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Inicio / Lista de Foros / Literatura :: Cuentos *SUPER* cortos / Ponle título y cuento al Tema III: OSCURAS HISTORIAS FAMILIARES - [F:2:131]


CorinTorrado,07.01.2003
Bueno, un reto nuevo, y de este sí que deben haber historias!!!!!!!!!!!!!!!!!


A por el mío:

Iolanda... Eternamente Iolanda

El nombre “Yolanda” tiene una serie de didácticos significados que fueron tomando forma en mi entorno a medida que llegaba yo a la adultez. El origen del mismo es griego, Iolande, cuyo significado castellano es violeta y se cree que se remonta al año 740 antes de Cristo. Las variantes del mismo pueden ser Iolante en latín, Vionette en francés, Violante en romano y Violeta o Jolanda en italiano. En catalán es Iolanda o Violant. También es una variante de Violante y, con menor frecuencia, de Elena (luz brillante). Su significado varía desde: Hermosa como una flor; Flor fragante; La que Causa Regocijo y hasta Color Apasionado.
Se desprende de una meticulosa investigación etimológica que los rasgos de su personalidad debieran ser: primero, su comportamiento guiado por una actitud poco común; segundo, un exceso en sus emociones y en la pasión disturbada de su vida emotiva; tercero, un orgullo laborioso e incansable; cuarto, manifestaciones de seducción espontánea y creativa con gran frecuencia; quinto, poseer conflictos entre sus deseos instintivos y la realización de los mismos.

Existe una fábula que indica que se nombra “yolanda” a un pequeño reptil verde que vive en las selvas del Amazonas. Es parecido a una iguana, pero más pequeño. Trepa a los árboles más altos y se pasea sobre las lianas. Vive tranquilo pues no tiene depredadores. Se alimenta de unos insectos amarillos y lustrosos parecidos a las libélulas. Es durante el atardecer cuando se siente con mayor vitalidad y se dedica a atrapar y a comer estos insectos.

Se cuenta que en la cosmovisión de los nativos de la selva, ese animal tuvo que ver con la permanencia de los hombres en el mundo. Como siempre andaba en las ramas más altas de los árboles pudo ver que varios volcanes comenzaban a hacer erupción, y podían acabar con los hombres que apenas habían sido creados. Rápidamente avisó a los dioses de la posible catástrofe. Por eso, a muchas mujeres de esas regiones las llamaron Yolanda para recordar la hazaña del reptil, y en la actualidad ese nombre se ha extendido por todo el continente americano.

La onomástica de estas afamadas Yolanda se celebraba en ocasiones el día 17 de diciembre, pero mas recientemente, en el 2002, se consiguieron importantes documentos que indicaban el 4 de enero de 1870 como el origen de su fiesta oficial. Sin embargo la festividad del nombre comenzó a celebrarse nuevamente el 15 de junio de 1893 y la última Yolanda de fama regional portorricensis que se conoce nacida en este siglo, lo hizo en el año 1970 de nuestra era común; o sea yo.

Pablo Milanés afamado cantautor nacido en Bayamo, Cuba el 24 de febrero de 1943, es uno de los fundadores indiscutibles del movimiento musical nueva trova de “Yolanda”. Ha compuesto una canción cuya letra versea:


Esto no puede ser más que una canción
quisiera fuera una declaración de amor
romántica, sin reparar en formas tales,
que pongan freno a lo que siento a raudales.
Te amo, te amo,
eternamente te amo.
Si me faltaras, yo voy a morirme,
si he de morir quiero que sea contigo,
mi soledad se siente acompañada
por eso a veces es que necesito.
Tu mano, tu mano
eternamente tu mano.
Cuando te vi, sabía que era cierto
este temor de hallarme descubierto,
tu me desnudas con siete razones,
me abres el pecho siempre que me colmas.
De amores, de amores
eternamente de amores.
Si alguna vez me siento derrotado,
renuncio a ver el sol cada mañana,
rezando el credo que me has enseñado
miro tu cara y vivo en la ventana.
Yolanda, Yolanda,
eternamente Yolanda.


Curiosamente en Chile existe un lugar que se llama Plaza Yolanda, muy cerca de la municipalidad de Lautaro, en donde se cree tuvo lugar el último de los avistamientos del año 2001 del famoso chupacabras, depredador mitad animal, mitad extraterrestre que se cree recorre todo América Latina succionando toda la sangre del cuerpo de sus víctimas en la mayoría de los casos reses y aves de corral.

