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centaurorrojo,04.09.2011
Sala de espera. Medicina prepaga. Buenos días tome asiento y espere a ser llamado. Reloj alto y en el fondo, ya es la hora pero por lo visto falta todavía. Miro mis manos inquietas que se juntan como si fueran a pedir clemencia, miro nuevamente el reloj crucificado en la pared blanca, el tiempo que se esfuma entre mis dedos que a fuerza de contenerlo envejecen aun más. Media hora ya es mucho. Pero no, a seguir esperando…
Y otra vez echo un vistazo a la secretaria con sus lustrosos zapatos, otra vez veo los ángulos rectos entre las paredes y el techo. Los pasillos vacíos, siempre vacíos…
Estarse quieto, inmóvil. Esperar que el tiempo pase, que se muera de una vez. Sentirse una mosca que no puede atravesar el vidrio de la ventana tiempo. Carpe diem muchacho, y no queda más elección que seguir esperando que lo atiendan a uno para que el dolor por lo menos disminuya al ser bien diagnosticado. Solo el reloj clavado en el fondo sabe en su interior cuanto tiempo más pasará hasta que un guardapolvo blanco salga como signo de salvamento. Entonces empiezo a inquietarme sobre mi incomodo asiento de hospital y algo muy profundo dentro de mi se trastoca definitivamente, se convierte en otra cosa y de esa manera me rebelo contra toda esa monotonía.
Ahora soy algo, alguien quizás, un ser en movimiento pero quieto a la vez. El dolor va convirtiéndose en placer y de pronto todo se apaga, ya no se ve las blancas paredes, ni los pasillos, ni siquiera la esplendida secretaria de los zapatos lustrosos. Para entonces ya se en qué y en quién he llegado a transformarme: soy un entero instinto, un instinto conocedor del infinito, y por tanto empequeñecido gigante que se come al tiempo y al espacio como si fuera un caramelo. Noche interior en un tiempo que me he engullido. Sí, tiempo que percibo como una de mis vísceras, como la sangre que corre por tuberías íntimas con sus burbujas y gotas. Un glub glub de segundos y minutos adentro de mi cuerpo.
Luego la llana quietud, la paz de mis pensamientos, de mis sentires que ya tranquilos ivernan conmigo. Viene a mí ahora una vocecita que me llama, me sigue llamando y es para mí. Pero ya es tarde y salgo de mi crisálida con alas abiertas por la ventana más cercana. La secretaria grita y cae al piso del susto.
 
bolche,05.09.2011
No sé de que trata el foro. Supongo que querés que te comentemos el cuentito.

Bueno, mirá, yo encontré una boludez que me sonó muy cortazariana "Sentirse una mosca que no puede atravesar el vidrio de la bventana tiempo/b" Eso es muy Cortázar.
Después que sé yo. Es una variante (otra más) de La metamorfosis de Kafka, hay que tener mucho aire para intentar superar a Kafka o por lo menos intentar igualarlo. Creo que con La Metamorfosis alcanza y sobra.

Pero para que veas que no sos el único que ha profanado el buen nombre de Kafka te pego este cuentito de mierda que escribí hace mucho y que es horrible pero que conservo porque es uno de los dos primeros que subí a la página allá por el 2004 cuando tenía apenas 18 añitos. Mirá que titulo.



