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LuisCauqui,18.05.2005
Hola, amigos:

Os ruego me disculpéis. Simplemente quería anunciaros que acabo de sacar un libro de cuentos hace unos meses. Se titula "Pelos" y su autor soy yo, o sea, Luis E. Cauqui. La editorial es Nostrum.
En teoría se puede comprar (o pedir) en cualquier librería de España. También en internet, directamente a la distribuidora www.egartorre.com
Vale 10 euros.
Cuelgo un cuento de muestra por si os apetece leerlo. Espero que os guste.
Muchas gracias a todos y un saludo (y perdón por el anuncio).
++
EL GATO TROTSKY Y EL NIÑO RUBÉN

Dedicado a Mariano Guillén–Oquendo

Justo aquella mañana le llevaron a casa de su tío Rafa y de su tía Elvira. Le acompañó su tía Maribel, dando un paseo; los dos iban de la mano. Rubén llevaba sobre sus hombros la mochila del cole y su tía llevaba en la mano izquierda una maleta pequeña de color marrón. Como hacía bastante frío, a Rubén le habían puesto el abrigo más largo y más bonito que tenía (el que le compraron para la primera comunión de su primo Roberto), la bufanda y el pasamontañas. Con toda aquella ropa, Rubén parecía casi un pingüino. Su tía Maribel, sin embargo, sólo llevaba una chaqueta gorda de lana. A Rubén, que odiaba las bufandas (no tanto el pasamontañas que le recordaba las máscaras de los luchadores de lucha libre), todo aquello le había parecido profundamente injusto, pero no había dicho nada. Rubén no solía protestar casi nunca, y mucho menos se le ocurría quejarse cuando estaba viviendo en una casa que no era la suya.
Mientras andaban por la calle su tía le iba preguntando que si estaba bien, que si había estado a gusto aquellos siete días en su casa, que si necesitaba alguna cosa. Le dijo que sus padres volverían probablemente aquel fin de semana para verle, que se lo habían dicho a ella en secreto.
–Es una sorpresa –dijo–, me pidieron que no se lo dijera a nadie. Sólo a ti. Es un secreto entre nosotros.
Rubén asintió sin mirar a su tía. Estaba pensando que era estupendo tener un secreto así. Luego, para que su tía se diera cuenta de que él sabía perfectamente lo que era y lo que significaba un secreto, la miró y dijo muy serio:
–No se lo contaré a nadie.
Pero enseguida el niño empezó a pensar por qué no se lo había dicho su madre la noche anterior, cuando hablaron por teléfono. Estaba a punto de preguntarle sobre eso a su tía, pero justo un segundo antes de que el niño se decidiera a hablar, ella le dijo que le iban a traer un regalo muy bonito de Madrid.
–Qué es –preguntó Rubén.
–No lo sé, pero creo que si lo supiera tampoco te lo diría. Es mucho mejor no saberlo, créeme.
Por fin llegaron hasta la casa de la tía Elvira y del tío Rafa. La casa estaba en el último piso de un edificio muy grande, en una avenida que quedaba muy cerca de la casa de los padres de Rubén. El niño había estado allí un par de veces y no pensaba que se lo fuera a pasar muy bien. Su tío Rafa era simpático pero se pasaba el día fumando y leyendo libros muy gordos. Lo único interesante que había en la casa era un gato que se llamaba Trotsky. Rubén sólo había visto al gato una vez, en una visita; el gato Trotsky se había acercado a él en la cocina y después de que el niño le pasara la mano por el lomo, había salido corriendo, antes que Rubén pudiera decirle nada, y ya no se había dejado ver más. Tal vez durante aquella semana, Rubén lograra hacerse amigo del gato Trotsky.
La tía Elvira salió a abrirles la puerta. El tío Rafa estaba en el salón leyendo el periódico y, como siempre, fumando. Pasaron al salón y Maribel dejó la maleta en el suelo y ayudó al niño a quitarse la mochila de los hombros.
–Pues ya estamos aquí –dijo justo antes de sentarse.
Los mayores se pusieron a hablar y Rubén echó un vistazo al pasillo de la casa, que era muy largo y muy ancho. Tenía toda la pinta de ser un pasillo estupendo para echarse carreras. El gato Trotsky no aparecía por ningún sitio. De pronto le preguntaron algo que no entendió muy bien porque no estaba prestando atención.