Desafortunadamente fue precisamente este nombre el causante de una serie de erráticos sucesos durante mis días infantiles que entre una cosa y otra causaron la primera de varias separaciones entre mis padres.

Una tarde amelina en la que mamá se hallaba pelando papas para echarles leche y luego batirlas con mantequilla, pasó una de sus ex compañeras de escuela superior muy cerca del estudio que cobijaba el pequeño y nuevo hogar de ella, conmigo y mi papá. Esta, luego de arrimarse para entregar los esperados saludos protocolares y muy sinceramente felicitar a mi madre por su nuevo matrimonio, le cuestionó si era de su conocimiento que la actual (y también muy antecesora a ella) amante de turno del autor de mis días tenía el mismo alias que yo. En otras palabras, que si de casualidad ella sabía que mi nombre, “Yolanda”, también le pertenecía a la susodicha corteja, la querida de mi papá.

Por supuesto, mi cándida y muy ingenua madre se estaba recién enterando de aquel, nada minúsculo detalle, logrando a su vez el recuerdo del día en que mi padre, amoroso y conquistador como siempre, le había pedido el privilegio de ponerle a su primogénita tal mote. Ella, desconociendo sus ulteriores motivos así se lo había permitido. Y cuando fue preciso y oportuno el momento de preguntar, que nunca lo fue, le soltó la bomba a mi progenitor, de cómo él se había atrevido a colosal descaro. Y de hecho fue tremenda bomba, porque a partir de aquel suceso ambos se declararon la guerra a muerte. Mi padre quiso el divorcio, mi madre se lo negó y luego él le apuntó a la sien con su revolver de reglamento provocando de esta manera súbita y en detrimento de su profesión, su salida del cuerpo policiaco, luego de que mamá diera parte al Teniente y al resto de sus superiores.

Pero por increíble que pueda sonar, después de aquello ambos se reconciliaron causando esto último que papá regresara al hogar desempleado, desmoralizado y con el rabo entre las patas para nada más que embarazar de nuevo a mamá. Ahora con la polémica de la falta de empleo y la nada planificada llegada de mi hermanito menor Víctor, un nuevo y errático acontecimiento se fue fraguando. Acontecimiento del cual mi madre fue enterada en las fiestas patronales del pueblo en cuestión, durante las cuales la despechada y ahora también reconciliada-con-mi-padre-corteja-querida, la tal Yolanda, le profirió paliza tal que estuvo a punto de abortar a mi fraterno, atentado que culminó en el parto prematuro, sietemesino, del neonato. Y ahora si que de verdad papi quería el divorcio.
Así que no bastaba con cargar a cuestas a una
hija cuyo nombre fue inspirado en la mayor y la mas insolente de las infidelidades, sino que también se cargaba con el hecho de que la descarada portadora del mismo había logrado física y violentamente abusar de una mujer en tal estado.

A partir de aquel momento se prohibió tácitamente que se me llamara Yolanda, toda la familia comenzó a utilizar mi nombre segundo.

Concluyentemente cuando se posee un nombre como ese, hay que recorrer muchísimo camino hacia la reivindicación, y quizás eso aún no lo he logrado.

 
verdana,07.01.2003
dentro de poco aporto con el mio, que salgan cosas buenas.
 
AnaCecilia,07.01.2003

Desde el foro: Oscuras historias familiares

Toda una vida


Había amanecido cansada, con la memoria alejada del cuerpo. Sus manos temblorosas, ubicaron su
semblante, en el espacio y tiempo necesarios; mientras, el despertador sonaba, y sus mejillas
arrugadas, amanecían lentamente. La habitación estaba cargada de recuerdos bellos y de los
otros; -¿Estaré viva? – se preguntaba, enredada en su propia telaraña, a la vez que deambulaba
por el piso de parquet, hacia los baldosones del baño. Todo había cambiado; la familia que fue,
ahora estaba convertida en sombras; solo figuras reflejadas en el anonimato, imaginarias o
chinescas, que mutaban de un lugar a otro. Desayunó liviano; la soledad le había apoderado el
cuerpo, aunque no la mente; allí, las luces jugaban en su laberinto, en el que desfilaban
innumerables seres. A veces era yo; otras papá; de vez en cuando los tíos; como una secuencia
familiar, que la mantenía atrapada en el encanto, sin importar la vida, ni la muerte. El tiempo
se acumulaba en los latidos de su andar; más delgada, y algo renga, se exponía al mundo de la
calle, con su bastón enjuto de madera blanda, y su temple enfrentado hacia el futuro. Esa mañana
hablamos por teléfono; la noté mejor, relatando sus historias con desconocidos:

- Anoche otra vez apareció él en el cuarto – me dijo como asustada, pero cómplice –
- ¿Quién mamá? – le pregunté –
- El que te dije que siempre viene a casa, por las noches
- ¡Un ladrón! – exclamé casi al borde de los nervios –
- No, no; ese hombre que siempre vuelve con su figura gris, para atravesar sigilosamente la
puerta de la habitación, sin despertarme,y que luego sigue su camino hacia el comedor.
Yo me quedé paralizada; tratando de no manifestar lo que sentía; callada, aunque siguiendo su
relato:
- ¿Pero es un hombre, o una figura? – pregunté asustada –
- Una figura de un hombre – respondió, como si nada –
- Bueno, ¿se lo dijiste al médico?
- No, los médicos nunca escuchan nada; les empezas a hablar, y te ponen cada cara... Te lo
cuento ahora que estoy lúcida, para que sepas lo que siento, y puedas comentarlo después, si es
que te lo preguntan.
Los ojos se me bañaron de una llovizna calma, que se mantenía detrás de mis suspiros; como una
brisa que albergaba el recorrido de la vida, en solo unos instantes. Cerré los párpados,
tratando de no mirar atrás; de no responder sus miedos con los míos, que eran muchos. El sol se
fue ocultando entre los días, como una herida profunda, que a medida que cerraba, dolía más. La
conversación había terminado; ella seguiría danzando, a la par de sus fantasmas, imaginarios o
no; y yo, acumulando nuevas almas, en el equipaje de mi espíritu.


Me quedé pesando en voz baja; seguramente después de algunos años, ese mismo hombre de gris,
amanecería dentro de mi habitación.

Ana Cecilia.




 
moebiux,08.01.2003
LA HISTORIA DE SEBASTIÁN SAGUNTO
Tengo una novela aún inacabada en la que, en un moento determinado, un personaje secundario (Sebastián Sagunto) se me convierte en principal al narrar su terrible historia personal al protagonista, Manuel. Me pareció que quedaba bien en este foro, ¡ya me dirás, Corin!




