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AnitaSol,20.07.2007
Lo que sigue es un texto del genial Roberto Fontanarrosa, el negro, que nos dejo ayer.

La Barrera
Un paso más atrás. Dos más atrás. Tres. Ahí está bien. Ya está la barrera formada. Una baldosa más acá. Un momento. Ante todo, sacar las cosas del arco. Hay botellas debajo de la pileta. Ya la otra vez cagó una. Y dos sifones. El blindado no es nada, pero el otro puede reventar, y los sifones revientan y los pedacitos de vidrio saltan y se meten en los ojos de uno. Bien juntas las macetas de la barrera. El arquero muy nervioso. Miguel Tornino frente al balón. Atención. El rubio Miguel Tornino frente al balón. Una mano en la cintura. La otra también. La mano sacándose el pelo de la frente. La transpiración de la frente. De los ojos. Hay silencio en el estadio. Es la siesta. Hasta el Negro se ha quedado quieto. Resignado a ser simple espectador de ese tiro libre de carácter directo que ya tiene como seguro ejecutor a Miguel Tornino, que estudia con los ojos entrecerrados el ángulo de tiro, el hueco que le deja la barrera, la luz que atisba entre la pierna derecha del recio mediovolante de la visita y la pata de portland de la maceta grandota del culantrillo. Un solo grito en el estadio: Miguel, Miguel. El público de pie ante ésta, la última oportunidad del Racing Club cuando sólo faltan dos minutos para que finalice el match. Habrá que apurarse antes de que vuelva a adelantarse la barrera o el Negro insista en morder la pelota y hacerla cagar como el otro día que la pinchó el muy boludo. Sonó el silbato. Habrá que pegarle de chanfle interno. La cara interna del pie diestro de Miguel Tornino, el pibe de las inferiores debutante hoy le dará al balón casi de costado, tal vez de abajo, con no mucha fuerza pero sí con satánica precisión para que ese fulbo describa una rara comba sobre la cabeza de los asombrados defensores, sobre el despeinado pirincho del helecho de la segunda maceta y se cuele entre el travesaño, el poste, el postrer manotazo de la lata de aceite Cocinero que se ha lucido hasta el momento. ¡Tiró Tornino...! y... se hizo mimbre en el aire el arquero ante el latigazo insólito de curva inesperada y con la punta de los dos dedos allá voló la lata a la mierda, carajo que ladra el Negro, sí mamá... sí la guardo... está bien... pero mirá vos cómo la viene a sacar este guacho.
 
kamel,20.07.2007
bERAN DOCE CONTRA DIEZ/b

A Roberto Fontanarrosa

Y no me van a decir que no es nada. No señor. Soy chileno, claro. No sé si estuve alguna vez en Rosario; creo que sí, pero no sabría decir cuándo con exactitud. Ni puta idea tengo de sus estadios, canallas y leprosos; pero ahí estaba riendo con el “19 de diciembre de 1971” escrito en ese argot tan divertido de los argentinos cuando hablan de fútbol. Divertido para el que lo lee de afuera, porque el fútbol no es un asunto para la chacota. No po. Se los dice un hincha de la UC que ha sufrido las mejores campañas del equipo, goleando a cuanto rival se nos ponga delante para al final del campeonato terminar como siempre, segundos. Pero no es el tema; no me saquen de lo que quiero decir: es una cosa seria eso de ir a la cancha los domingos como quien va a misa. Por ejemplo, mi viejo hacía las dos cosas. Al salir de misa cambiaba el rosario por la bandera de su club (me niego a nombrar al club ese) y rajaba al estadio. Siempre quiso que siguiera sus gustos y me llevó varias veces a las reuniones dobles en el Nacional. Mis recuerdos de esos años están teñidos de banderas de colores, serpentinas, papelitos y cáscaras de maní tostado. Y los cánticos de la barra, que hoy sonarían pueriles si se comparan con lo que dicen los barrabravas. Y claro, cuando el árbitro es un saquero, es un saquero en la década que quieran. Un hijo de puta es siempre un hijo de puta. Pero no me vengan con que los barrabravas alientan sanamente a su club. Esa no me la trago ni con aceite. No, tampoco iba a hablar de eso. Aunque tal vez sí iba a hacerlo: finalmente el fútbol es universal y por mucho que a veces, después de una derrota, uno piense que se trata sólo de veintidós pelotudos detrás de un balón mandados por un hijo de puta que viste de negro. El fútbol tiene eso que nos hace ilusionarnos, vivir la previa, escuchar las declaraciones y, como ayer, cantar el himno a todo pulmón como si uno estuviera allá en Canadá, seguir las jugadas, putear a los rivales y al árbitro. Todo para terminar con una borrachera de esas que hacen historia para celebrar el triunfo, o si es derrota (como ayer) acabar con la bandera metida en el culo pateando basureros y morder la rabia que dura unos cuantos días.

