Resucitó al tercer día. Las cinco semanas siguientes pasaron como si las viviera otra persona: se acabaron los asuntos políticos y las interminables arengas teológicas, además de que a su alrededor todos parecían estar tomando decisiones y diciéndole que hacer.
Llegó el momento en el que partiría hacia el Paraíso y estaba muy nervioso. Sabía que ésta era apenas la segunda vez que se realizaba la Ascensión y a Elías lo habían ayudado, por cierto que en una forma exageradamente teatral; el carro de fuego y todo eso. Las mujeres, los discípulos y un montón de curiosos estaban reunidos desde temprano. María y Juan lo tenían cada uno de un brazo mientras que, a poca distancia, Pedro se afanaba ultimando los detalles.
El gran acontecimiento ocurrió al fin. Sin mayores preámbulos, Jesús comenzó a elevarse de entre los vítores, lágrimas y aplausos de la emocionada multitud. Poco a poco, se acercaba a la nube brillante que lo ocultaría para siempre de los ojos humanos, y que le serviría en la entrada triunfal a los salones celestiales de Dios Padre.
Cuando alcanzó una altura considerable y los vapores dorados lo envolvían casi por completo, empezó a sentir que se le dificultaba la respiración. Disminuyó la velocidad y notó también un vértigo sobrecogedor. Sin poder resistir, se detuvo por completo mientras luchaba con el terror que lo tenía atrapado.
Sin embargo, estaba consciente de que no podía hacer el ridículo.
Lo peor debería estar en el pasado: la Crucifixión, los tormentos, la humillación y la traición, que fueron todo lo difíciles que habían podido ser; pero ahora Él era su propio enemigo. Ya oscurecía cuando se decidió a disminuir la altitud. El alivio fue inmediato.
Un par de horas después tocó el suelo, nadie se veía alrededor, un largo rato había pasado desde que el paraje quedara abandonado. Emprendió el camino del oriente preguntándose si alguna vez haría acopio del valor para volver a intentar el despegue. Por el momento, su urgencia era abandonar Palestina con toda la celeridad posible. Preferiría ser martirizado de nuevo, a soportar la vergüenza de verse descubierto.
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