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Todas las tardes, al traspasar las puertas de la oficina y ver el ajetreo de los oficinistas ganando la calle para retornar a sus casas, a sus familias, a sus amantes, a la pobre rutina que les deja el horario de trabajo, opto por abstraerme de todo lo que rodea mi vida, y me dejo llevar por las calles rumbo a casa, olvidándome de los ordinarios sin contestar, de los pechos de mi secretaria -que nunca disfrutaré- de la esperada mala calificación que algún día tendrá que llegar, de la línea de crédito, del dividendo que en sueños me persigue y se multiplica, reproduciéndose como ameba, inundando todos mis espacios; los tres dormitorios, dos baños (uno en suite) living comedor, cocina con logia.
Me abandono y me convierto en un observador de la ciudad que transcurre a mi alrededor.
Imagino los destinos de quienes pasan a mi lado, sus ansias, sus sueños y la realidad que los agobia. Busco en los ojos de los hombres la felicidad que no se encuentra en los míos, como si pudiera aprehender el secreto en ese cruce fugaz de miradas. Pero los ojos felices son escasos y ya he adiestrado mi exploración, bastándome sólo un segundo para definir si vale la pena imaginarme su mundo, si existe paz en él, ésa que no encuentro y que me hace evadirme del mío.
Disfruto los semáforos con sus luces rojas, que me dan el tiempo para introducirme furtivamente en los autos, buscando los ojos del conductor. Si quien conduce es mujer, le miro las piernas y si vale la pena, el rostro.
En este juego, atraído por las piernas de la acompañante, descubro los ojos apacibles de un conductor, que se deja acariciar suavemente la nuca por su pareja. En esos ojos está la paz, la tranquilidad de no tener que evadirse, de llegar a su casa, quizás de tres dormitorios, dos baños y uno en suite, con dividendos que son parte del proyecto, así como cada uno de sus hijos, los muebles y cada figurita que ella acumula en los estantes, con esa ternura y calidez que se refleja en la apacible caricia del cabello de su hombre, los ojos de él sonríen despreocupados.
Súbitamente, las bocinas de los otros conductores me despiertan de mi letargo, avisándome de la luz verde del semáforo. Abandono la modorra que me ha provocado la irritante manía de Susana, de acariciarme el pelo mientras manejo.

Texto agregado el 22-03-2005, y leído por 995 visitantes. (24 votos)


Lectores Opinan
29-11-2015 Me parece un patan un engreido y un ridiculo personaje. DELL
17-09-2014 Me gustó, muy bueno :) bellaan
27-12-2012 Es muy lindo, bien hecho. Cpt_Buscapina
06-11-2012 !Bravo! Ya lo había leído y me gustó otra vez. Sin estridencias, bien fluido. Pero dime, óeso lo observas mientras vas por la calle con caja de helado? !Genia! rincon_azul
29-10-2012 Sin ruidos, quise decir, perdón por la N. rincon_azul
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