–Sí –dijo sin dejar de mirar el pasillo vacío.
–¿Lo ves? –dijo su tía Maribel muy satisfecha–. Es un cielo.
Un rato después, cuando Maribel ya se había ido, la tía Elvira acompañó a Rubén hasta su dormitorio en el cuarto de invitados. Su tío Rafa y su tía Elvira no tenían hijos (su tía Maribel tenía dos y Rubén había estado toda la semana jugando con ellos), y esa era otra de las cosas que hacían de aquella casa un sitio aburrido y silencioso. El cuarto no estaba mal pero Rubén pensó que se lo había pasado estupendamente durmiendo con sus primos.
–Hemos estado toda la semana echando guerras en las camas por la noche –dijo en voz alta–. Había que saltar a la cama de al lado como si fuera un barco enemigo y luego había que tirar al otro al suelo y... –su tía le escuchaba atentamente mientras le deshacía la maleta– ...casi siempre ganaba Roberto, aunque una noche nos aliamos Arturo y yo... –Elvira le interrumpió para decirle que le diera el abrigo.
–Creo que te has dejado la bufanda y el pasamontañas en el salón, cariño, por qué no vas y te lo traes mientras yo termino con esto.
Rubén salió al pasillo.
–Y dile a tu tío que no se olvide de que tiene que bajar a la compra.
–Ya me lo has dicho tres veces esta mañana –era la voz de Rafa desde el salón–, te voy a comprar una grabadora para que no tengas que repetir las cosas tantas veces.
El niño se empezó a temer una pelea, pero cuando llegó al salón vio que su tío sonreía, y luego en el dormitorio de invitados, comprobó enseguida que su tía Elvira también estaba de muy buen humor. Rubén suspiró aliviado. Aquella era la tercera casa extraña en la que estaba desde que sus padres se habían ido a Madrid, y en todas había tenido que ver, tarde o temprano, una pelea. Sus padres también se peleaban a veces, pero cuando uno estaba fuera de casa todo resultaba mucho peor.
Cuando su tía terminó de colocarle la ropa en el armario, le ayudó a quitarse los zapatos y le preguntó si su madre no le había dejado unas zapatillas para estar por casa. Rubén le respondió que no usaba zapatillas, que tenía unos calcetines especiales y que los usaba como si fueran zapatillas.
–Póntelos, y luego te vienes a la cocina que tenemos que hacer una lista.
Rubén se quedó muy sorprendido con lo de la lista, así que enseguida se quitó los calcetines y se puso los otros, que eran rojos y tenían la parte de abajo acolchada. A Rubén le gustaban mucho aquellos calcetines porque no hacían apenas ruido al andar. En casa de su tía Maribel los había usado para darle un buen susto a su primo Roberto. Todavía estaba sonriendo con lo del susto cuando entró en la cocina.
–Siéntate. ¿Quieres algo de comer? ¿Tienes hambre?
El niño dijo que no, pero aún así Elvira le sacó yogures y madalenas. Su tío pasó por delante sin decir nada y, durante un segundo, Ruben pudo ver al gato Trotsky que iba detrás de él con el rabo en alto y la cabeza muy erguida, sin prestarle la más mínima atención. El niño se dio cuenta en aquel momento de que el gato estaba más pendiente de él de lo que parecía.
–Rubén –dijo su tía–, cómete una madalena, anda. Ahora me tienes que decir las cosas que te gusta comer y las que no. Tenemos que hacer una lista y después, si quieres, acompañas a tu tío a comprarlo todo.
Hasta ahora, Rubén se había dado cuenta de que sus tías eran mucho más cariñosas con él que sus tíos. Le preguntaban todo el rato que si estaba bien, le deshacían y le hacían la maleta, le solucionaban los problemas y cuando hacía cosas horribles como mearse en la cama (Rubén se había meado en la cama nada más irse sus padres, sin saber muy bien cómo, la primera noche que pasó en casa de su tía Mercedes) no le regañaban ni se lo decían después a nadie. Los maridos de sus tías, sin embargo, nunca le prestaban mucha atención. A veces le daban calderilla para que jugara a los videojuegos mientras estaban en un bar, o le acariciaban la cabeza. Sólo una vez, su tío Bernardo (el padre de sus primos Roberto y Arturo) se había puesto a jugar con ellos al scalextrix. Rubén pensó enseguida que a su tío Rafa no le apetecería nada tener que ir a comprar un sábado por la mañana por su culpa. Pensó que aquella no era una buena forma de empezar.
