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robosar,21.09.2007
“I´m a barbie girl, in a barbie world
Life in plastic, it´s fantastic.
you can brush my hair, undress me everywhere.
Imagination, that is your creation. “

Barbie Girl: Aqua



Alamiro Matamala aguardaba desde las sombras de su mediocridad el momento propicio para dejarse caer. Si, como dicen, la ocasión hace al ladrón, en este caso era más o menos lo mismo. Matamala: un rústico campesino de treinta y tantos años abatido por la mácula del alcoholismo, apacentaba entre sus manos un blanco montículo de polvo arrebatado desde el fondo del baúl que guardaba el peculio semanal de la peonada del fundo en el galpón de las provisiones.
En las largas jornadas de la siega un atolondrado Matamala hurgaba entre los desperdicios de la cosecha. “¡-Mierda-!”, exclamaba de continuo ya que su constante desvarío le descomponía el cuerpo precipitándose de bruces contra el suelo. Decúbito en el barrial de su miseria, Alamiro oteaba con enormes ojos de lechuza trasnochada los insondables cercados de su infortunio; pero aquel ensimismamiento circunstancial se diluía abruptamente cuando el borboritar de su sangre se precipitaba chorreándose copiosamente desde su rostro amoratado.
De forma cada vez más frecuente estas vicisitudes le desbarataban los planes. En efecto, no tomar parte en la siega lo descartaba de plano de la fila del pago del jornal. En más de una ocasión, Matamala había logrado burlar la estrecha vigilancia de Toloza (el capataz del fundo), y colándose entre la hilera esperaba silencioso y confiado el estipendio que extinguiera su hambre y encendiera su dipsomanía. Pero lejos de burlar el estricto proceso del pago del jornal, las visibles huellas de su alucinado estado hacían poco menos que imposible sobrellevar la farsa.
Delante del tesorero un tufo maloliente que manaba involuntariamente de su boca golpeaba como un pesado guante. La frase del tesorero:“¡Méeeh…, qué tái haciendo de nueo por acá, desvergonzáo e m..!” lo volvía a su triste realidad, y como un pesado saco de papas era lanzado a través del aire tibio de la tarde por la fuerza ciclónica de cuatro peones que, después de ver cómo Matamala de deshacía en una serie de imprecaciones y amenazas, lo agarraban por la espalda, lo inclinaban en ángulo agudo y con un encono de matarifes descargaban un sartal de patadas estrellándose certeras y rudas contra el magro volumen de sus glúteos.

A pesar de sus malas rachas, su espíritu indomable, pero, sobre todo, las tremendas ganas de conseguir su sustento, lo empujaban con más entusiasmo que eficacia a tratar de enmendar su mala fortuna.

