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Un espejo cóncavo

Cuando Alicia atravesó el espejo no sabía qué iba a hallar al otro lado. No tenía la más mínima idea. A decir verdad, nunca llegó a plantearse qué sería lo que iba a encontrarse. Nunca lo pensó. Y de pronto, cuando al fin lo hizo, fue fluir y maravillarse, caer infinito. Lo hizo una vez, y por Dios que le gustó. Y después volvió a hacerlo otra vez, y otra, y otra más. Era fantástica aquella sensación de ligereza, de abandono, de dejarse ir. Maravilloso dejar que su cuerpo resbalara y después sumergirse en un lecho de exuberantes rosas color sangre.
Allí, al otro lado del espejo, encontró el reflejo brillante y vigoroso de las cosas que hasta entonces habían permanecido muertas. Antes de rebasar el cristal, el mundo de alrededor le había parecido siempre frío e insulso, demasiado callado, cadáver tan seco y despiadado como su misma vida. Al otro lado, todo era terciopelo. Todo era calidez y luz en la yema de los dedos. En realidad, aquel nuevo mundo era igual que ese del que Alicia venía, ese del que Alicia escapaba aterrada y exhausta. Era igual, pero allí los muebles de salón parecían más acogedores, más mullidos e incitantes, y el fuego de la chimenea calentaba más, mucho más, con la fuerza del sol. Incluso sus gatos parecían los mismos. Pero nunca el señor Noodles se había mostrado tan juguetón y amable, sin mostrar las uñas a cada momento por cualquier nadería, ese maldito gato gruñón. Incluso se bebía su leche sin rechistar, sin derramar una sola gota sobre la quieta moqueta escarlata.
Alicia atravesaba el espejo, y entonces se preguntaba qué hacer. Ante ella se abrían puertas, caían muros, aparecía un vasto horizonte, infinito, de paredes de aire. El otro lado era su mundo, un lienzo en blanco sobre el que extender sus pinceles de niña enjaulada. En ocasiones salía a respirar el aire purísimo del exterior, brillante y límpido, mientras recogía pequeños ramilletes de flores púrpura. Allí solía correr entre la hierba hasta perder el resuello, y después se dejaba caer junto a los saltamontes, que gustaban de saltar a su alrededor.

Y saltaban, y saltaban, nunca querían parar.
Y saltaban, y saltaban, hasta ya no poder más.

Muchas veces, sin embargo, solía quedarse en el mismo salón, jugando con sus gatos, o quedando irresistiblemente dormida entre los brazos del sillón, trono carmesí donde poder soñar. Todo era rojo y ámbar cuando se decidía a cruzar la frontera. El tiempo parecía fluir en espirales eternas a su alrededor, en estelas nacaradas. Casi podía asirlo entre sus manos. Casi podía sentirse inmortal, infinita, universo. Y era tan fácil. Tan fácil llegar hasta aquel oasis, hasta aquella nada tan lejos del mundo. Tan sencillo huir... Tan sencillo.
Al otro lado, Alicia también encontró amigos. Amigos sonrientes de dientes blanquísimos, relucientes como enormes sierras. Allí estaba el Sombrerero, con su chistera gigantesca y sus desportilladas tazas de té. También estaban el Gato de Chesire, y su sonrisa vana y burlona, y sus rayas violeta, y sus bigotes y su lento ronroneo fantasmal. O esa inmensa oruga alzada sobre tantas y tantas y viscosas patitas, tan aficionada a fumar y fumar envuelta en nubes de humo esmeralda. ¡Qué grandes amigos tenía en ellos la pequeña Alicia, tan dulce, inocente y asustada en sus raídos vestidos de algodón! La pequeña, pobre y desvalida Alicia, con su media melena castaña y sus enormes ojos oscuros, negros como el caer los párpados. Qué bien le hacían sentir y cómo le arropaban en su regazo, susurrándole al oído suaves palabras, letárgicas sílabas. Ella confiaba en ellos, en sus consejos. Ellos querían a Alicia, le enseñaban su mundo, la adoraban con pasión, como se adora a una reina o a una mascota. Les gustaba ver como la pequeña niña temerosa iba convirtiéndose poco a poco en una emperatriz. En una diosa.
Y así pasaron los días y los meses, que para Alicia no fueron más que pequeñas olas en el éter de aquel territorio virgen, de su particular patio de juegos. La pequeña Alicia caminaba ahora confiada por su Reino, el reino de las hadas muertas, de los pequeños aguijones de avispa. Qué feliz era, tan lejos de un mundo marchito que tanto le había hecho sufrir. Ahora soy yo la que pone las reglas, y a ver quien es el valiente que se atreve a enfrentarse conmigo. El Sombrerero, el Gato y la Oruga aplaudían alborozados tras ella, ante ella, a su alrededor, en una extraña danza de la victoria, de numerosos brazos y enormes pupilas.

