfección con un texto ágil y con frases interesantes. Bien hecho. Efecto_Placebo
 
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