Ahora, por un segundo, hagamos un esfuerzo de concentración y veamos qué hay más allá de las sombras que se dibujan a la distancia…
En el fundo “La querencia” (que es como se llama la parcela donde transcurre esta historia) hay hacia el sur una hilera de árboles frutales y frondosas matas de zarzamora. Por aquél rincón asoma lentamente la silueta titubeante de una sombra. Desde el fondo de la propiedad, el sigiloso espectador otea hacia el galpón que guarda el fruto de la labranza; pero no es el granuloso contenido de los sacos lo que atiza su interés sino el enorme cofre de madera que alberga la liquidación de los jornales.
Agazapado entre las penumbras, Matamala arremete cual guarén marrullero entre los intersticios del portón de madera colándose hacia el interior. Después se mete la mano al bolsillo, y extrayendo un rústico adminículo metálico que oficia de ganzúa, comienza a forzar el cerrojo.
Tras muchos minutos de labor, Matamala da un fuerte golpe haciendo saltar resortes, seguros y remaches doblegando el férreo mecanismo de seguridad. Una llamarada fulgura por un instante en sus ojos vidriosos: cualquiera diría que es a causa de su ansiedad desbocada, pero quien mejor lo conoce intuye que detrás de su expresión bobalicona se esconde el hálito de su perniciosa costumbre.
Fuera como fuere, la sola contemplación de los caudales dispuestos a su libre albedrío inunda a su alma de contento. Matamala sabe que aquellos recursos económicos, exorbitantes en comparación a sus escuálidas posesiones (las que se reducen a un mísero rancho de bejuco, un famélico rocín de cuatro pelos y un quiltro pulgoso), es la oportunidad más que ideal para cumplir todos y cada uno de sus ensueños.
De pronto un deslumbramiento fugaz en la mente del beodo comienza a elucubrar las fantasías más extrañas y descabelladas. La primera imagen que, cual mariposa inquieta, logra posarse sobre los frágiles pétalos de su desvarío, es la de un viaje astral a través de un cielo azulino cubierto de enormes nubes arreboladas. En el vórtice de aquél paisaje onírico despunta un inmenso gollete de botella copándolo todo. De pronto una explosión hídrica que irrumpe violentamente desde su interior arroja sendos esputos sobre el manto sideral de su inconsciente: Matamala sueña despierto, Matamala se siente feliz en su sueño etéreo.
En pleno éxtasis puede, Matamala, percatarse de un detalle. A pesar de su caricaturesca representación, un exhaustivo análisis de su psiquismo (consideración hecha sobre un marco teórico, imposible de verificar en breves líneas) deja entrever un dejo de viveza en medio de su retraimiento, pues en un instante de agudeza perceptiva, Matamala dirige su mirada hacia el fondo más recóndito de la caja de fondos: mayúscula es su sorpresa al ver entre los fajos de billetes un blanco paquete cuyo misterioso contenido pone en jaque a su curiosidad.
Desembarazándose de su torpe expresión, Matamala coge a toda prisa el extraño envoltorio, hurga rápidamente en su interior y luego, extrayendo desde el fondo el misterioso contenido acerca un puñado hacia la luz opaca de la luna que se cuela entre las rendijas del cobertizo: “¡¿Qué chu...?!”, pronuncia inocente al percatarse que aquello que tiene entre sus manos es ni más ni menos que el blanco polvo cuya denominación de origen está inscrito desde siempre en un espacio totalmente vedado a su conocimiento: clorhidrato de cocaína.
Matamala, hombre de campo, y por ello mismo, desconocedor de las realidades urbanas, es impulsado por un instinto que subyace en las fibras de su impertinencia y llevando la dudosa sustancia hasta sus narices, aspira con la desproporción propia de su índole los minúsculos fragmentos de aquel pérfido montículo…








Belarmino Toloza

Belarmino Toloza desde su primer gemido de recién nacido llevaba inscrito el signo trágico de su mala estofa. Aquello lo supo su madre al tercer mes de embarazo cuando la luna, silenciosa y caprichosa, se atravesó en la amplia avenida sideral del astro rey, en el eclipse más nefasto de cuantos el siglo había tenido ocasión de presenciar: aquel día selló para siempre el destino de Toloza con la oscura mácula de un lunar pudibundo y peludo estampado a fuego en las estribaciones de su rabadilla.
Retraído y torpe, imaginativo aunque poco emprendedor, Toloza creció bajo el peso de su vergonzoso estigma haciéndole poco menos que imposible mantener, o al menos amagar, algún grado de aproximación hacia las féminas. A veces lograba algún acercamiento pero generalmente a base de monosílabos y sólo cuando alguna pretendida lo interpelaba con preguntas pedestres. Ante tales circunstancias la llama de su pudor encendía sus mejillas y sus nervios le destemplaban el cuerpo ya que si bien en un primer momento Toloza lograba algún grado de intimidad, el peso de su realidad iba difuminando poco a poco su fantasía, imposibilitándole ir más allá en lo tocante a su sexualidad. Por lo demás, todo esto lo llevó a un interés desmesurado por los libros y la cultura, única forma de menguar tamaño complejo. Quizás valga la pena recordar este peculiar asunto como un preámbulo de su personalidad; pero con todo, no es un justificativo para dejar de reconocer que Toloza, intrínsecamente hablando, era un ser definitivamente repugnante. De mirar desconfiado, de ademanes calculados, pródigo en asechanzas y pobrísimo en afectos, Toloza era, con todo, el ser más perverso y odiado de cuantas haciendas, parcelas y predios conformaban aquellos remotos parajes.