La tetamorfosis



Al abrir los ojos advirtió que tenía senos, redondos y perfectos, suaves como la piel de un durazno y más firmes que pilote de puente: ¡Un par de tetas fenomenales!
Imagínese la cara de Tony al verse en el espejo —no es difícil de imaginarlo; imagínese a usted la cara que pondría si le ocurriera tamaña desgracia, seguramente metería la cabeza en el horno, o saltaría por el balcón— bueno, resulta que Tony no tenía horno, ni mucho menos balcón, pero sí tenía una enormidad de amigos que eran buenos para prestar oídos y dar consejos, o al menos así lo creía Tony.
Estuvo ensayando por algunos minutos cómo sería el discurso, hasta que decidió que lo mejor era no dar demasiadas vueltas; había que poner todos los huevos en la garganta y decir: “Hermano, me salieron tetas” así, sin rodeos, sin pelos en la lengua.
El primero en saberlo, por una cuestión lógica, sería Lucho que era médico y con lo que él estaba acostumbrado a ver en la clínica... mirá si se iba a sorprender por un par de tetas. Tony tomó el teléfono completamente decidido; del otro lado lo dejaron sonar un par de veces, hasta que al fin una voz ronca pero efusiva contestó:
—¡Hola!
—Hola, Lucho. Te habla Tony.
Del otro lado nada, un silencio incomodo.
—¿Lucho, me estás escuchando?... habla Tony.
Nada.
—Hola...
—Sí...Tony... te escucho.
—Mirá viejo, perdoná que te joda, pero me pasó algo terrible.
—Contame —dijo Lucho con pocas ganas de escuchar.
—Me salieron tetas —dijo, como quien se confiesa de un pecado.
Del otro lado, silencio.
—¿Me oíste? —Insistió Tony que ya comenzaba a impacientarse.
—No, perdoná... Hablá más fuerte.
—¡Que me salieron tetas! —gritó.
Del otro lado estallaron en carcajadas, Tony advirtió que Lucho no estaba solo, que además de él había una mina, que ahora no podía parar de reírse.
—Y bueno, macho —dijo Lucho recuperándose del ahogo— va’ber... ¡va’ber que poner el pecho nomás! —y volvieron a reírse como idiotas.
Tony dejó caer el tubo acordándose de la madre de Lucho y también un poco de la hermana; y se dijo que sería inútil llamar a lo demás para pedir ayuda, puesto que si Lucho, que era el más “serio”, había reaccionado de esa manera, era casi predecible que los otros reaccionaran del mismo modo, o tal vez un poco peor.
Como era día de cobro, Tony no podía darse el lujo de faltar al trabajo; además el jefe, que no por nada le decían Mussolini, le había prohibido terminantemente otra ausencia. Así que revolvió todo el armario tratando de encontrar algo que pudiera disimular esos hermosos globos terráqueos y naturalmente no encontró nada; hasta que por allá, la solución. En el fondo del armario, casi olvidado por los años y el buen gusto, el viejo poncho jujeño que había comprado en uno de sus viajes vacacionales por el norte del país, y que jamás en su perra vida había usado. Digamos que el poncho le picaba un poco, pero era sumamente eficiente.
En ese preciso momento sonó el timbre y Tony no se decidía a abrir, hasta que por allá pensó que a lo mejor podía ser Lucho que se había arrepentido de gastarlo y venia a darle una mano.
—¿Quién es? —preguntó sin animarse a abrir la puerta.
—Señor Almada, le traigo un paquete para usted —dijo una voz infantil.
—Dejalo ahí, pibe, que ahora no te puedo atender. Estoy ocupado.
—No, señor. Necesito que firme; si no, no lo puedo dejar.
Tony abrió la puerta y vio a un muchacho de gorra con un paquete en la mano.
—Señor Almada, necesito que firme acá —insistió el muchacho mientras no le quitaba los ojos de encima al poncho de hilo rojo.
Tony firmó y cerró rápidamente la puerta, antes de que al muchacho le diera por preguntar algo o peor, que pidiera propina. Era un paquete pequeño y liviano, envuelto cuidadosamente para regalo. Al abrirlo encontró un corpiño rojo y una tarjetita color rosa que decía: “Que lo disfrutes, gatita” y más abajo la inconfundible firma del negro Carlos. Sin dudas Lucho se había encargado de divulgarlo por todas partes y el negro que era así de rápido para las jodas no tardó en aprovecharse de la situación. Pues vaya entonces otro rezo para la madre de Lucho, que a esas alturas debían de beatificarla.

Por el “pip, pip” del reloj de la cocina advirtió que era poco más de las nueve, así que se apresuró y, después de mirarse un rato en el espejo del baño para asegurarse de que las gomas no se le fueran a piantar en pleno 115, salió a la calle donde unos hermosos cuarenta grados lo estaban esperando como horno al pan. Y el pan era precisamente Tony después de caminar tres cuadras bajo el sol de enero y con el poncho encima. En ese breve trayecto llegó a convencerse de que los ponchos son exclusivamente para invierno o, al menos, para un desodorante fuerte y rendidor. Ya en el colectivo se sintió un poco más aliviado, porque si bien las gomas seguían ahí como algo curiosamente inamovible, casi ni se le notaban con el poncho y además había logrado conseguir un asiento libre junto a la ventana que mal que mal el poco aire que entraba servía para disipar olores.
Como el 115 tiene la modesta costumbre de andar a los tumbos, no tardó más de veinte minutos en llegar a la puerta del trabajo. Por suerte las calles estaban poco pobladas, pero el séptimo piso de oficinas de la calle Balcarce al mil y pico, no; así que apenas flanqueó la puerta se dejó oír una lluvia de silbidos y carcajadas inconmensurables “Al menos estos boludos se ríen del poncho y no de las tetas” pensó Tony con extraño alivio.
—Lindo poncho, che Almada— apuntó el gordo Onetti frotándose el culo.
—Che, gordo —dijo Tony esquivando el elogio burlón— ¿No sabés si el viejo Álvarez está en la oficina?
Onetti entornó los ojitos de carpincho asustado y dijo en voz baja:
—Sí, está. Pero mejor ni lo moleste’, porque hace como media hora que anda a la’ puteada’ por culpa de uno’ proveedore’.
—Gracias, gordo —lo cortó amablemente y encaró para el lado de la oficina. Del otro lado de la puerta se podían oír los gritos del viejo Álvarez que discutía fervientemente por teléfono; Tony apenas escuchó el clic del tubo se mandó.
—Permiso —dijo, haciéndose el chiquito.
—¿¡Qué carajo hacés así vestido!? —bramó Álvarez apenas lo vio entrar.
—Es que tuve un pequeño inconveniente, señor.
—No me vengas con que el lavadero...
—No. Por desgracia es mucho más grave que eso.
Como el viejo Álvarez no se dignaba a preguntar más nada, Tony se apresuró a decir:
—Ando con este poncho roñoso para ocultar una inflamación que me ha salido esta mañana en el pecho —no se animó a decir tetas delante del jefe.
—A ver, mostrame —dijo Álvarez que ahora parecía más interesado.
—No, señor. Me da vergüenza
—Entonces cómo carajo pretendés que te crea. Mirá, Almada, sacate ese poncho de mierda y tomatelás de acá antes de que me caliente.
Tony se quitó el poncho y por encima de la remera se dejaron ver los pezones insolentes.
—A ver, Almada, levantate la remera.
El teléfono empezó a sonar pero al viejo Álvarez parecía no importarle mucho y era lógico, delante de sus ojos tenía un par de tetas monumentales.
—Está bien, tapate nomás —dijo al cabo de unos minutos— ¿En qué te puedo ayudar?
—Bueno, considerando la seriedad del tema, quería pedirle si no sería capaz de darme el día libre, sólo por hoy, hasta que yo solucione este inconveniente.
—Está bien, Almada, tomatelás. Pero mañana te quiero acá sin falta, con tetas o sin tetas.
Tony se deshacía en agradecimientos, y cuando estaba a punto de manotear el poncho y rajar, la voz del viejo Álvarez lo alcanzó como un látigo.
—Vos podés irte, Almada, pero el poncho se queda.