- ¡Ey! ¡Pssst! ¡Manuel!
¡Coño, Sebastián Sagunto!
- ¡Jolín, Manuel, cuánto tiempo! ¿Qué? ¿Qué haces?
- Pues, nada. Dando un paseo.
- Je, je, eso ya lo veo. Anda acompáñame, que te invito a algo.
Maldita sea las puñeteras ganas que tenía yo de acompañar a Sagunto a ningún sitio, pero no me opuse. Entramos en una granja cercana a donde estábamos. En una mesa cerca de los servicios nos sentamos y pedimos un par de cervezas. Yo no quise pedir nada y él se pidió un plato de olivas.
- ¿Sabes? Tenía ganas de verte. ¿Qué tal tu herida?
¿Herida? ¡Ah, bueno!
- Bien, bien. Hace tiempo que curó. Apenas tengo una pequeña cicatriz.
- Me alegro, me alegro. Oye, ¿sabes algo de Agustín?
Agustín era compañero nuestro en el trabajo. Un tipo bastante soso. Poco más puedo decir de él.
- Pues no. Creo que lo cambiaron de línea, porque hace meses que no le veo.
- Ah, ya...
Se quedó mirando el vaso por unos instantes. Comenzaba a estar incómodo.
- ¿Te acuerdas del hospital? ¿De nuestra conversación en el hospital?
- Ss... sí. Claro. Cómo no me voy a acordar.
Sagunto sonrió complacido. Me temía lo peor.
- Pues, bien. Creo que te debo una explicación. Vamos, acabar con lo que empecé a contarte.
No me equivoqué. Pero a ver cómo lo callaba. Mientras tanto, Sagunto tragó aire. ¡Joder, había para rato!
- Tuve... tuve una infancia dura, como la mayoría de los de mi edad. Crecí en la postguerra y por entonces no había tiempo para ser niño. Con diez años empecé a trabajar. Mi madre estaba agotada cuidando a sus tres hijos (yo era el mayor) y aguantando a mi padre. Mi pobre padre no pudo soportar la muerte durante la guerra de mi hermano mayor. Tenía sólo catorce años. Aparecieron un día los falangistas buscando a mi padre, concejal durante la República. Alguien caritativo le avisó y pudo refugiarse en la montaña. Cuando llegaron los falangistas, cogieron tal cabreo que no se les ocurrió otra cosa que detener a mi hermano mayor y fusilarlo en la pared del cementerio. Mi madre lloró tanto que se le quedó para siempre cara de lágrimas. No recuerdo haberla visto reír nunca. Yo por entonces tenía un año, por lo que no me puedo acordar de nada. Sé que cuando volvió mi padre y se enteró de la noticia, no lloró. Se fue a la cantina y se emborrachó. Y no dejó de hacerlo hasta el día que murió. Creo que quería matarse pero no tuvo el valor para hacerlo. O, al contrario, tuvo el loco valor de suicidarse lentamente, sufriendo cada minuto en una agonizante penitencia por la muerte de su hijo, de la que se sentía culpable, aunque no fue él quien apretó el gatillo, desde luego. Total, que a base de borracheras diarias, fue perdiendo capacidad para el trabajo y se convirtió en un empleado itinerante, al que la gente le mandaba algún encargo que otro, más por pena que por otra cosa. Mi madre estaba tan cansada de todo que nunca le reprochó nada. Se quedaba callada, mirándolo con aquella cara de pena. Él, estaba tan amargado que se descargaba en ella. Le dió tremendas palizas. Pero mi madre no se quejó nunca. Lloraba en silencio, no gritaba ni un sólo ¡ay! Y eso enfurecía aún más a mi padre. Cuando se cansaba de azotarla, se sentaba en una silla de anea que tenía fuera, junto a la puerta, y, con dedos temblorosos, se liaba un cigarrillo. Ya ves, con este panorama no tuve más remedio que convertirme, años después, en el hombre de la casa. Con diez añitos. El problema es que siendo un niño no me pagaban como a un adulto. el dinero que llevaba a casa era siempre poco, a pesar de que trabajaba de sol a sol. Y a mi padre le parecía aún menos. ¡Esto es una mierda!, me decía. ¿A qué te dedicas? ¡A hacer el golfo por ahí, seguro! ¡Sinvergüenza!. Tras lo que venía un par de bofetadas y alguna que otra patada. Esa fue mi niñez. Miseria y hostias. Nunca aprendí lo que era el respeto, ni siquiera por mí mismo, por lo que no me resultó difícil hacer lo que hice después.
Sagunto calló mientras chupaba el hueso de una aceituna. Tenía el rostro congestionado. Se notaba que trataba de ordenar sus recuerdos y que ese proceso le hacía daño. Normal. ¡Me estaba haciendo daño a mí! Aunque no sé si por la crudeza de la historia o por el dolor de cabeza que se me estaba levantando. Aunque, siendo sinceros, la historia me estaba intrigando. ¿A dónde quería llegar a parar?
- A los catorce años había crecido más de lo normal. Entiéndeme, no en el sentido de ahora, sino en el de antes. Seguía canijo, como ahora, y enclenque. Pero estaba fibrado por el trabajo. Y en mi cara se había dibujado la expresión de un adulto, no de un chaval. Pronto descubrí el sexo y que las chicas se me rifaban. Yo era serio y escueto en palabras ("no como ahora", pensé yo) y eso impresionaba a las chicas, que me veían como a un hombre. Mira Manuel, al menos tuve ese consuelo. Creo que llegué a meter mano a casi todas las chavalas del pueblo. Pronto adquirí experiencia, por lo que me gané una fama de pequeño semental incluso en mujeres que podían haber sido mis madres. Y en otros individuos.