Cuando el Sombrerero la violó con ojos hinchados por la sangre, Alicia comenzó a intuir que algo no iba bien. Intentó zafarse de las grasientas manos de aquel hombre que de pronto aparecía a sus ojos enano y deforme, enrojecido, baboso y ulcerado. Pero él era más fuerte e hizo de ella todo lo que quiso y más. Finalmente, Alicia quedó tirada entre las hierbas del jardín que ahora crecían sin control, descoloridas y ásperas. El vestido de seda completamente destrozado, la boca manando sangre como flores brotando en una ciénaga, Alicia ya no más Alicia, ya nunca más ella, rota y desgarrada, desnuda y pálida sobre un campo donde los saltamontes ya no volverían a bailar. Se levantó de allí como pudo y fue acercándose pasito a paso, descalza y de pronto aterida hacia la casa. Quería ir con sus papás. Quería cruzar el espejo de nuevo. En ese mundo nuevo que ella había construido sacrificando su sangre, las cosas no marchaban bien en absoluto. De pronto todo la amenazaba, todo era inestable. Las sombras se agazapaban en cualquier rincón, esperando a capturarla. Intentó correr, pero su cuerpo partido en dos no se lo permitió. Cuando al fin, tras una interminable agonía por los laberínticos pasillos de la casa, oscuros y cambiantes, seres vivos que pretendían confundir el camino de la chica, llegó hasta el salón, el espejo estaba allí, donde siempre había estado, imponente. Pero al otro lado, en su antigua casa, ya había una Alicia. La pequeña Alicia vestida de algodón, reina de nada, vagabunda de la realidad, jugaba con sus gatos, tranquilamente sentada sobre la alfombra, al calor del fuego. Todo parecía allí tan vivo y acogedor. ¿Acaso era esa otra realidad? ¿Era este el mundo real y ese el verdadero otro lado? Alicia intentó atravesar de nuevo el espejo, pero esta vez no pudo. La magia se había apagado. La puerta estaba cerrada, y esta vez por siempre. Paralizada por el miedo, Alicia observaba a Alicia sin saber qué hacer. Entonces se dejó caer sobre el duro pavimento, observando los rescoldos apagados que humeaban en el antes ardiente hogar, y la tapicería agujereada de su amado sillón. ¿Qué está pasando? Por favor, que alguien me diga qué pasa. Que alguien me lo explique. ¿Por qué el amable sombrerero ha hecho esa cosa tan mala? Siempre había sido tan bueno y divertido. ¿Dónde estáis ahora, amigos míos? ¿Dónde estáis? Antes de caer dormida vio a la Oruga arrastrándose hacia ella, con el cuerpo hinchado y cubierto de costras, suplicando por conseguir algo más con que llenar su pipa. Y del Gato quedó únicamente la sonrisa.

Cuando atravesé el espejo no sabía qué iba a hallar al otro lado. No tenía la más mínima idea. A decir verdad, nunca llegué a plantearme qué sería lo que iba a encontrarme. Nunca lo pensé. Y de pronto, cuando al fin lo hice, fue fluir y maravillarme, caer infinito. Lo hice una vez, y por Dios que me gustó. Y después volví a hacerlo otra vez, y otra, y otra más.




Texto agregado el 07-08-2003, y leído por 1170 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
24-01-2005 Muy buena tu versión de Alicia en el país de las maravillas. Un beso eloisa
 
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