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El mundo acaba aquí

Ya ni sé cuanto tiempo llevo en la carretera. Hace horas que no veo a nadie. Ni un coche, ni un peaje. Ni un mal pueblo en lo lejano. Sólo el ruido del motor, el sol y yo. Porque hace calor. Mucho calor. Me viene a la cabeza un cuento que leí hace años, en el que todos pasaban también mucho calor. He olvidado de quién era (he olvidado tantas cosas). Es posible que incluso lo escribiera yo, cuando aún tenía ganas de escribir, y cada día era nuevo. No, no lo pude escribir yo. Recuerdo que me gustó mucho y a mí nunca me ha gustado nada de lo que he hecho en la vida. Es por eso que estoy aquí, enfrentándome al páramo y a esta aridez que parece penetrar hasta los huesos. Avanzo por inercia, pues realmente no sé hacia donde voy. Mientras mi vista se pierde en el asfalto interminable enjugo con el dorso de una mano el sudor que perla mi frente. Maldito calor.
El paisaje, yermo y ocre, parece dormido, aletargado, como si todo en él se hubiera detenido, incluido el tiempo. El cielo azul hasta el delirio parece fundirse, combarse, como si fuera a estallar en pedazos de un momento a otro. Me pregunto por un segundo si no estaré muerto. Quizás preferiría estarlo. De ese modo podría escapar al fin de todo lo que dejo atrás. De ese modo respirar no dolería tanto. Pero si no estoy muerto tampoco me importa. Ya pocas cosas me importan. Ni siquiera tengo ganas de fumar.
La carretera es lo único ahora, en su infinitud grisácea y rugosa. Ese camino estrecho y solitario, sin límites. Aun así, siento una vaga sensación de angustia en la boca del estómago reseco al pensar que seguramente nadie me eche de menos. Al pensar que, por el contrario, muchos se alegrarán de enterarse de que me he marchado, sin decir una palabra. Quizás Alina, que siempre me quiso tanto, a pesar de mis malos humores, mis broncas, mis borracheras. No importa, hermanita, seguro que sin mí vives mucho mejor. Y a los demás, les pueden ir dando mucho por saco.
Mi reloj de pulsera se detuvo ya hace horas. Me lo quito y lo arrojo por la ventanilla, sin dejar de mirar al frente. Oigo como choca contra el asfalto con un ruido insignificante en la inmensidad de la llanura. ¿Dónde se ha ido todo el mundo?¿Dónde están? Nada cambia a mi alrededor. De vez en cuando el terreno se ondula ligeramente. De vez en cuando a los lados del camino aparecen arbustos medio consumidos. Pero no hay vida. Me siento terriblemente sólo, viendo como la nada viene hacia mi. Pero en cierto modo, eso ha dejado ya de inquietarme. Me pica la cara a causa de la barba y el sudor. Me observo en el retrovisor. El color anaranjado del paisaje parece haberse pegado a mi piel callosa. Me hago viejo, amigo mío, o al menos lo parezco. Hace mucho que las canas invadieron mi pelo, y parece que no quieran detenerse. Igual que las arrugas en torno a los ojos, la frente, los labios que besaron tantos labios cuando aún deseaban hacerlo. Antes de tantos fracasos, de tantas peleas, de tantos bares oscuros, de tantas escapadas, portazos, silencio y noche. El aro dorado en mi oreja izquierda resulta ahora totalmente intruso. No corresponde a un rostro tan ajado. Ha pasado mucho tiempo desde que me lo puse. Mucho tiempo.
Pero si hay algo que ahora me sobra, es tiempo. Nadie me espera en ninguna parte. Soy libre para ir a donde quiera, cuando quiera. Pero ¿a dónde voy a ir? Seguiré avanzando hasta que el coche aguante. O hasta que aguante yo. O hasta que caiga un rayo y se me lleve. Me cuesta respirar. El sol aplasta mis pulmones con furia, como una enorme y pesada manta. Siento los ojos hinchados y enrojecidos, cada vena un látigo abrasador, y los cierro con fuerza, como si así fuera a preservarlos del calor. Pero que va. Nada te salva del calor aquí afuera. El calor... Y la carretera que nunca acaba y la llanura y el aire apelmazado y el sudor y el murmullo sordo del motor y tantas horas y tú y yo y la arena y el cielo y mis manos...