Sagunto se detuvo otra vez para comer otra oliva y beber un sorbo de cerveza. Yo me había acabado la mía, así que hice un gesto al camarero para que me trajera otra.
- Cuando tenía poco más de quince años recibí mi primera oferta. Era domingo, tras la misa. Nunca he sido muy creyente y creo que mentí en todas mis confesiones, pero era un pueblo pequeño y la presión del Movimiento se hacía notar. Hasta mi padre iba, a pesar de la resaca. Cuando volvíamos a casa, se nos acercó un criado del señorito De la Fuente. Los De la Fuente eran los reyes de la zona. Tenían un cortijo inmenso y varias casas en el pueblo y en pueblos cercanos. Algunos comentaban que sus contactos políticos llegaban directamente a Madrid. No me extrañaría nada porque el señor, Javier De la Fuente, fue el que ejecutó con su pistola al alcalde de la República. Un cabrón de mucho cuidado, amigo del obispo y militar retirado. Pues bien, el señor De la Fuente, a pesar de su fervoroso catolicismo (o quizá por él) tenía costumbres... un tanto... indecorosas. El tipo tenía una picha incontenible. No paraba de meterla donde pudiera, sin importarle sexo, raza, edad o confesión. Su hijo, Javierito, heredó de su padre (además de un fortunón) tan romántica costumbre. Con una salvedad: al señorito sólo le gustaban los hombres. Y a más jóvenes, mejor. Eran aficiones por todos conocidas que nadie osaba criticar, como puedes suponer. Por eso, cuando el criado le dijo a mi padre que el señorito quería verme para hablar de un trabajo, a mi padre le tembló el labio. Sé que no quería darle el permiso, que no dejaba de ser una humillación (otra más) porque sabía el significado de la palabra "trabajo"... Lo sabía él y lo sabía todo el pueblo. Supongo que no pudo decir que no. Negarse hubiera supuesto el destierro. Llevar la contraria a los caprichos del señorito, condenaba a no encontrar trabajo ni en el pueblo ni en los cercanos, por lo que sólo quedaba una salida: emigrar. Y supongo también que emigrar para nosotros, con dos críos, yo todavía un chaval y mi padre borracho no podía significar otra cosa que la muerte. Por lo que mi padre dijo: "Está bien, dile al señorito que mañana mismo le mando al muchacho." El criado se fue y mi padre agachó la cabeza. No se atrevió a mirarnos en todo el día. Por la tarde se emborrachó, como hacía siempre, pero no nos insultó ni pegó a nadie. Se pasó un buen rato sentado en su silla, tratando inútilmente de liar un cigarrillo, cayéndosele el tabaco constantemente. No lo puedo jurar, pero creo que, esa tarde, se le escapó una lágrima.
Al día siguiente, a eso de las ocho de la mañana, me presenté en el cortijo. El señorito no podía atenderme, debía esperar, me dijeron. Me tuvieron hasta las doce, de pie en una sala hasta que al señorito le vinieron las ganas de levantarse. Cuando entró en la habitación, venía en bata, con el pelo engominado y apestando a perfume. Me sonrió, se paseó alrededor mío y me preguntó cómo me llamaba.
- Sebastián Sagunto, señorito.
- Sebastián... mmm... un nombre bonito, muy bonito. Yyy... dime, Sebastián, ¿qué es lo que haces? ¿En qué trabajas?
- Trabajo con Antonio, el paleta, y su cuadrilla. Les ayudo en lo que puedo. Y en época de cosecha...
- Ya, ya me hago la idea. Un trabajo duro para un joven como tú, ¿no?
- Voy haciendo.
- ¿Y cuánto te pagan?
- Lo que pueden. Poco.
El señorito rió.
- Eres un chico prudente ¿verdad? Eso me gusta.
Se dió la vuelta y dándome la espalda mientras miraba un enorme cuadro de algún pariente suyo, encendió un cigarrillo. Le dió varias caladas, expulsando el humo de una forma sensual. Sin volverse ni mirarme dijo:
- ¿Y qué te parecería trabajar para mí... personalmente?
- Para eso estoy aquí.
Se giró y me miró sonriente. Con aquella sonrisa suya de gilipollas.
- Estás dispuesto a hacer cualquier cosa ¿verdad, pillín?
- Usté dirá...
Estaba asustado. Sólo tenía quince años y todavía había cosas que no acababa de entender. Como aquellos gestos suyos. Aquella oferta de trabajo. Aquella sonrisa estúpida. Aquella forma de mirarme...
- Espera aquí un momento, Sebastián...
Salió de la sala llamando a un criado. Cerró la puerta y me volví a quedar solo. Empecé a sudar, de puro nervio. Me dolían los pies y los riñones. Me sentía incómodo. No sabía qué hacer, qué decir ni qué pensar. Todavía no me había dicho para qué me quería . Y aquel suelo tan limpio...
Al cabo de unos minutos se presentó un criado. Venía con un paquete.
-Toma, esto es para tí. Dice el señorito que te vayas a casa, que te llamará cuando te necesite. No hace falta que vayas a trabajar a ningún sitio, que te ha contratado y que le lleves el paquete a tu padre como muestra de buena voluntad. Es tu primer sueldo.
Mi primer sueldo fue un jamón. Yo no sabía si botar de alegría o echarme a temblar. De todas maneras, salí corriendo hacia mi casa con el jamón fuertemente agarrado entre mis brazos. ¡Un jamón!