Pero seamos claros: ayer Argentina no podía perder: Ayer mismo (sí, ayer mismito), unas pocas horas antes del partido, les llegó un refuerzo desde arriba. El Negro, con su camiseta de Canalla asomaba entre las nubes para darle un empujoncito al balón. Y dicen que vieron a Inodoro y la Eulogia en el estadio allá en Toronto.
 
sara_eliana,20.07.2007
KAMEL, qué belleza, gracias, me has hecho caer las lágrimas.
 
CalideJacobacci,20.07.2007
Estas son algunas frases de los peronajes del GRAN NEGRO DE ROSARIO (ROBERTO FONTANARROSA)
Endijpué de tantos años, si tengo que elegir otra vez, la elijo a la Eulogia con los ojos cerrados. Porque si los abro elijo a otra".

- Dígame don Inodoro ¿usté está con la Eulogia por alguna promesa? -
- Mendieta, uno se deslumbra con la mujer linda, se asombra con la inteligente... y se queda con la que le da pelota.

- Vago no soy, quizá algo tímido para el esjuerzo.

- Estoy comprometido con mi tierra, casado con sus problemas y divorciado de sus riquezas.

- ¿Y usted cómo se gana la vida?
- ¿Ganar? ¡De casualidá estoy sacando un empate!

- ¿No andará mal de la vista, don Inodoro?
- Puede ser. Hace como tres meses que no veo un peso.

- ¿Por qué esta agresión gratuita?
- ¡Si quiere se la cobro!

- El pingüino es monógamo.
- ¿Y por qué cree que le dicen Pájaro Bobo?

- Con la verdá no ofendo ni temo. Con la mentira zafo y sobrevivo, Mendieta.

- La historia lo juzgará. Pero tiene el mejor de los abogados: el olvido.

- Eso de "hasta que la muerte los separe" es una incitación al asesinato.

- Acepto que la Eulogia es fulera, pero es de las que demuestran la beyeza por el absurdo.

- Usté no está gorda, Eulogia. Es un bastión contra la anorexia apátrida.

- ¿Puede una persona disaparecer de a pedazos? Porque a la Eulogia le desapareció la cintura.

- Pereyra, míreme a la cara.
-¿Por qué este castigo, Eulogia? ¿Por qué tanta crueldá?

- La Eulogia es, de lejos, la mejor prienda que conocí en mi vida.
Bien lejos... 20, 30 kilómetros.
De cerca es así, jodida...

- La Eulogia es una santa. No como mi cuñada que sufre el Síndrome de la Abeja Reina. Se cree una reina y es un bicho.

- A veces la picardía crioya es sólo desesperación, Mendieta.

- Ahura hay fertilización asistida. Vea el caso de la señora del viejo Aredes. Quedó embarazada. En el pueblo se comenta que al viejo lo ayudaron.

- ¡Mire esta vaca, Serafín!
Musa inspiradora de miles de composiciones escolares...
Y ahora es acusada de traficante de colesterol por el naturismo apátrida! Nos da su leche, su carne, su cuero.
¡Lo quiero ver a usté haciéndose una campera de zapayitos!

- La muerte nivela a güenos y malos, don Inodoro. Lo malo es que nivela pa' bajo.

- No tenemos que copiar las cosas malas de ajuera, Lloriqueo.
¡Nosotros tenemos que crear nuestras propias cosas malas!

- Estuvo divertido el pesebre viviente este año, Mendieta.
- Bien la vaca. Algo sobreactuado el burro.