Algo estalla de pronto y el vehículo se detiene en seco. Por un momento, siento que lo que ha saltado en pedazos ha sido mi cabeza. Y ante ese pensamiento, ni siquiera me sorprendo. Después, estático, veo como de la parte delantera del coche comienza a brotar un humo espeso y gris. Maldita sea mi estampa. Salgo del coche sin mucha decisión, intentando fingir que realmente me importa lo que demonios sea que le ocurre al motor. Levanto el capó y una asfixiante vaharada de gases me golpea en la cara. Entre toses intento averiguar qué es lo que ha reventado. La verdad es que nunca he tenido la más mínima idea de mecánica, no sé por qué me molesto. De todas formas dejo el motor al aire, para que se refresque, y saco del bolsillo el paquete de tabaco. Sólo queda un cigarrillo. Aunque no me apetece fumar lo enciendo, y después me siento en una roca, a un lado de la carretera. Esto es el fin. Nadie va a pasar nunca por aquí. Y si pasa, lo más probable es que me evite, al verme con esta pinta de pordiosero sin afeitar, descamisado, sucio y que viaja en un coche ruinoso. Supongo que lo único que me queda es esperar. Aspiro el humo del cigarro e intento retenerlo dentro de mí el mayor tiempo posible. Noto un cierto sabor a metal en la boca. Una nube, pequeña y muy blanca, recorre el inmenso azul. La observo. Se mueve muy suavemente, como de puntillas, evitando llamar la atención. La sigo con la mirada hasta que se desvanece, deshilándose poquito a poco, incapaz de enfrentarse con el cielo. Me quemo los dedos con el filtro del cigarro y ni siquiera me quejo. Simplemente lo lanzo lejos de mí, y apoyo la barbilla en las manos, sin saber qué hacer. El motor ha dejado de exhalar humo. Dejo que vaya pasando la mañana, y aguardo lo que tenga que venir.

Comienza a atardecer. Alguien se acerca. Una figura, todavía lejana, avanza hacia donde estoy con decisión. No sé el por qué, pero tengo la extraña sensación de que no existe, de que es un producto del sol cayendo a plomo sobre mi cabeza durante horas y horas. Por eso mismo su presencia no me causa ninguna emoción. Esperaré a que llegue hasta aquí y veremos qué ocurre. Ojalá tenga algo para beber. He colocado una piedrita bajo mi lengua, pero no consigo producir saliva, y el pastoso músculo está empezando a soldarse con el paladar, convertido ahora en un polvoriento zarzal de carne irritada. Metro a metro, el contorno de la figura va cobrando nitidez, recortado contra el oblicuo sol de la tarde. Es un hombre. Un hombre de escasa estatura que camina verdaderamente rápido. Tanto que antes de lo que yo había calculado, él ha llegado ya hasta la roca en la que descanso. Se detiene junto al coche. Me lo quedo mirando unos segundos, sin demasiada curiosidad. Viste muy normal: pantalones vaqueros, camisa a cuadros. El pelo, revuelto, le cae sobre la cara de vez en cuando, y él lo aparta entonces con un gesto rápido que parece querer decir “me molesta, pero hay que hacerlo, compadre”. No lleva calzado alguno. Eso me sorprende, y es entonces cuando se me ocurre preguntarle: “¿Por qué vas descalzo?” No es una pregunta muy buena para iniciar una conversación pero, francamente, me da igual. El hombre, que había estado mirando el coche averiado, se vuelve lentamente hacia mí, y parece que por primera vez repare en mi presencia. Examina mi rostro, mi ropa, mis gestos, como yo mismo acabo de hacer con él. Hay algo en este hombre que me hace no estar del todo cómodo. “¿Es tuyo ese coche?” pregunta, con una voz demasiado profunda para un cuerpo tan enclenque y menudo. “Sí” contesto. Pienso en preguntarle “¿De quien va a ser si no, so cenutrio?”, pero no me parece lo más adecuado. El hombre se acerca a mí con paso tranquilo