- ¿Sabes que hizo mi padre cuando me vió con el jamón?
- No.
- Me arreó una hostia.
- ¿?
- Sí, Manuel. Me dijo: "La próxima vez, traete dinero." Yo no lo comprendí entonces, aunque después entendí su reacción. Un querido, un amante, recibe regalos. Un... profesional, cobra. Y yo no era su amante. Ya que me iba a putear, al menos sacar el máximo provecho. Javierito era un tipo despreciable. Le odié todo el tiempo. Y aún le odio. Y creo que no dejaré de odiarle.
Volvimos a pedir cerveza. Era mi tercera y, con mi poca costumbre a beber, comenzaba a embriagarme. Se me había pasado el dolor de cabeza, me sentía a gusto y me gustaba la historia de Sagunto. Era como un culebrón decadente.
Sagunto siguió contando su historia. Parecía que le habían puesto pilas porque no paraba el tío. Me contó que, tras aquel día, siguieron muchos otros contactos. Al principio, espaciadamente. Una, dos, tres veces, como mucho, a la semana. Después, le instaló en una pequeña casa en un rincón del pueblo. En ocasiones pasaba varios días sin salir de allí. Por lo visto, la sed del señorito era insaciable. Le pagaba bien y le colmaba de pequeños regalos. Si en un principio sentía verdadero asco por las caricias de Javierito, luego se acostumbró. Tocarle y ser tocado, penetrarle y ser penetrado, se convirtieron en actos mecánicos desprovistos de cualquier tipode sentimiento. Se consolaba pensando que era mejor que matarse a trabajar dando paletadas de arena y cemento más grandes que su cuerpo. Ni que decir tiene que, gracias al maricón del señorito, convirtió en costumbre lo que antes era un lujo: comer caliente (y tres veces al día). El medio-crío Sebastián, en los años siguientes, creció bien. Bien asentado en el vicio. Porque para Sagunto, vicio era ponerse perfume y ropas caras mientras la mayoría de sus vecinos vestían de miseria. Acostarse con un hombre (doce años mayor que él). Fumar rubio. Beber wishky escocés. Y fugarse con su señorito varias veces al mes a algún prostíbulo de la capital. Aquellos prostíbulos suponían para Sebastián un oasis. Allí siempre encontraba la forma de librarse de la calentura de su Javierito (entretenido con algún chaval morenillo de ojos grandes) y demostrarse a sí mismo que era todavía un hombre, revolcándose con fulanas hasta el agotamiento.
Sagunto siguió quejándose de su mala vida y yo no paraba de beber cervezas. Perdí la cuenta mientras le oía hablar y hablar y hablar y hablar... Si bien seguía la historia, llegó un momento en que casi se convirtió en un murmullo, en discurso sinsentido, en una nana que me adormecía. Creo que si no hubiera sido por mis constantes idas al lavabo, me hubiera dormido encima de la mesa, con una botella en la mano, como los borrachos de las películas; o como Ramón, un vecino al que desahuciaron hace tiempo y al que se le puede ver en los bares del barrio, concentrado en matarse con vino peleón.
En un momento determinado del monólogo, Sagunto se levantó para ir al servcio. Por unos instantes, imaginé que podría pasarle lo mismo que me pasó a mí (la cisterna en la cabeza). Pero no. Pensé en marcharme, en dejarle allí mientras regresaba a casa... Pero no. Estaba cocido de cerveza y era tarde, tendría que llamar a Elisabeth... Pero no. Y tantos "peronoes" acabaron formado un mazo que me golpeó en plena cara. Aunque eso sería más tarde. Por ahora seguiría escuchando a Sagunto.
Por lo visto, las relaciones con el señorito, acabaron poco más de dos años después. Cuando comenzó, no hizo caso de las habladurías. Tiempo después, no podía soportarlo. De pequeño semental pasó a ser el maricón oficial. A su padre, de darle encargos por pena, para ayudarle, pasaron a despreciarle. A su madre, las vecinas la rechazaban (era casi una bajeza hablar con ella). Con sus hermanos se aplicó la ley del silencio. No tenían culpa de nada, pobrecillos, pero mejor no acercarse, por si manchan. Con dieciséis años, no se le ocurrió otra forma de huir de tanto desprecio que sumergirse aún más en su vida disoluta y gastar más dinero en regalos para la familia. Quizá así, rodeados de cosas, se olvidaran de un entorno que los negaba. Acabó dándose cuenta de que esa no era la forma y comenzó a ahorrar dinero para largarse del pueblo de una vez. Largarse con su familia dejando al señorito, a los odios, a las fulanas y a aquellas arcadas horribles que le estaba dando la vida.
Naturalmente, las cosas nunca salen como uno las planea. Su padre no quería irse. Tenía miedo de morir en otro sitio que no fuera aquel, donde fusilaron y enterraron a su hijo. Debía continuar su penitencia. A la madre, todo parecía darle igual, pero tampoco quería irse. Sagunto nunca sabrá si fue por gusto, por los mismos motivos que su padre, o simplemente por desgana. Sus hermanos eran aún muy pequeños, y él tenía apenas diecisiete años. Tuvo que irse solo. Una última cosa hicieron por él sus padres. Tenían família lejos, en una capital cerca del mar, donde se prometía encontrar trabajo, un trabajo no muy mal pagado pero sí digno, sobretodo digno. Se pusieron en contacto con la família y ésta no se opuso. Es más, lo recibirían encantados. Normal, llegaba con dinero. De todas formas, Sebastián prometió enviarles dinero cada mes, para que vivieran sin problemas, que él ya tenía bastante. Y, prometido esto, marchó para allá (mejor dicho, para acá.
Para cuando la historia de Sagunto había llegado a nuestra ciudad, estábamos ambos lo suficientemente borrachos como para comenzar a hacer chistes malos y a reirnos de tonterías. Sagunto empezó a bromear sobre las libidinosas costumbres de su (ex) señorito y su condición de efebo de postguerra. Yo reía de buena gana todas las guarradas que decía. Acabaron echándonos del bar, pero no piensen mal. Simplemente estaban cerrando y nosotros no parecíamos muy dispuestos a irnos. Así que, con toda la amabilidad que la situación permitía, nos invitaron a que fueramos a incordiar a otro lado, que ya era tarde.
Por supuesto, nos fuimos a otro lado. Y a otro, a otro, a otro... Fuimos probando bares de todo tipo (pubs, tabernas, de diseño, guarderías...) hasta que llegamos a un after-hours, a eso de las ocho de la mañana. Era un local que, a parte de abrir cuando los demás cerraban, estaba lleno, llenísimo, de un mariconeo apabullante. Supongo que eso le trajo malos recuerdos, porque Sebastián se puso a llorar como un desesperado. No teníamos apenas fuerzas, por lo que salimos como pudimos del local y, con mucha suerte por nuestra parte, encontramos taxi. Se había acabado la juerga por hoy. Oyendo llorar a Sagunto de aquella manera no pude remediar sollozar yo también. Lloré como un bebé, convulsionado por los hipos. Hicimos durante todo el trayecto un perfecto duo de lagrimeos y pucheros histéricos. El taxista nos miraba con gesto espantado. Despeinados, con la ropa arrugada, apestando a tabaco y a alcohol, no debíamos dar una buena impresión, ciertamente. El espectáculo finalizó cuando bajó Sagunto, despidiéndonos con promesas y juramentos de repetir la experiencia, que su historia no había acabado, que aún quedaba lo mejor.
 