- Soy crítico meteorológico, señor. La tormenta de anoche. "Floja iluminación de los relámpagos, yuvia repetida, escenografía pobre y pésimo sonido de los truenos en otro fiasco de esta puesta en escena de Tata Dios.Una típica propuesta de verano, liviana, pasatista, para un público poco exigente".

- ¡No me diga que va a barrer, Pereyra! ¡La última tarea doméstica que hizo jué doblar una serviyeta!

Yo no quiero ser irrespetuoso, Eulogia, pero lo que ha hecho Tata Dios con usté es abuso de autoridá.
 
CalideJacobacci,20.07.2007
Puto el que lee esto (Texto de Fontanarrosa)


Nunca encontré una frase mejor para comenzar un relato. Nunca, lo juro por mi madre que se caiga muerta. Y no la escribió Joyce, ni Faulkner, ni Jean-Paul Sartre, ni Tennessee Williams, ni el pelotudo de Góngora.
Lo leí en un baño público en una estación de servicio de la ruta. Eso es literatura. Eso es desafiar al lector y comprometerlo. Si el tipo que escribió eso, seguramente mientras cagaba, con un cortaplumas sobre la puerta del baño, hubiera decidido continuar con su relato, ahí me hubiese tenido a mí como lector consecuente. Eso es un escritor. Pum y a la cabeza. Palo y a la bolsa. El tipo no era, por cierto, un genuflexo dulzón ni un demagogo. “Puto el que lee esto”, y a otra cosa. Si te gusta bien y si no también, a otra cosa, mariposa. Hacete cargo y si no, jodete. Hablan de aquel famoso comienzo de Cien años de soledad, la novelita rococó del gran Gabo. “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento...” Mierda. Mierda pura. Esto que yo cuento, que encontré en un baño público, es muy superior y no pertenece seguramente a nadie salido de un taller literario o de un cenáculo de escritores pajeros que se la pasan hablando de Ross Macdonald.
Ojalá se me hubiese ocurrido a mí un comienzo semejante. Ese es el golpe que necesita un lector para quedar inmovilizado. Un buen patadón en los huevos que le quite el aliento y lo paralice. Ahí tenés, escapate ahora, dejá el libro y abandoname si podés.
No me muevo bajo la influencia de consejos de maricones como Joyce o el inútil de Tolstoi. Yo sigo la línea marcada por un grande, Carlos Monzón, el fantástico campeón de los medio medianos. Pumba y a la lona. Paf... el piñazo en medio de la jeta y hombre al suelo. Carlitos lo decía claramente, con esa forma tan clara que tenía para hablar. “Para mí el rival es un tipo que le quiere sacar el pan de la boca a mis hijos.” Y a un hijo de puta que pretenda eso hay que matarlo, estoy de acuerdo.
El lector no es mi amigo. El lector es alguien que les debe comprar el pan a mis hijos leyendo mis libros. Así de simple. Todo lo demás es cartón pintado. Entonces no se puede admitir que alguien comience a leer un libro escrito por uno y lo abandone. O que lo hojee en una librería, lea el comienzo, lo cierre y se vaya como el más perfecto de los cobardes. Allí tiene que quedar atrapado, preso, pegoteado. “Puto el que lee esto.” Que sienta un golpe en el pecho y se dé por aludido, si tiene dignidad y algo de virilidad en los cojones.
“Es un golpe bajo”, dirá algún crítico amanerado, de esos que gustan de Graham Greene o Kundera, de los que se masturban con Marguerite Yourcenar, de los que leen Paris Review y están suscriptos en Le Monde Diplomatique. ¡Sí, señor –les contesto–, es un golpe bajo! Y voy a pegarles uno, cien mil golpes bajos, para que me presten atención de una vez por todas. Hay millones de libros en los estantes, es increíble la cantidad alucinante de pelotudos que escriben hoy por hoy en el mundo y que se suman a los que ya han escrito y escribirán. Y los que han muerto, los cementerios están repletos de literatos. No se contentan con haber saturado sus épocas con sus cuentos, ensayos y novelas, no. Todos aspiraron a la posteridad, todos querían la gloria inmortal, todos nos dejaron los millones de libros repulsivos, polvorientos, descuajeringados, rotosos, encuadernados en telas apolilladas, con punteras de cuero, que aún joden y joden en los estantes de las librerías. Nadie decidió, modesto, incinerarse con sus escritos. Decir: “Me voy con rumbo a la quinta del Ñato y me llevo conmigo todo lo que escribía, no los molesto más con mi producción”, no. Ahí están los libros de Molière, de Cervantes, de Mallea, de Corín Tellado, jodiendo, rompiendo las pelotas todavía en las mesas de saldos.