Fue inútil intentar llegar a un condescendiente acuerdo para que el viejo Álvarez le devolviera el poncho, así que Tony juntó aire y cruzó la puerta. Lo que ocurrió del otro lado vuelve imposible cualquier lógica narrativa, porque apenas flanqueó el umbral se dejó oír una lluvia de silbidos, risas y aplausos incontrolables.
—¿¡Qué pasó que te tardaste ahí dentro!? —preguntó inocentemente el gordo Onetti. Y todos festejaron el chiste como si fuera una genialidad. Tony agachó la cabeza, manoteó el maletín sin mirar a nadie y encaró para el lado de la puerta de salida.
—Pará. ¿Adónde vas?— lo alcanzó una voz que todavía no había hablado.
Al voltear pudo ver al ruso Arrieta que lo miraba casi compresivamente, Tony se detuvo por dos razones; una, porque el ruso tenía fama de tipo serio y, otra, porque estaba cursando quinto año de medicina y a lo mejor lo podía ayudar.
— ¿A donde vas a ir con esas tetas?— insistió el ruso palmeándole el hombro.
— A ver un médico...
— Pero no seas pelotudo, hermano, esas gomas no están para un médico.
— ¿No?...
— ¡No! ¡Están para encabezar una revista!
Y volvieron a reírse estrepitosamente. Hasta el viejo Álvarez se reía en la oficina.
Tony bajó a las puteadas por las escaleras y salió a la calle con el maletín pegado al pecho. Caminó un par de cuadras intentando dar con un taxi libre. No encontró ninguno. Y las pocas monedas del bolsillo no le alcanzaban para el colectivo. Hasta que por allá vislumbró un barcito que aun permanecía abierto y se acercó con la idea de comprar algo para refrescarse y de paso para conseguir un poco de cambio.
— Buenas tardes— dijo al entrar— déme una cerveza.
— Enseguida jefe— respondió el hombre de la barra.
— ¿Puedo ocupar el baño?—Preguntó Tony sin animarse a despegar el maletín del pecho.
— Vaya nomás— dijo el otro, y con el dedo le indicó la dirección.
Tony entró al baño, dejó el maletín sobre la mesada y se miró al espejo, era increíble como transpiraba; además, como si eso fuera poco ya le empezaba a doler la espalda. Se mojó la cara y cerró los ojos deseando que esa absurda pesadilla terminara de una buena vez, y permaneció así un buen rato, sin pensar en nada. Como una hoja en blanco...
Pero lentamente la hoja se fue completando hasta que un violento olor a perfume de mujer le dio en la nariz como una trompada de la realidad. Al abrir los ojos advirtió que ya no tenía senos, ni tampoco dolor de espalda. Y que ahora, delante suyo, había un escote prominente; y más arriba, por encima de un delgado cuello, la boca de Miriam que repetía incansablemente:

— A los ojos Tony ¡por Dios! Mirame a los ojos.
 
Aristidemo,05.09.2011


Par de tarados.


 
bolche,05.09.2011
vos callate cabeza de verga
 
Aristidemo,05.09.2011


Válgame. ¿Quién les está escribiendo los guiones últimamente a los cuenteritos? ¿El Gordo Porcel?
 
bolche,05.09.2011
al mio me lo escribió cesarjacobo
 
cafeina,05.09.2011
evita escribir tus cuentos torpes y de mal gusto en los foros
para eso están tus cuentos y el ldv de tus amigos

viva el ldv spam!
 
iolanthe,05.09.2011
qué lástima soy como la polilla del chiste de la colomba, vi la palabra "sanitaria" y entré.
 



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