CorinTorrado,08.01.2003
Mientras més te leo más me convenzo de tu brillantez narrativa. Tu historia es un carnaval de vida. Por lo fuerte, por lo real. Por un padre que vendió a su prole y luego le reprochó, por un hijo que vivió tan difícil situación. Lamentablemente son historias reales de nuestros días. Gracias por permitirme leerlo y me siento halagadísima de ello. Arreglaría una que otra frasesita (al principio), pero luego lo discutimos, por lo demas, es extraordinario. Colócalo en la principal. Besos.
 
verdana,12.01.2003
saludos a todos, aqui va este cuento que aunque no lo hice especialmente para el foro encaja perfecto. igual estoy terminando uno hecho especialmente para este foro. espero ponerlo pronto. saludos y espero que les guste


El Olvido


Por las noches en la casa se escucha a veces un golpe terrible, como si algo reventara contra la madera, arriba en el entretecho. No era muy frecuente, pero siempre que ocurría me quitaba el sueño. Justo cuando me empezaba a quedar dormida, el seco impacto me hacía abrir los ojos de un salto y mirar a mi alrededor, inmediatamente comenzaba a sentir el latir de mi corazón en mi oído izquierdo y aquel silencio nocturno, ese que parecen miles de grillos, ese silencio que no deja oír ni los pensamientos.

