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LOS VECINOS


Autora: Emperatriz



La casa quedaba a pocos metros de la cima. Cuando vi lo que tenía que subir, me acobardé. No tanto por la distancia, sino más bien por lo empinado del terreno, y la falta de elementos en los cuales apoyarme durante el ascenso. Pensé, sin embargo, que mi deber como médico estaba primero, antes que el miedo a las alturas y la falta de ejercicio.
Tras media hora de sobre exigencia física, resbalones y exóticas pruebas de equilibrio, llegué a mi destino. Era una casa de madera, sencilla, que no se diferenciaba en nada del resto de las viviendas existentes en la caleta de Quidico. Estaba ubicada a pasos del cementerio, construido en la cúspide del cerro. A los turistas siempre les llamaba la atención el cúmulo de cruces blancas, de distintos tamaños, dispuestas como una siembra en honor al cielo.
No tuve necesidad de golpear la puerta. Una anciana que atisbaba por la ventana, me abrió de inmediato al verme aparecer. Me tendió la mano con amabilidad, aunque tuve que hacer un esfuerzo por escuchar lo que me decía, pues hablaba en voz baja.
-Pensé que ya no venía- comentó.
- Es que me costó subir el cerro. ¿Cómo lo hace usted?
- Nunca bajo. La verdad, ellos me traen todo.
- ¿Ellos? ¿Sus hijos?
- No. Mis vecinos.
- Ah. Pero dígame, ¿quién es el enfermo?.
La mujer me guió hasta un cuarto en penumbras. Un fuerte olor a colonia barata irritó mi nariz, y no pude evitar los estornudos. Sobre una cama, yacía un hombre, también viejo. Respiraba con dificultad.
- Es mi marido. Está así desde hace una semana.
El hombre parecía tener la mirada perdida en un punto fijo. No pestañeaba, y no se movía. Le tomé el pulso. Levemente acelerado. Con el estetoscopio, examiné sus pulmones y pecho. Un episodio de asma. No obstante, a la anciana no pareció interesarle mi diagnóstico.
- No es por al asma que lo llamé. La ha tenido desde niño. En realidad es por lo otro.
- ¿Por lo otro?
- Por su estado ausente.¿ Es que no se da cuenta que mira sin mirar? Ya no habla, no come y no va al baño.
La mujer parecía realmente preocupada. Miraba al enfermo con dulzura. Incluso lo besó en la frente. El, como si nada.
Después de un rato de observarlo, se me ocurrió que tal vez se tratara de un trastorno emocional o sicológico.
- En qué trabaja su esposo? pregunté a la mujer.
- Cuidando el cementerio- respondió.
- Parece una tarea tranquila.
- Pero odiosa. Usted no sabe lo difícil que es tratar con ellos.
- ¿Con quiénes?
- Con los vecinos. Cada uno tiene sus exigencias y sus gustos. Y mi viejo ya tiene sus años. No puede tanto.
- A lo mejor debería tener un ayudante.
- Ha tenido algunos, pero no han aguantado. Es que si usted viera cómo son de idiotas y mal agradecidos...¿Quiere un tecito?
Acepté su ofrecimiento, y la vi desaparecer por la puerta. Me quedé a solas con el enfermo. Hice unas anotaciones, y decidí consultar al Departamento de Siquiatría del Hospital Regional, en Concepción, para tener una opinión especializada. De seguro, se trataba de una enfermedad mental. Como médico general, domiciliado en Cañete, mi trabajo consistía en hacer rondas diarias por las localidades aledañas como Contulmo, Antiquina, Quidico y Tirúa,. En fin, un médico que trataba males de rutina, y al que la mayoría de los pacientes pagaba con huevos, pan amasado, sopaipillas e incluso mariscos y pescados.
Mientras esperaba a la dueña de casa, pensé que tal vez sería buena idea que entrara un poco de luz al dormitorio. Corrí la cortina. De inmediato todo se vio más claro dentro del cuarto. Sin embargo, el enfermo permaneció impávido. Intenté abrir la ventana, pero me di cuenta que por fuera tenía una protección de fierro. Me pareció raro, porque en poblados tan pequeños como ése, no suele haber hechos delictuales. Todos se conocen. Miré hacia afuera, pero lo único que vi fueron malezas y las cruces del cementerio. Había un pequeño sendero que unía éste y la casa.
- Le puse dos cucharadas de azúcar. ¿Está bien así?
La anciana me entregó la taza de té, y con cara de preocupación y pasos apresurados se dirigió hasta la ventana y corrió la cortina, dejando nuevamente la habitación en penumbras.
- Disculpe. Pensé que estaría bien un poco de claridad- dije.
- Si sé. Pero no quiero que los vecinos lo vean. A esta hora salen a conversar afuera- respondió, inquieta.
- Parece que son bien fregados sus vecinos
- Lo son. Si no les damos en el gusto, nos molestan. Viera usted en la noche. A veces ni siquiera podemos dormir con tanta bulla.
- ¿ Hacen fiestas?
- Ojalá las hicieran, pero no. Sólo dan golpes en puertas y ventanas, para que les abramos. Vienen a reclamar.
- ¿Reclamar qué?
- Tonteras. Que una cruz está chueca, que se secaron las flores en tal o cual tumba, que un perro hizo sus necesidades sobre otra, que hay que arreglar todo para el día de los difuntos, en fin....La noche que mi viejo quedó así, salió afuera a enfrentarlos, a decirles que lo dejaran tranquilo. Cuando entró a la casa, ya no era él.
Con la narración de la anciana, me convencí aún más, de que se trataba de un problema sicológico. Tal vez una crisis de pánico con efectos secundarios.
Antes de irme, le dejé un inhalador para el asma de su marido, y le aseguré que pediría una segunda opinión. Cuando abrió la puerta de calle, salió ella primero. Observó hacia todos lados, sigilosa. Yo también miré por precaución. Estaba oscureciendo.
- Váyase rápido- me dijo, y entró a la casa, cerrando la puerta con celeridad. Escuché que ponía un cerrojo, y luego una tranca.
Antes de iniciar el descenso, volví a mirar alrededor. Sin embargo, no encontré nada extraño. Salvo que no había otras viviendas aledañas. Las más próximas estaban en la falda del montículo. Me pregunté qué clase de gente era la que se daba el trabajo y el esfuerzo de subir por la ladera, sólo para molestar a unos pobres viejos.
La respuesta se inició con el viento frió que sopló a mis espaldas y que me obligó a voltear, para ver un espectáculo extrañísimo. Decenas de personas, entre ellas algunos niños, comenzaban a bajar de la cima en dirección a la casa. Sus rostros eran inexpresivos. Sin embargo, sus ojos tenían un brillo que me hizo estremecer. Supe entonces que la anciana tenía razón. No debían verme. Bajé corriendo, con una rapidez asombrosa. Mientras descendía, escuché los golpes. Fieros golpes sobre lo que supuse eran puertas, ventanas y paredes de una casa de madera.


FIN

Texto agregado el 28-03-2005, y leído por 108 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
06-09-2005 ¡Excelente! En este momento, son las 01:30 hrs. Vivo exactamente frente a un cementerio. Creo que ya me iré a dormir, no vaya a ser que mis vecinos vengan a tocar mi puerta y mis ventanas. Jacobo-Perez
 
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