Su vida giraba en torno a la parcela y a sus funciones de capataz. Su patrón, empantanado en los contubernios de la vida delictiva, había investido a Toloza de un poder omnímodo para que administrara sus extensos dominios. A la luz de dicha relación, fundada en oscuras conveniencias y ocultos procedimientos, Toloza ejercía una especie de tiranía sin contrapeso que hacía imposible cualquier protesta de la peonada, y mucho menos cualquier asonada que entorpeciera la aparente tranquilidad y falsa inocencia que reinaba en las labores del predio.
Ajeno a estas consideraciones, Matamala había traspuesto los límites de la prudencia aquella noche al aventurarse al interior de la parcela. Tan pronto como Matamala hubo ingresado, Toloza, cual sigilosa fiera, husmeaba desde un rincón. Aguardó a que el intruso abriera la caja de fondos. Tras unos minutos de cuidadosa espera, una especie de sevicia lo recorrió entero ya que en el más absoluto silencio y guarecido por la penumbra, el capataz aguardaba el instante preciso para descargar los dos cartuchos de su escopeta de dos cañones que apuntaba hacia el ladrón de marras.
En tanto, Matamala, cual inocente criatura, dejábase arrastrar por su curiosidad. Después de aspirar con profusión aquel extraño polvillo, unos irreprimibles deseos de estornudar se apoderaron de él. Aunque borracho y poco consciente de sus actos, Matamala conservaba aún algún vestigio de cordura ya que sabía que una exhalación violenta de sus flemas en medio de la noche convocaría la presencia del capataz.
Para evitar lo anterior, Matamala aguanta la respiración, se lleva las manos a la boca y haciendo acopio de todas sus fuerzas, desvía el curso de su pujanza a través de sus intestinos vaciándose lenta y ruidosamente a través de su cavidad rectal.
Una centésima de segundo antes, Toloza presiona el gatillo de su escopeta pero ante la embarazosa escena protagonizada por el fisgón, Toloza no puede menos que sonreír. En efecto, Toloza sonríe y de buena gana, pero lo que más jocosidad le causa no es la impúdica tronada del intruso, sino la anodina expresión de su rostro, la indefinible mueca de desagrado, porque tras su sufrido esfuerzo, Matamala descubre que se ha cagado en los pantalones.