–Creo que prefiero quedarme contigo en la casa –le dijo temeroso a Elvira.
–No digas tonterías. Ya verás como con tu tío te lo pasas muy bien... Tu tío es muy gracioso.
Rafa volvió enseguida con el abrigo puesto y le preguntó al niño que si estaba preparado. Rubén salió corriendo hacia la habitación (no quería que su tío tuviera que esperarle) pero al llegar se paró en seco. El gato Trotsky estaba tumbado en la cómoda, tomando el sol que entraba por la ventana. El gato se levantó al verlo y le observó atentamente. Rubén se quedó parado sin saber qué hacer. Estuvo a punto de llamar a su tía, pero luego pensó que el gato Trotsky se enfadaría con él si hacía que lo echaran de su sitio.
–No te preocupes –le dijo mientras se movía lentamente hacia el armario–. Enseguida me voy. Tú no te muevas.
El gato no tenía pinta de estar muy preocupado porque enseguida se volvió a tumbar y se puso a mirar por la ventana, ignorando por completo al niño. Rubén se cambió los calcetines otra vez, se puso los zapatos y sacó sólo el abrigo, prescindiendo de la bufanda y del pasamontañas, con la esperanza de que su tía Elvira no le obligara a ponérselos.
–Luego hablamos –dijo Rubén un poco acelerado. El gato Trotsky le dedicó una última mirada desdeñosa mientras se lamía las patas, y el niño salió corriendo de la habitación.
Pero de pronto se volvió a parar en seco al salir al pasillo y se dio cuenta de que en aquel momento venía la parte más difícil. Ya lo había tenido que decir dos veces, pero aún así era lo que menos gracia le hacía de todo eso de que sus padres estuvieran fuera. Rubén no se sabía atar los cordones. Se encaminó hacia la cocina resignado a su suerte, pero justo antes de llegar se encontró a su tío.
–Ven que te ate los cordones –le dijo nada más verle.
Rubén aceptó enseguida, pensando que por el momento se había salvado. Rafa le hizo poner el pie en su rodilla, sin importarle que le manchara el pantalón, y luego, sin quitarse el cigarrillo de la boca, le empezó a hacer la lazada. Rubén intentó fijarse bien para ver si aprendía de una vez, pero el humo le estaba dando en los ojos y no veía nada, de hecho casi no podía ni respirar. Su tío le hizo un nudo bastante chapucero (Rubén ya tenía experiencia en estas cosas y sabía que los mejores nudos eran los que le hacía su padre), pero a decir verdad lo había hecho todo bastante rápido y sin quitarse el cigarrillo de la boca, lo cuál le pareció a Rubén una prueba de habilidad extraordinaria.
–Vámonos –dijo Rafa incorporándose.
Otra cosa que Rubén había descubierto de las que no solían hacer sus tíos (al contrario que sus tías) era coger a los niños de la mano. Sólo lo hacían cuando había muchos niños o cuando tenían que cruzar por una calle muy ancha o por una carretera. Su tío Rafa, sin embargo, le dejó sentarse en el asiento del copiloto cuando se subieron al coche. Antes de arrancar le miró fijamente.
–Cuántos años tienes –le preguntó.
–Siete.
Luego encendió las luces del coche y salieron del garaje. El coche apestaba a tabaco pero Rubén no dijo nada. Estaba demasiado ocupado viendo como la puerta mecánica se cerraba lentamente.
–Tu tía quiere que vayamos al súper de abajo, pero hay que hacer las cosas bien.
El coche recorrió toda la avenida y luego giró a la derecha al llegar a la circunvalación. Rubén se dio cuenta de que iban al Pryca y sonrió; a él le encantaba ir al Pryca.
Mientras estuvieron parados en los dos o tres semáforos que había antes de llegar al centro comercial, su tío leyó la lista que había escrito Elvira con la compra.
–Así que no te gusta la coliflor... –dijo sin mirar al niño.
–No –respondió Rubén.