Desde que mi madre echo a papá me sentía insignificante ante esta espaciosa casa. Pero a diferencia de lo que esperaba, la mayoría de las cosas siguieron siendo igual. Yo me levantaba temprano para servirle el desayuno, tal y como a ella le gusta, aquel pan tostado solo por los bordes y con un poco de mantequilla, porque es mala para la salud. El café con más leche que azúcar o sino no puede conciliar el sueño en la siesta a media tarde. La comida la seguía preparando como le gustaba al papá, con los mismos aliños y salsas naturales que me tomaban horas preparar, pero todo fuese para no mal acostumbrar el paladar y para que éste no sintiera la ausencia del hombre de la casa.

La ropa la lavaba el sábado, y la colgaba a lo largo del patio en los tendederos, cuidando que los gatos vagabundos no la ensuciaran de nuevo. Por las noches ella comía poco, pero yo mucho menos que antes. Creo que incluso ya se me empezaba a notar un poco lo delgada que me estaba poniendo.
En las noches dejaba una vela encendida en el largo pasillo que llevaba hasta las dos piezas, en caso de que ella necesitara algo pudiera verlo con facilidad.
Mi cama quedaba justo frente a la puerta de la pieza, que daba a su vez al pasillo, desde aquí alcanzaba a ver hasta el otro extremo de la casa. Me era inevitable recordar cada vez que me despertaba, a mi padre en ese pasillo, con una sonrisa en su rostro y los brazos abiertos, caminando hacia mi.

El timbre de la casa hizo que me levantara, por fin el cartero nos tiro la correspondencia al patio, apresurada salí, pero aparte de cuentas y facturas no encontré nada importante, estaba esperando alguna noticia de mi papá, ya había pasado algún tiempo y no sabíamos nada de él. Mientras caminaba hacia adentro nuevamente vi a mi madre que me miraba por la ventana de la sala, ella sabía que me desilusionaba no recibir noticias del papá, pero yo tenía por seguro que a ella eso no le importaba mucho, sabía que no lo extrañaba para nada y que nunca quiso realmente siquiera escucharlo o dejarlo aclarar el mal entendido de esa otra supuesta mujer, antes de echarlo a la calle. Hace tiempo que me di cuenta que los únicos que lo extrañábamos éramos yo y esta casa que él mismo construyo.

Y como todas las noches me quedaba dormida, mirando hacia el pasillo de enfrente, vigilando tal vez, en caso de que mi padre en algún momento regresara y es que aunque a algunos le cueste creer, a pesar del os 29 años es difícil no ser afectada o siquiera pretender que la presencia de mi papá no me hace falta. Y en eso estaba, cuando lo escuche nuevamente, aquel golpe que venía de arriba. Mi madre tiene el sueño pesado y es posible que aunque el ruido fuese en su habitación no lo escuchara. Esta vez me sobresalto mucho, era como si la casa también se estuviera quejando de la ausencia de su creador.
No pude entonces soportarlo y motivada tanto por el temor o la curiosidad me puse mis sandalias y salí de la pieza. Tome la vela que dejaba por las noches en el pasillo y me pare en la mitad de éste, arriba mío estaba la entrada al entretecho. Me apresure y jale la cuerda que hacia bajar la escalera de subida y lentamente me dirigí a esa parte olvidada de la casa.

Subí despacio por la encorvada escalera y con la vela encendí una vieja lámpara que había cerca de la entrada, la que no alcanzaba a alumbrar todo el espacio, así que la tome y lleve conmigo. Llegue al final del entretecho, en donde había una pequeña ventana de esas circulares como la de los barcos de las películas. La poca luz que entraba por ella además de provocar sombras de seres inimaginables en la pared, dejaba ver a medias el cuerpo de un hombre, que yacía amarrado, pero cómodamente, en aquel rincón. Casi irreconocible bajo esa barba y esa cara un tanto demacrada. Pero sin duda era mi padre, seguía siendo él ante cualquier cosa.
Nuevamente recordé esos días tan lejanos ahora, juntos en el patio, corriendo y jugando entre las flores y los estacionarios árboles. Creo que estaba durmiendo, aunque me miro con los ojos entreabiertos y balbuceo algo inaudible. Le pedí disculpas por haber olvidado cerrar la ventana y como era costumbre ya, le di un beso de buenas noches y le acomode un poco la almohada y su cobija, para así irme a acostar, mañana tenía que empezar desde temprano el día y le prometí una vez más una de esas comidas divinas exactamente como a él le gustan.
 
megaisrael,25.05.2004
qiik
 
tania16,24.07.2004
mipitipiopomepevipiopolopomepequipieperopopmoporirpi sólo necesitaba decirlo
 
tania16,24.07.2004
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