¿Qué extrañas motivaciones llevaron a Toloza a despojarse de su estola de perversidad para no descerrajar de una vez la descarga de mala intención que contenían sus perdigones? ¿Es que acaso era posible, literalmente narrando, que en un arranque de inspiración mística, Toloza hubiese encontrado las vías de Zarathustra?
Desde las penumbras, pues, Toloza contemplaba la escena haciendo afanosos esfuerzos para que sus risas no se hicieran oír. Tan pronto como Matamala se percató de la magnitud de su desastre, la necesidad acuciante de despojarse de sus pantalones le hizo perder el equilibrio, cayendo decúbito contra la fría superficie del granero.
Lejos de aminorar sus risas, el descalabro del alicaído asaltante terminó por derribar la propia compostura de Toloza, quien preso de una inmensa algazara se desgañitó en una risa descomunal.
Obviamente aquél bramido chusco cayó como una pesada piedra sobre el atolondrado Matamala. Antes que pudiera concretar la limpieza de sus maculados pantalones, un violento espasmo de apoderó de él, y al tornar la vista, encontró de lleno la amenaza inminente de la escopeta que lo apuntaba.
Cuando amainaron las risotadas del intimidador, un denso silencio, pero sobre todo un hedor difícil de describir, inundaron el ambiente. Frente a frente, Toloza y Matamala se auscultaban con detenimiento. Mientas Toloza apuntaba a su víctima, un dejo de malicia se dibujaba en sus ojos; Matamala, en cambio, lo miraba de soslayo, sosteniendo entre sus manos el pantalón embadurnado con su propia caca.
Matamala permanecía estático y el silencio opresivo que reinaba en el recinto agravaba aún más los latidos de su corazón. De pronto, en un arranque súbito de impulsividad, Matamala no pudo evitar mascullar la palabra que resumía la gravedad de su situación:
-¡Cagué!- Se dijo, en un postrer acto de resignación.
No obstante llevado por quién sabe qué motivos, Toloza bajó su escopeta. Caminó lentamente hacia donde estaba Matamala observándolo con un extraño brillo en sus ojos. Se detuvo, cogió el paquete que estaba tirado en el suelo, dio media vuelta y dirigiéndose a Matamala, le ordenó:
-Ven, sígueme-.
Matamala, recuperándose del tremendo susto no tuvo más remedio que obedecerle, aunque no dejaba de preguntarse cómo diablos Toloza no lo había hecho trizas a escopetazos. Se dirigieron, pues, hacia el fondo del granero. Toloza caminaba rápidamente y Matamala lo seguía con sigilo. Finalmente llegaron hasta el sótano. El capataz abrió la puerta que sellaba el acceso a la bodega, esperó a que el asustadizo Matamala ingresara primero, y luego, dando un enorme portazo tras de sí, desapareció por la puerta.


El sótano

Toloza había hecho de aquel lóbrego lugar su único habitáculo en el mundo. Era estrecha y sucia, y estaba débilmente iluminada. Los muebles estaban en un estado calamitoso y las telarañas lo cubrían todo. Pero en un rincón de la pieza se destacaba por su pulcritud un magnífico equipo musical estereofónico empotrado sobre una bellísima mesa de mármol. Matamala, en tanto, no dejaba de sentirse extraño y confundido.