–¿Y todo lo demás sí te gusta?
–Creo que sí.
–Eres un niño bastante raro tú –sentenció su tío. El último semáforo se puso verde y Rafa metió la primera marcha–. Ya hemos llegado –dijo.
Estuvieron cerca de hora y media comprando, y viendo los juguetes, y los discos, y los libros..., incluso las cosas que vendían para hacer camping. Su tío compró mucho más de lo que ponía en la lista. Compró palomitas, frutos secos, patatas, galletas de chocolate, donuts y dos docenas de botellas pequeñas de coca–cola. Cuando les dieron el tícket de la compra, era tan largo que se enroscaba sobre sí mismo como si fuera un caracol.
–Toma, guárdalo y no dejes que lo vea tu tía.
Rubén cogió el papel y se lo metió en el bolsillo. Se imaginó a su tía enfadada viendo el dinero que había costado todo aquello, pero enseguida se le olvidó cuando Rafa le ofreció una de las botellas pequeñas de coca–cola. Después se sentaron los dos en un banco de los que había en el aparcamiento para bebérselas tranquilamente.
–Estas botellitas de cristal son estupendas –dijo su tío–. ¿Nunca te has tomado una coca–cola así?
–Creo que no –respondió el niño mientras lo pensaba–. Cómo las vamos a abrir.
–Trae.
Su tío cogió la botella y apoyó el borde de la chapa en el banco. Luego la golpeó desde arriba con la palma de la mano y la botella se abrió.
–Ya está –dijo. Y repitió la operación otra vez para abrir la suya.
Rubén empezó a beber muy despacio, con todas las bolsas de la compra esparcidas por el banco y por el suelo, mientras veía pasar los coches que entraban y salían del aparcamiento.
–Hay que tomarse la vida con calma –dijo su tío que acababa de encender un cigarrillo–. ¿Tienes frío?
–No.
–Vaya abrigo más bonito que llevas –Rafa se estaba fijando en su abrigo por primera vez.
Rubén sonrió sin dejar de mirar al frente. A todo el mundo siempre le gustaba mucho su abrigo y el niño sabía que tarde o temprano todos acababan diciendo algo sobre él. Aunque su tío había tardado mucho.
–¿Tú crees que Trotsky me dejará acariciarle? –dijo Rubén.
Su tío se quedó pensativo.
–No sé qué decirte. Trotsky es un gato muy chulo. Es el gato más chulo del mundo. Le gusta que le toquen pero no se deja acariciar siempre, y menos aún por cualquiera –Rafa tiró el cigarrillo al suelo y encendió otro–. No creas que es fácil hacerse amigo suyo. Hay que tener mucho cuidado. Si eres demasiado blando con él te despreciará y ni siquiera te dejará que le veas.
Rubén le escuchaba atentamente. Esperó unos segundos para ver si su tío seguía hablando, y al ver que no lo hacía dijo:
–Es un gato muy bonito.
–Sí –respondió su tío con orgullo–. Sí que lo es, sí... Luego cuando lleguemos te voy a enseñar una cosa.
Volvieron a casa y su tía empezó a vaciar las bolsas de la compra. Al contrario de lo que pensaba Rubén, no protestó ni dijo nada sobre todas las chucherías que habían comprado. Comieron en la mesa grande de la cocina y después su tía se fue al dormitorio para echarse la siesta y Rafa se tiró en el sofá del salón a ver una película de vaqueros. Rubén se sentó con él, pero Rafa enseguida se durmió y la película era un rollo, así que el niño se levantó en silencio y se fue a su dormitorio para jugar con alguno de los juguetes que se había traído. Después de todo era hijo único y estaba acostumbrado a estar solo.
Desde que habían vuelto a casa, el gato Trotsky no había dado señales de vida. Rafa le explicó, mientras comían, que muchas veces se subía a la azotea para estar a sus anchas.
–Sale por las cuerdas del tendedero del patio –le había dicho Rafa–, el tío anda por encima como si nada. Le encanta que le miren mientras hace eso.