Sabios eran los faraones que se enterraban con todo lo que tenían: sus perros, sus esposas, sus caballos, sus joyas, sus armas, sus pergaminos llenos de dibujos pelotudos, todo. Igual ejemplo deberían seguir los escritores cuando emprenden el camino hacia las dos dimensiones, a mirar los rabanitos desde abajo, otra buena frase por cierto. “Me voy, me muero, cagué la fruta –podría ser el postrer anhelo–. Que entierren conmigo mis escritos, mis apuntes, mis poemas, que total yo no estaré allí cuando alguien los recite en voz alta al final de una cena en los boliches.” Que los quemen, qué tanto. Es lo que voy a hacer yo, téngalo por seguro, señor lector. Millones de libros, entonces, de escritores importantes y sesudos, de mediocres, tontos y banales, de señoras al pedo que decidían escribir sus consejos para cocinar, para hacer punto cruz, para enseñar cómo forrar una lata de bizcochos. Pelotudos mayores que dedicaron toda su vida, toda, al estudio exhaustivo de la vida de los caracoles, de los mamboretás, de los canguros, de los caballos enanos. Pensadores que creyeron que no podían abandonar este mundo sin dejar a las generaciones futuras su mensaje de luz y de esclarecimiento. Mecánicos dentales que supusieron urgente plasmar en un libro el porqué de la vital adhesividad de la pasta para las encías, señoras evolucionadas que pensaron que los niños no podrían llegar a desarrollarse sin leer cómo el gnomo Prilimplín vive en una estrella que cuelga de un sicomoro, historiadores que entienden imprescindible comunicar al mundo que el duque de La Rochefoucauld se hacía lavativas estomacales con agua alcanforada tres veces por día para aflojar el vientre, biólogos que se adentran tenazmente en la insondable vida del gusano de seda peruano, que cuando te descuidás te la agarra con la mano.
Allí, a ese mar de palabras, adjetivos, verbos y ditirambos, señores, hay que lanzar el nuevo libro, el nuevo relato, la nueva novela que hemos escrito desde los redaños mismos de nuestros riñones. Allí, a ese interminable mar de volúmenes flacos y gordos, altos y bajos, duros y blandos, hay que arrojar el propio, esperando que sobreviva. Un naufragio de millones y millones de víctimas, manoteando desesperadamente en el oleaje, tratando de atraer la atención del lector desaprensivo, bobo, tarado, que gira en torno a una mesa de saldos o novedades con paso tardío, distraído, pasando apenas la yema de sus dedos innobles sobre la cubierta de los libros, cautivado aquí y allá por una tapa más luminosa, un título más acertado, una faja más prometedora. Finge. El lector finge. Finge erudición y, quizás, interés. Está atento, si es hombre, a la minita que en la mesa vecina hojea frívolamente el último best-seller, a la señora todavía pulposa que parece abismarse en una novedad de autoayuda. Si es mujer, a la faja con el comentario elogioso del gurú de turno. Si es niño, a la musiquita maricona que despide el libro apenas lo abre con sus deditos de enano.
Y el libro está solo, feroz y despiadadamente solo entre los tres millones de libros que compiten con él para venderse. Sabe, con la sabiduría que le da la palabra escrita, que su tiempo es muy corto. Una semana, tal vez. Dos, con suerte. Después, si su reclamo no fue atractivo, si su oferta no resultó seductora, saldrá de la mesa exclusiva de las novedades VIP diríamos, para aterrizar en algún exhibidor alternativo, luego en algún estante olvidado, después en una mesa de saldos y por último, en el húmedo y oscuro depósito de la librería, nicho final para el intento fracasado. Ya vienen otros –le advierten–, vendete bien que ya vienen otros a reemplazarte, a sacarte del lugar, a empujarte hacia el filo de la mesa para que te caigas y te hagas mierda contra el piso alfombrado.
No desaparecerá tu libro, sin embargo, no, tenelo por seguro. Sea como fuere, es un símbolo de la cultura, un icono de la erudición, vale por mil alpargatas, tiene mayor peso específico que una empanada, una corbata o una licuadora. Irá, eso sí, con otros millones, al depósito oscuro y maloliente de la librería. No te extrañe incluso que vuelva un día, como el hijo pródigo, a la misma editorial donde lo hicieron. Y quede allí, al igual que esos residuos radioactivos que deben pasar una eternidad bajo tierra, encerrados en cilindros de baquelita, teflón y plastilina para que no contaminen el ambiente, hasta que puedan convertirse en abono para las macetas de las casas solariegas.
De última, reaparecerá de nuevo, Lázaro impreso, en la mano de algún boliviano indocumentado, junto a otros dos libros y una birome, como oferta por única vez y en carácter de exclusividad, a bordo de un ómnibus de línea o un tren suburbano, todo por el irrisorio precio de un peso. Entonces, caballeros, no esperen de mí una lucha limpia. No la esperen. Les voy a pegar abajo, mis amigos, debajo del cinturón, justo a los huevos, les voy a meter los dedos en los ojos y les voy a rozar con mi cabeza la herida abierta de la ceja.