mientras musita “Un buen coche”. Se sienta a mi lado, en otra roca. Me revuelvo en mi asiento, algo azorado por su cercanía. Saca de un bolsillo un paquete de cigarrillos, americanos. Tabaco muy extraño, que no había visto en toda mi vida. Me ofrece un pitillo, que acepto con gusto y un gesto de cabeza a modo de agradecimiento. “Soy Jack” dice él, mirándome y tendiéndome la mano para que la estreche, cosa que hago. “Hola”, contesto, lacónico. Algo me inquieta, no estoy seguro de qué. ¿Es real este hombre que acaba de sentarse a mi lado? ¿Es real este cigarro? Quizás sea eso lo que me causa tanta desazón. “Llevas mucho tiempo aquí, ¿no?”, pregunta, mientras no deja de fumar. “Sí. Demasiado, creo”. “Toma, tendrás sed”. De pronto en su mano aparecen dos botellines de cerveza. Relucientes, incitantes, helados, casi obscenos en su perfección. Anonadado, me los quedo mirando, incapaz de apartar la vista, los ojos abiertos de par en par. “¿Co... como has hecho eso?” balbuceo. “Venga, cógelo antes de que se caliente”. Jack me acerca uno de los botellines mientras da un largo trago al suyo. Agarro la cerveza, la acerco a mi boca sin mucha confianza, bebo. Entonces el líquido entra en mí, y me llena por completo. Siento que no sólo sofoca mi sed, sino también toda la angustia, el miedo y la desidia que he ido acumulando a lo largo de días, meses, años. Siento, es más, veo, ¡oigo! como fluye por mi interior, como invade cada milimetro de mi ser, cada nervio, cada poro. No puedo dejar de beber. Es tan fría, tan viva, tan sabrosa. La entera energía del universo es lo que ahora estoy bebiendo. Bendito seas, Jack, real o no. Apuro hasta la misma espuma de la cerveza y, acto seguido miro la botella, complacido. Me vuelvo hacia Jack y le sonrío. Pero Jack ya no está. Se ha esfumado ante mis ojos con la facilidad de la niebla. Oigo una voz. Y me doy cuenta de que el extraño hombre no ha desaparecido en realidad. Se inclina ahora sobre el motor de mi destartalado coche, hurgando entre los renegridos circuitos con una varilla. “Creo que podré arreglar esto” asegura, con voz firme. Eres mi salvador, amigo mío. Esto está saliendo demasiado bien ¿O es que estoy soñando? El día se mueve, camina hacia la noche. La luna lejana parece querer decirme algo. Si esto fuera un sueño, sería plácido, como el moverse entre nenúfares. Con un profundo tremolar, el motor comienza a escupir bilis. El coche está de nuevo a punto y yo puedo ponerme otra vez en marcha. Jack se frota las manos, satisfecho. Se está tan bien aquí y esta piedra es tan cálida y el desierto tan acogedor de pronto... De todos modos me levanto. Me sentaré al volante, pero esta vez buscaré un sitio mejor. Creo que ya sé a donde debo ir, o por lo menos lo intuyo, con esa pasión sorda con que se intuyen las cosas imposibles. Siento ganas de abrazar a Jack, tan sencillo, tan sólo, tan descalzo y canoso, tan igual a mí. “Muchas gracias, Jack”. Le extiendo la mano y él me la estrecha con fuerza. “De nada, hombre”. “¿Quieres que te lleve?” le pregunto, abriendo la portezuela del coche. No puedo dejarle vagando por la carretera, en medio de la noche. “No te preocupes. Sólo sería una carga, créeme”. “¿Pero a dónde vas?”, pregunto, pues en realidad no lo ha dicho hasta ahora, y yo no lo sé, y me siento intrigado. Casi en un susurro, afirma sonriendo: “¿Yo? Hacia el horizonte”. No digo nada entonces. No hay por qué decir nada. Lo comprendo. Lo comprendo todo. Dejaré que siga su camino, y yo haré el mío. Pero yo también marcharé hacia allí, hacia el rojo porvenir. “Creo que yo también iré a buscar el horizonte” se me ocurre decir mientras comienzo a introducir mi cuerpo en el coche. De súbito, el silencio.