Rubén abrió la cremallera de su mochila, procurando no hacer ruido, y sacó dos muñecos G.I. Joe de los que se había traído. Uno era una especie de hombre halcón, que según la ficha que venía con el muñeco era de los malos, pero que a Rubén le gustaba tanto que lo había hecho bueno. El otro era un soldado que llevaba una ametralladora enorme. Rubén empezó a jugar. En el juego el hombre halcón iba volando de estantería en estantería, mientras el otro intentaba acertarle con el arma. Al final el hombre halcón caía sobre el soldado y lo noqueaba.
Rubén se sintió de pronto observado, giró la cabeza y vio al gato Trotsky en la puerta. El gato le estaba mirando fijamente.
–Hola, Trotsky –dijo el niño.
El gato Trotsky no se inmutó, se dio la vuelta muy despacio y se marchó andando sin prisa hacia el salón. Rubén se quedó pensativo en el suelo, con un muñeco en cada mano. Luego siguió jugando como si nada. Rubén también tenía su orgullo.
Su tía se levantó de la siesta un rato después y le preguntó que si estaba bien, que si necesitaba algo.
–Anda, ven que te dé de merendar –le dijo.
El niño se levantó, dejó los muñecos sobre la cama y se fue a la cocina con su tía. Elvira le puso un vaso de leche y le sacó madalenas, galletas de chocolate y donuts. Su tío apareció recién despierto de su siesta, con un cigarrillo en la boca. Se bebió un vaso de agua y cogió un dónut de la caja.
–Rafa, que acabas de comer –dijo su mujer desesperada.
–Y el niño también –respondió Rafa mientras le guiñaba un ojo a su sobrino.
El gato Trotsky entró en la cocina. Y se sentó delante de Rafa.
–Qué, te apetece un partidillo.
El gato maulló una sola vez.
–Eres un fantasma –le dijo Rafa terminándose el dónut de un bocado. Luego se dirigió a Rubén–. Voy a echarme un partido de fútbol con Trotsky, ¿te apetece verlo?
Elvira suspiró.
–Un día os vais a cargar algo y me voy a enfadar de verdad.
Rafa no prestó mucha atención a lo que le decía su mujer. Rubén se bebió el vaso de leche de un trago y se limpió la boca con una servilleta de papel. Su tío se levantó de la mesa.
–Vamos –dijo, y salió de la cocina. El gato y el niño salieron detrás de él.
Fueron hasta el fondo del pasillo, que acababa en la puerta de uno de los dos baños de la casa.
–La puerta es la portería –le explicó Rafa. Había cogido una pelotita de goma de su dormitorio y la llevaba en la mano derecha–. Y este es el balón –dijo señalándola.
El gato Trotsky estaba muy nervioso y correteaba entre las piernas de su dueño esperando una señal. Rafa le dijo que se pusiera en la portería y Trotsky se colocó delante de la puerta, muy atento y mirando fijamente la pelota que Rafa había dejado en el suelo.
–Se trata de meterle gol. Trotsky y yo nos echamos partidillos a tres goles. Si él se la para, es gol suyo. Si la pelota golpea la madera, es gol mío. El primero que consigue dos, gana.
Rubén asintió con la cabeza y se retiró un poco para que su tío pudiera tirar.
–¿Estás preparado, Trotsky? –El gato maulló–. Él piensa que es un gran portero –dijo Rafa volviendo la cabeza antes de tirar. Después golpeó la pelota con fuerza hacia la parte más alta de la puerta. El tiro llevaba una velocidad endiablada, pero el gato Trotsky dio un salto increíble y la rechazó con las patas impidiendo que tocara la madera. Luego miró a su dueño desafiante.
–Joder, qué paradón, Trotsky.
Rubén se había quedado boquiabierto. Aquello era la cosa más bonita que había visto en su vida.
–No digas tacos delante del niño –dijo Elvira desde el salón–. Y no gritéis tanto que se van a quejar los vecinos.
Rubén cogió la pelota que se había ido rodando hasta la otra punta del pasillo y se la dio a su tío en la mano. Rafa la volvió a colocar en el punto de lanzamiento, que estaba marcado con una cruz de cinta aislante roja, a varios metros de la portería.
–Tengo que meter este –dijo Rafa–. Si fallo este la he cagado.
–¡Rafa!
El hombre se tapó la boca con las manos mirando a Rubén.