“Puto el que lee esto.”
John Irving es una mentira, pero al menos no juega a ser repugnante como Bukowski ni atildadamente pederasta como James Baldwin. Y dice algo interesante uno de sus personajes por ahí, creo que en El mundo según Garp: “Por una sola cosa un lector continúa leyendo. Porque quiere saber cómo termina la historia”. Buena, John, me gusta eso. Te están contando algo, querido lector, de eso se trata. Tu amigo Chiquito te está contando, por ejemplo en el club, cómo al imbécil de Ernesto le rompieron el culo a patadas cuando se puso pesado con la mujer de Rodríguez. Vos te tenés que ir, porque tenés que trabajar, porque dejaste la comida en el horno, o el auto mal estacionado, o porque tu propia mujer te va a armar un quilombo de órdago si de nuevo llegás tarde como la vez pasada. Pero te quedás, carajo. Te quedás porque si hay algo que tiene de bueno el sorete de Chiquito es que cuenta bien, cuenta como los dioses y ahora te está explicando cómo el boludo de Ernesto le rozaba las tetas a la mujer de Rodríguez cada vez que se inclinaba a servirle vino y él pensaba que Rodríguez no lo veía. No te podés ir a tu casa antes de que Chiquito termine con su relato, entendelo. Mirás el reloj como buen dominado que sos, le pedís a Chiquito que la haga corta, calculás que ya te habrá llevado el auto la grúa, que ya se te habrá carbonizado la comida en el horno, pero te quedás ahí porque querés eso que el maricón de John Irving decía con tanta gracia: querés saber cómo termina la historia, querido, eso querés.
Entonces yo, que soy un literato, que he leído a más de un clásico, que he publicado más de tres libros, que escribo desde el fondo mismo de las pelotas, que me desgarro en cada narración, que estudio concienzudamente cómo se describe y cómo se lee, que me he quemado las pestañas releyendo a Ezra Pound, que puedo puntuar de memoria y con los ojos cerrados y en la oscuridad más pura un texto de setenta y ocho mil caracteres, que puedo dictaminar sin vacilación alguna cuándo me enfrento con un sujeto o con un predicado, yo, señores, premio Cinta de Plata 1989 al relato costumbrista, pese a todo, debo compartir cartel francés con cualquier boludo. Mi libro tendrá, como cualquier hijo de vecino, que zambullirse en las mesas de novedades junto a otros millones y millones de pares, junto al tratado ilustrado de cómo cultivar la calabaza y al horóscopo coreano de Sabrina Pérez, junto a las cien advertencias gastronómicas indispensables de Titina della Poronga y las memorias del actor iletrado que no puede hacer la O ni con el culo de un vaso, pero que se las contó a un periodista que le hace las veces de ghost writer. Y no estaré allí yo para ayudarlo, para decirle al lector pelotudo que recorre con su vista las cubiertas con un gesto de desdén obtuso en su carita: “Éste es el libro. Éste es el libro que debe comprar usted para que cambie su vida, caballero, para que se le abra el intelecto como una sandía, para que se ilustre, para que mejore su aliento de origen bucal, estimule su apetito sexual y se encame esta misma noche con esa potra soñada que nunca le ha dado bola”.
Y allí estará la frase, la que vale, la que pega. El derechazo letal del Negro Monzón en el entrecejo mismo del tano petulante, el trompadón insigne que sacude la cabeza hacia atrás y hacia adelante como perrito de taxi y un montón de gotitas de sudor, de agua y desinfectante que se desprenden del bocho de ese gringo que se cae como si lo hubiese reventado un rayo. “Puto el que lee esto.” Aunque después el relato sea un cuentito de burros maricones como el de Platero y yo, con el Angelus que impregna todo de un color malva plañidero. Aunque la novela después sea la historia de un seminarista que vuelve del convento. Aunque el volumen sea después un recetario de cocina que incluya alimentos macrobióticos.
No esperen, de mí, ética alguna. Sólo puedo prometerles, como el gran estadista, sangre, sudor y lágrimas en mis escritos. El apetito por más y la ansiedad por saber qué es lo que va a pasar. Porque digo que es puto el que lee esto y lo sostengo. Y paso a contarles por qué lo afirmo, por qué tengo autoridad para decirlo y por qué conozco tanto sobre su intimidad, amigo lector, mucho más de lo que usted nunca hubiese temido imaginar. Sí, a usted le digo. Al que sostiene este libro ahora y aquí, el que está temiendo, en suma, aparecer en el renglón siguiente con nombre y apellido. Nombre y apellido. Con todas las letras y hasta con el apodo. A usted le digo.