De pronto Toloza abrió el paquete que tenía entre sus manos y metiendo la nariz en la bolsa aspiró con profusión. Repitió la maniobra unas cuatro o cinco veces y después de unos minutos, un enérgico temblor de sus músculos lo lanzó violentamente contra el piso.
Toloza echado sobre sus espaldas giraba y se retorcía como un insecto moribundo. Se arrastraba a uno y otro lado de la pieza impulsándose con sus piernas lanzando frenéticos escupitajos que salían desde su garganta confundidos con estentóreos aullidos que lanzaba con el rostro amoratado. Desde un rincón Matamala observaba atónito los furibundos desplazamientos del capataz que no cesaba de moverse como un poseído. De pronto un profundo escalofrío se apoderó de Matamala al ver la expresión horrorizada de Toloza mirándole con los ojos completamente blancos. Matamala hacía esfuerzos sobrehumanos para huir de aquella habitación de lo que él creía era ni más ni menos que un acto de posesión demoníaca.
En medio de aquellas elucubraciones, Matamala no se había percatado de la mano de Toloza que, estirándose en toda su longitud, lo había agarrado de los tobillos. Un grito desgarrador escapó de su garganta y adhiriéndose con la punta de sus dedos al frío piso de parqué, Matamala dio un gigantesco brinco en dirección a la puerta.
Trató de abrir la puerta, pero el seguro puesto por Toloza momentos después de haber ingresado al cuarto, frustró su amago de escapatoria. Una mezcla de terror y angustia inmovilizaron por completo a Matamala cuando Toloza comenzó a babear como un perro rabioso y a dar estruendosos alaridos que el infeliz Matamala no sabía si eran de placer o de dolor. Su pusilanimidad, la supersticiosa conformación de sus miedos atávicos, lo hacían desvariar y pensar que estaba a merced del mismísimo demonio.
Sin embargo, transcurridos unos minutos, Toloza consiguió tranquilizarse. Se puso de pie, lentamente. Se limpió el rostro con el brazo, se dirigió hacia el equipo de música, sacó un disco compacto desde un estuche ad-hoc y poniéndolo en el tocador, se quedó con la vista pegada al techo.
Tras breves instantes una suave melodía de violines comenzó a inundar el ambiente.
-¡Escucha, Gañán!-Dijo Toloza, dirigiéndose al interpelado.
Toloza completamente afectado por la fuerte inhalación del alucinógeno comenzó a moverse al compás de la música.
En un primer momento el capataz lograba cuadrar perfectamente sus movimientos con el vaivén de las notas, pero a medida que aquellas se intensificaban, aquél iba rezagándose en su coordinación.
La melodía, -una suite de Mozart que Toloza escuchaba todos los días con una devoción fanática-, parecía perforarle el cerebro. Las notas que se descolgaban puras y evocadoras roían los pliegues de su intimidad y dejándose atrapar por su encanto, Toloza comenzó de pronto a llorar. Sus lágrimas caían a borbotones desde su cara congestionada. El interior de su cerebro era un resumidero de emociones y de ideas disparatadas, pero permanecía lo bastante lúcida aún como para proyectar en la soledad de su cuarto la imagen del músico vienés.
-¡Hola, Wolfgang! ¿Cómo estás?-decía Toloza y su cara adquiría una pueril expresión.
A su vez la imagen deformada por la escueta proyección de sus sentidos, le respondía:
-¿Cómo? ¿Es que no me reconoces? Soy Wagner-.
-¡Tal vez lo seas!-. Respondía Toloza, con no menos desconcierto, pero a decir verdad eran las breves ráfagas de su lucidez las que ponían en orden las cosas. Wagner. Mozart. Mozart. Wagner. Toloza sabía, como buen erudito que era, que la verdad era que nada era. O sea, que según Hume su yo no era y que lo que ahora era se lo debía precisamente a que no era el otro, el habitual, el de siempre, el capataz, el despreciable, el infeliz lamepico del patrón. No, no era él, pero sobre todo, no era el de la horrible, la asquerosa, la insociable e insufrible mancha en el culo.
Triste realidad la suya. “La mía. La tuya. La de todos”, se respondía Toloza. Y no se engañaba. Pero era precisamente esto, o sea, la sinceridad de su pensamiento, lo que lo atormentaba. El infeliz Descartes no podía haberlo dicho mejor: Pienso, por lo tanto, por lo tanto sufro. “Sufro de saberme preso en esta celda de carne lacerada por el infortunio. Pero…a ver, a ver, ¿Qué tenemos aquí? Listo. No hay más contradicción. Por un instante dejemos de sufrir”, murmuraba para sí mismo el infeliz capataz.