Sonó el teléfono y Rafa esperó a que su mujer lo cogiera. Cuando comprobó que no era para él, volvió a disparar sin previo aviso, esta vez raso y al poste. El gato estaba desprevenido y no pudo hacer nada. La pelota golpeó la puerta armando mucho ruido. Rafa empezó a correr por el pasillo celebrando el gol como si fuera un futbolista de verdad. El gato Trotsky protestó con un maullido.
–Te lo he hecho tantas veces que ya no puedes protestar. Si picas es que eres tonto.
El gato volvió a maullar indignado.
–Bueno, este sí que es el definitivo. El que gane este, lo gana todo. Toma –le ofreció la pelota a Rubén–, tíralo tú.
Rubén la cogió con las dos manos. No se esperaba tanta responsabilidad. Colocó la pelota sobre la cruz y cogió carrerilla. Primero pensó en lanzarlo arriba, como había hecho su tío la primera vez, pero luego se acordó de lo que le había dicho su primo Roberto, eso de que los defensas siempre tiraban los penaltis muy fuerte y al centro, y prefirió hacerlo así; Rubén jugaba de lateral derecho en el equipo del colegio.
Al final le quiso dar tan fuerte que le pegó mal, y la pelota salió disparada hacia arriba golpeando con fuerza la esquina superior de la puerta. El gato Trotsky saltó todo lo que pudo pero no llegó a tiempo. Había sido un golazo espectacular.
Su tío empezó a dar saltos y gritos. Abrazó al niño y lo levantó por los aires. El gato les miraba fijamente desde la puerta sin decir nada.
–Has perdido –le decía Rafa–, has perdido.
Y luego se fue corriendo al salón a por un cigarrillo.
–Él sabe perfectamente cuando gana y cuando pierde –dijo al volver–. Cuando pierde se pone insoportable. No le gusta perder ni a las chapas.
Se sentaron en el suelo del pasillo mientras Rafa acababa de fumar. El gato Trotsky no se movía de la puerta.
–Quieres la revancha, ¿eh? –el gato maulló desafiante–. Pues ahora vas a ver.
Estuvieron jugando toda la tarde por turnos contra el gato Trotsky, pero Rubén sólo pudo ganarle una vez más. Realmente el gato Trotsky era un gran portero y resultaba muy complicado meterle gol. Cuando por fin dejaron de jugar, Trotsky se marchó muy orgulloso porque había ganado casi todos los partidos.
–Anda, anda, que has tenido una suerte –le decía Rafa enfadado.
Después de cenar, su tío se sentó en el salón a ver la tele. Elvira se fue al dormitorio con el niño para ponerle las sábanas en la cama.
–Ha llamado la tía Maribel –le dijo–, para preguntar que cómo estabas.
Rubén empezó a guardar los muñecos en la mochila. Elvira sacó uno de los pijamas del niño del armario y se lo dio.
–¿Te vas a bañar? ¿Quieres que te ayude a bañarte?
–No hace falta –respondió Rubén–, mi madre me enseñó a bañarme solo antes de irse.
Su tía asintió y salió de la habitación para traer una toalla limpia.
Cuando Rubén terminó de bañarse, se fue al salón a ver la tele con sus tíos. Se había puesto su pijama favorito, uno azul claro que tenía una "M" enorme dibujada en el pecho; estaba muy contento y también muy cansado. En el salón, el gato Trotsky se había tumbado en uno de los sillones. Rafa y Elvira estaban en el sofá grande y Rubén se sentó entre ellos. Sus tíos estaban viendo Informe Semanal. El niño empezó a bostezar, y antes de darse cuenta ya se había quedado dormido. Entre sueños notó cómo alguien le llevaba a la habitación, le quitaba los calcetines y le metía en la cama. Luego oyó algunos susurros, se apagó la luz del pasillo y todo quedó a oscuras.
Al día siguiente, salieron a dar un paseo por la mañana los tres juntos y después tomaron un aperitivo en un bar al que solían ir sus tíos. Luego fueron a una sala de videojuegos y su tío le dio dinero a Rubén para que jugara a las máquinas. La máquina favorita de Rubén en aquella época era una de naves, en la que todo se veía como si uno estuviera en la cabina. Había un punto de mira y se trataba de disparar a las naves que iban saliendo. Había un tiempo para acertar a cada nave, pero en aquel videojuego era muy difícil que te mataran enseguida. A Rubén le gustaba por eso, pero sobre todo le gustaba porque cuando jugaba a aquella máquina era como si estuviera volando por el espacio.