“Sal de ahí”, me dice la voz de Jack, una voz que de pronto se convierte en cientos, en un ulular susurrante, terrible y profundo. Me siento incapaz de desobedecer su mandato, y salgo del auto antes de haber entrado siquiera. Ahora estamos frente a frente, y Jack me mira. Observa mis ojos, y observa más allá de mis ojos, escrutando mi alma, si es que tengo una. Siento miedo. O mejor dicho, siento como el miedo empieza a trepar desde algún sitio remoto directo hacia mi garganta. Paralizado, espero lo que pueda pasar. E incapaz de reaccionar, como en un espejismo, veo que de pronto, el puño de Jack se cierra sobre un precioso revólver plateado. Y veo cómo Jack levanta el arma, y apunta hacia mí. Y, sin mover un músculo, veo como se acerca hasta que entre mi frente y el cañón no hay más que unos centímetros. Qué bonito es el desierto al anochecer. Y qué amarga sabe esta lágrima fugitiva que llega hasta mi boca, intrusa salada. Tiemblo de pies a cabeza. Pero no tengas miedo, durará poco. El gatillo se mueve delicadamente hacia atrás, y de la negra boca a la que me enfrento escapa una bala preñada de muerte.

Jack observa su obra, la sangre espesa bañando el asfalto, los pequeños fragmentos de cráneo, los sesos esparcidos por doquier, impulsados por el estallido del proyectil. Ni siquiera sabe el nombre del tipo que ahora yace inerte en medio de la carretera, con los ojos vidriosos entreabiertos. Pero aun así lo desprecia. Le ha ofrecido tabaco, una magnífica cerveza helada, y además le ha arreglado semejante mierda de coche. Y el maldito cerdo se lo paga de esa manera tan burda y rastrera. Y encima el tío sonreía, como un puto iluminado que ha visto la luz. Hay que joderse. Se acerca al cadáver, se acuclilla y palpa los bolsillos, intentando encontrar algo de valor. Un par de billetes manoseados es todo el botín. Entonces se incorpora de nuevo, escupe sobre el muerto y entra en el coche. Cierra la puerta, enciende la radio y mira la carretera con decisión y una carcajada a punto de nacer de sus entrañas. Aprieta el acelerador a fondo. “El horizonte es sólo mío” susurra con rabia. Y la noche lo engulle, como en un sueño.

Ha amanecido de nuevo. Pero esta vez yo estoy muerto, Alina. Muerto de verdad. Ahora sé distinguirlo. Ahora me invade un frío callado, discreto, que parece surgir de mí y envolverlo todo. No puedo moverme por más que lo intento. De todas formas, ¿de qué serviría? Ahora soy sólo una mancha en medio de la nada. Dentro de poco, los buitres comenzarán a rondar mi cadáver, a lanzarse sobre mí, a devorarme por dentro. Para entonces ya hará rato que habré empezado a oler a carroña. Pero no hace falta que tú sepas eso. Ojalá aun recuerdes los veranos en casa de la abuela y lo bien que lo pasamos antes de que el tiempo decidiera empezar a perseguirnos. Antes de que nuestras vidas fueran ya únicamente una penosa cuenta atrás sin pausa. Aprovecha tus años, Alina, por lo que más quieras. Encuentra tu destino sea cual sea. El mío ya está marcado, y terminará cuando estas enormes aves de luto decidan bajar desde el cielo a picotear mis ojos

Texto agregado el 07-08-2003, y leído por 418 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
24-01-2005 ¡Impresionante texto!. Un beso eloisa
09-01-2004 Es un relato excelente, tu forma de escribir es muy buena , la historia no tiene desperdicio pero para mí, creo que debería terminar en "Y la noche lo engulle, como en un sueño." El último párrafo siento que le quita fuerza, como que no queda demasiado bien con la historia, pero es sólo mi opinión. Felicitaciones y un abrazo. MCavalieri
 
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