Toloza, preso del más exultante delirio, pues se le ha pasado la mano con el asunto del clorhidrato, dirige la vista hacia el rincón desde donde Matamala atisba con torvo semblante. “¡Cloc, cloc, cloc, cloc, cloc!”, onomatopéyicamente grita Toloza llamándolo como a un pollito. Pero el aludido, mirando para todos lados, se hace el desentendido. Ante aquel conato de insubordinación, el capataz cambia su estrategia. Descendiendo desde las nubes de su locura temporal, el capataz se apoya de espaldas contra el mueble de mármol e impulsándose con sus dos piernas da un imperfecto giro de ballet situándose en el centro del cuarto. Desde allí contempla con burlesca expresión a su indefensa víctima y llevado por un impulso irreprimible comienza a despojarse de sus ropas. Con torpes movimientos, Toloza consigue deshacerse de su camisa. Tras trastabillar consigue quitarse los zapatos, luego se saca el cinturón y arrimando una silla comienza a despojarse de sus pantalones. Esta parte de la operación exige, no obstante, mayor precisión. En efecto: después que Toloza saca una de sus piernas, la otra se le queda enredada entre sus pantalones haciéndolo caer de bruces contra el suelo. ¡Ay!... Toloza ha caído con todo el peso de su cuerpo sobre su boca. Un hilillo de sangre asoma por la comisura de sus labios y otro tanto se descuelga por sus orificios nasales.
-¡Chucha, me saqué cresta y media!- Dice Toloza casi sin inmutarse, insensibilizado por los efectos de la cocaína. A pesar del fuerte costalazo, el capataz sonríe como un recién nacido… Toloza está feliz, Toloza está desnudo.
De pronto se aceleran las palpitaciones de su corazón. Una sensación adámica, plácida, pletórica, se apodera de él haciéndole sentir lleno. Dejándose llevar por tan singulares percepciones, Toloza, en un instante de inspiración suprema, gira sobre sí mismo dándole la espalda a su prisionero y luego, doblándose en ángulo agudo le muestra sin pudor la mancha obscura y peluda de su estigmatizado lunar.
Matamala, que creía haberlo visto todo, no puede dar crédito a lo que está viendo. Ni siquiera en sus más desaforadas noches de borrachera ha experimentado tan peculiar experiencia. Ante aquella indecente exhibición de su enemigo, Matamala dibuja en su rostro una mueca de repugnancia. Aunque el gañán ha alcanzado a inhalar una pequeña porción del alucinógeno, aún no ha perdido el sentido de la realidad, y mucho menos el de su masculinidad.
De pronto un tácito sentimiento de rebeldía que brota en su fuero interno le da alas a Matamala para renunciar de una buena vez a seguir oficiándolas de conejillo de indias. Por lo demás aquel chispazo de clarividencia le hace caer en la cuenta que si aquel estado de cosas continúa así, su integridad se verá seriamente comprometida. Impulsado por unos enormes deseos de libertad, Matamala hace acopio de todas sus reservas morales y físicas para zafarse definitivamente de tan embarazosa situación.
Desde el fondo de su desesperación, empero, un repentino fogonazo de melancolía se enciende al contacto con una partícula del estupefaciente, porque a pesar de la obscena exhibición del capataz, una especie de arrebato emocional se apodera de él como un desaguadero de piedad.
Quién sabe qué razones tuvo Matamala para acceder a tan curioso sentimiento. ¿Sería, acaso, la inhalación involuntaria del alucinógeno lo que lo llevó a albergar tan peculiar emoción? En efecto, las ínfimas partículas del clorhidrato habían rasgado el férreo telón de sus recuerdos, descorriendo el velo de sus inhibiciones para trazar en su memoria la imagen de su propia persona a los cinco años de edad cuando, bajo la complicidad infame de la noche, un desgraciado acontecimiento le arruinó la vida con la introducción infame de un trozo ignoto de carnosidad arrebatándole la inocencia. Sorprendentemente ahora el azar del destino lo ponía frente a frente con su propia desgracia. En medio de aquel desvelamiento recordó, además, un detalle que su inconsciente había tapado con sus malos hábitos, un singular detalle que el velo de las nubes no había querido hacer patente aquella noche se le reveló en toda su magnitud al ver en el recuerdo la horripilante, negra y peluda mancha de su atacante que, tras consumar la agresión, huía a toda prisa desde el humilde rancho en que vivía.
Aquella sorprendente revelación atizó un nuevo sentimiento; fue como sentir la braza incandescente del odio subiendo por sus venas hasta incubarse en el lugar más negro de su ser y apacentar entre sus brumas un brutal deseo de venganza.
Pero a pesar de aquel deseo funesto, un rescoldo de humanidad se le reveló en su interior oponiéndose a sus instintos: era la decencia intrínseca que aún conservaba en el fondo de su alma la que lo paralizaba por completo.
Matamala Jamás había experimentado tan profunda agitación: por un lado la acuciante necesidad de volcar todo su odio contra aquel infeliz, y por otro, el imperativo categórico que subyacía en su interioridad, lo ponían en la encrucijada de tener que decidir. A lo largo de su vida había tenido que recurrir a todas sus reservas emocionales para preservar la inviolabilidad de su secreto; pero ahora éste se le presentaba con una lucidez bestial.
El destino burlón había hecho de las suyas ofreciéndose a la ironía de enfrentarlo contra sus propios demonios. ¿Quién era él, en realidad? Lejos de responderse a sí mismo, Matamala bajaba dolorosamente la cabeza porque un cúmulo de dudas le emborrachaba el entendimiento. Quizás, se decía, debí enmendar el rumbo. Después de esto: ¿tendré el ñeque suficiente para lidiar con la vida? ¡Ser, o no ser!... Eran estas las palabras que rondaban como dos duendecillos por los senderos más recónditos de su personalidad…