Al día siguiente su tía le llevó al cole de la mano. En el cole, Rubén les contó a sus primos y a todos sus amigos la historia del partido con el gato Trotsky. Su primo Roberto dijo que Rafa también era su tío y que él ya sabía lo del gato, pero Rubén estaba seguro de que no era cierto. Rubén sabía que él había sido el primero de todos los primos en jugar al fútbol con el gato Trotsky. Al salir del colegio vio a su tía Elvira, que había ido a recogerle, y se encontró también con su tía Maribel, que iba a recoger a sus primos. Sus primos le pidieron permiso a su madre para ir con Rubén a jugar con el gato Trotsky (su tío le había prometido echarse un partido aquella tarde), pero Maribel les dijo que no, que otro día. Los chicos protestaron pero su madre se mantuvo firme; no había nada que hacer.
Cuando Rubén llegó a casa, se lavó las manos y se puso a merendar. Su tío todavía no había vuelto y el gato Trotsky había desaparecido otra vez, igual que el sábado.
–Llevo todo el día sin verle –le explicó su tía cuando Rubén le preguntó por el gato.
Después de merendar, el niño hizo los deberes en el salón, mientras esperaba a que volviera su tío. Una rato más tarde, la puerta de la calle se abrió y Rafa entró con su llave. Rubén salió a recibirlo muy contento, pero su tío venía muy serio y muy triste. Llamó a su mujer y Elvira fue enseguida, asustada por el tono de voz de su marido.
–Qué pasa –le dijo.
–Trotsky..., está en el patio..., se ha caído y está en el patio.
Elvira salió corriendo a la terraza de la cocina y Rafa pasó al salón andando muy despacio. Rubén no sabía qué hacer. Al final decidió ir a la cocina pero su tía le dijo que no mirara, que era mejor que no lo viera. Rubén sabía que el gato Trotsky había muerto pero aún así no pudo evitar preguntarlo.
–¿Está muerto?
–Sí, cariño. Pero es mejor que no mires –su tía sacó guantes y bolsas de basura de uno de los armarios de la cocina–. Voy a bajar a recogerlo. Tú no mires, ¿eh? De verdad que no merece la pena.
Salieron juntos de la cocina y su tía cerró la puerta. Rubén la acompañó hasta la entrada de la casa y luego se asomó al salón sin decir nada. Rafa estaba sentado en el sofá, todavía con el abrigo puesto. Estaba fumando y llorando; los lagrimones le caían por la cara y de vez en cuando se pasaba el dorso de la mano para limpiárselos. Ni siquiera se dio cuenta de que su sobrino estaba allí.
Rubén nunca había visto llorar a un hombre. Se quedó callado en la puerta del salón unos segundos, sintiéndose un intruso por primera vez en su vida, y luego se fue a su dormitorio y se sentó en la cama a punto de ponerse a llorar él también. Elvira subió al rato con las bolsas de basura. Lo dejó todo en la terraza de la cocina y luego fue al dormitorio del niño, se sentó con él en la cama y le dio un beso mientras le abrazaba y le decía que no llorara, que no se preocupara.
Después se levantó y le dijo a Rubén que se fuera con ella al salón, que su tío estaba allí solo.
–No –respondió el niño–, prefiero quedarme.
Elvira no insistió más y se fue a consolar a su marido. Cuando su tía salió, Rubén cerró la puerta del dormitorio, se tumbó en la cama y se tapó la cabeza con la almohada para no oír nada de lo que estaba pasando en el salón.


 
Desdentado_Daroca,19.05.2005
Enhorabuena por el libro.
 
eme,19.05.2005
Estoy tratando hace dos años de publicar un libro y no he podido!! ¿Podrías contarnos como lo hiciste..?
Me gustó tu cuento, Saludos
 
luiscauqui,20.05.2005
Pues ganando un concurso. El de Narrativa de Arte Joven de la Comunidad de Madrid, en 2003. En fin. Preséntate. Por lo que sé está limpio, al menos lo estaba. Y creo que se puede presentar cualquiera, aunque no sea de Madrid.
 
Alejandro_1007,22.05.2005
Enhorabuena por el libro. El cuento me ha encantado, felicidades.
 



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