Roberto Fontanarrosa

 
torovoc,20.07.2007
>A media asta las gomas "Dos Banderas"<
Así lo vaticinó el Negro y así se titula el foro (aquí mismo en ensayos y comentarios) con el que lo homenajeamos roxanaconequis y yo. Nos extrañó que no hayan identificado la frase. Pero como sea, el pesar flota por doquier y loscuentos.net, obviamente, lo manifiesta desde su corazón que es el corazón de todos
 
aurelio,20.07.2007
Es primera vez que leo textos de Fontanarrosa y creanme que es impresionante su lenguaje florido. Me pregunto si era igual en la vida real?
 
luchochago,20.07.2007
Se fue un grande
.....

lamentable muerte
 
sara_eliana,20.07.2007
Dejé un texto muy bueno en el otro foro "A media asta las gomas dos banderas"
 
montevideana,21.07.2007
Alguien dijo: Miren hacia arriba,seguramente, el Negro,ya está dibujando, en la primer nube que se le cruzó.
 
quenickpelotudotenes,21.07.2007
Quizá los intelectuales seudo eruditos se espanten por lo que voy a decir: Fontanarrosa es uno de los mejores cuentistas que dio el país. Así es y nunca cambiará.
 
CHICHIKOV,21.07.2007
Llegaste tarde, nano vanguardista.
Hace más de diez años que todos los intelectuales seudo eruditos vienen diciendo lo mismo.
 
quenickpelotudotenes,21.07.2007
Me ganaron de mano por cuestiones de tiempo. Los muy hijos de puta lo dijeron hace diez años atrás porque sabían que yo tenía nueve y que ni siendo un geniecito como el rimbó lo iba a poder decir.
Si era un Borges quizá sí, pero sus cuentos con tantas evocaciones a grecia me resultan de imposible lectura. Y le digo a otra cosa mariposa. Cuando sepas bien de grecia, nano, leélo como hacen todos sus fanáticos borgeanos que lo leen y lo entienden. Todos. Todos lo entienden.

"Pero Fontanarrosa es el mejor cuentista argentino, por encima de Filloy, de Borges, de Cortázar, de Puig o de cualquier renovador del lenguaje". Derian Passaglia
 
Vogelfrei,21.07.2007
PUEDE que el cuerpo haya muerto, pero el alma es inmortal, el legado... vaya un buen trago en tu memoria.
 
ccccronopio,04.08.2007
«"Pero Fontanarrosa es el mejor cuentista argentino, por encima de Filloy, de Borges, de Cortázar, de Puig o de cualquier renovador del lenguaje". Derian Passaglia». Leandro Rodriguez Jáuregui
 
quenickpelotudotenes,04.08.2007
Plagiar a los plagiaros
 



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