Amanecer del último día, 06:45 horas, aprox.

Los albores del nuevo día irradian encajes dorados sobre la planicie terrestre y los pajarillos atolondrados del amanecer diseminan el milagroso trino de la felicidad. Mientras la humedad persistente de la noche se desliza silenciosamente por entre las verdes hojas del follaje rural, hacia el fondo del predio La Querencia se dibuja el halo de un hombre desplazándose en armonía por sus propios fueros. Camina lentamente y de vez en cuando torna su rostro en dirección al granero. Luego da tres pasos más y se detiene. En el rostro demudado por la inclemencia del frío otoñal, Matamala esboza una sonrisa. Después de mirar el cielo amenazado por el desfile titubeante de unas nubes negras, el hombre comienza a caminar con pie firme. Da un paso, luego el otro, y así sucesivamente hasta alcanzar la línea del horizonte. Después que el canto de los gallos anuncia la alborada, Aliro Del Carmen Florentino Matamala Mateluna busca el rumbo del sol y redoblando sus pasos en dirección al valle desaparece detrás de una colina.
El granero, cubierto de un halo resplandeciente, despunta entre los matorrales. El frontis está abierto de par en par. La prodigalidad de los rayos solares levanta minúsculas fumarolas a su alrededor. Luego irrumpe el alboroto matutino de los animales domésticos: un desafinado concierto de gruñidos, bramidos, mugidos y relinchos.
Hacia el fondo, en el frío piso del sótano, yace decúbito el deslastrado Toloza mordiendo con estentóreos quejidos el paquete residual del clorhidrato. En el éxtasis de su dolor superlativo una especie de irresistible desespero está a punto de doblegarle. En el clímax de su padecimiento, Toloza no sabe porqué está postrado en el suelo, desarticulado por un dolor agudo y terrible que lo azuza en lo más profundo de sus entrañas. No lo comprende. De pronto Toloza busca con la vista enrojecida a su huésped. No lo encuentra. Luego punzado por una sospecha cruda lanza una mirada desconsolada hacia donde le permite la incomodidad de su postura. Pero nada. Y de pronto, con la desesperación dibujada en la cuenca de sus ojos vidriosos, busca su escopeta de dos cañones. Inútil esfuerzo, es tarde ya.
Una dolorosa certeza clarea en su mente y el sudor de sus sienes, vaciándose como una turbia vertiente, es señal inequívoca del destino de su arma. De reojo, Toloza hurga en las intimidades de su espalda amordazada y después, con un realismo imposible de describir, descubre azorado la empuñadura de su arma dispuesta verticalmente en sus entrañas. Sólo entonces comprende Toloza a dónde han ido a parar los dos cañones de su escopeta: ¡Quince centímetros de gélido metal literalmente enterrados hasta el cóccix, y que en el fondo, bien en el fondo, significan veintiocho años, cinco meses y dieciséis días desenterrados desde el fondo de la infamia!

Es el principio…
 



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