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Inicio / Lista de Foros / Literatura :: Talleres / Rincón del Lector II - [F:9:13094]


rhcastro,25.10.2018

El anterior está bastante pesado y para inaugurar les dejo un pequeño fragmento de Fausto. Goethe.

Bienvenidos al propósito de leer un texto al día.
Quien desee compartir, este es el sitio.



¨Ya habéis intercambiado suficientes palabras;
hacedme ver también los hechos de una vez.
Mientras os piropeáis se podría hacer algo de
provecho. ¿Para qué hablar tanto de la inspiración?
Esta no se le presenta nunca al que vacila.
Puesto que te las das de poeta, ponte al
mando de la poesía. Ya sabes lo que necesitamos:
queremos bebida fuertes, ponlas a fermentar
inmediatamente. Lo que hoy no ocurra,
no estará hecho mañana y no hay que dejar
pasar ni un solo día. Cuando se toma la
decisión de crear, tiene que hacerse valientemente
y, en lo posible, de inmediato; si no se
la deja escapar, esta seguirá haciendo efecto,
porque así ha de ser.
Sabéis que en nuestros escenarios alemanes
cada cual pone a prueba lo que desea. Por eso,
en este día, no escatiméis en decorados ni artilugios.
Usad las luces del cielo la grande y la
pequeña; podéis derrochar las estrella; que no
falte ni agua, ni fuego, ni paredes de roca, ni
animales, ni plantas. Que entre en la estrechez
del escenario todo el círculo de la Creación y
vaya, con moderada rapidez, pasando por el
mundo, del Cielo al Infierno.¨
 
henrym,25.10.2018
" Lo que hoy no ocurra,
no estará hecho mañana y no hay que dejar
pasar ni un solo día".

Sin duda es una gran verdad, aunque difícil.
 
Martilu,25.10.2018

Piedras
como estrellas

Angélica gorodischer


Que no existían las paredes, que el techo no
tenía sentido, eso descubrió siendo muy pero
muy chica.
–¿Qué le pasa a esta nena?
–Nada, ¿no ves que nada? Los bebés suelen
hacer así.
–¿Así cómo?
–Así, poner esas caras.
No supo. Ella no supo de qué se trataba, pero lo
sentía, y usted estará de acuerdo conmigo en que
sentir y saber son dos cosas muy distintas.
Creció con eso, eso que fue pronto un deleite.
Podía hacerlo y a veces bastaba con saber que podía.
Otras veces había que salir de ahí cuanto antes y
meterse, ir, partir, huir, zarpar, no sabía verbos, no
sabía cuál usar, no los conocía, sólo hacía lo que
había aprendido y a la par aprendía otras cosas. Salía,
simplemente salía cuando se le daba la gana.
Es preocupante eso de crecer y ella lo hizo a los
tirones pero nadie se dio cuenta de nada porque todas
crecemos a los tirones. Un día supo leer y escribir y
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chau, con eso había completado su aprendizaje. Las
letras, ya se sabe, tienen sus secretos pero en cuanto
una puede decir quiero salir de este lugar, hay literalmente
años luz recorridos desde el bebé hasta ese
instante: quiero salir de este lugar, y ya no hay secretos.
Sólo que, ah, sí, sólo que las cosas no deben
dejarse a medio hacer (acá entre nosotras le aclaro
que madres y tías solían repetir eso con este dedito en
alto y caras de serás como nosotras un día, y cruz diablo
pensaba ella). Hay gente rara. Digo, entre toda la
población del mundo hay una buena dosis de gente
rara. Ella era no precisamente rara: no sabemos cuántas,
e incluso cuántos hay que están capacitados
quizá no para dirigir una empresa o para vender paco
o para presentar escritos ante el juez o para curar la
tuberculosis, pero sí para salir de ese lugar y que
nadie nunca sepa nada. Ella era distinta; eso, distinta.
Cuando lo puso en palabras no supo si alegrarse o
llorar. Puedo era para alegrarse pero soy única era
para llorar o por lo menos retorcerse por acá adentro
como si una cuchara le cambiara de lugar las tripas,
el corazón y los epiplones. Bueno, que se acostumbró
y empezó a gustarle.
Podía volar, vamos, digámoslo de una vez. Pero
cuidado, digámoslo tal como era, tal como ella lo
sentía, cuchara o no, llanto o tal vez sí. Podía flotar en
el espacio negro, podía salir al vacío silencioso del
universo y recorrer piedras como estrellas y estrellas
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como lagos y ver las naves de arena y oír el graznido
de los pájaros siderales. Podía y volver y nadie se
daba cuenta de modo que eso, además del placer y la
extrañeza, eso le enseñó algo sobre el tiempo: que el
tiempo es un invento maravilloso. Que en realidad no
existe pero que quien lo inventó era probablemente
como ella aunque también probablemente tenía más
pelo y se acostaba sobre el páramo a mirar hacia arriba
y pensaba si es que eso se podía, ya, llamar pensar,
que algo faltaba a su alrededor, algo que tenía
que horadar el espesor de lo que iba desde su barriga
hasta el helecho gigante más allá del agua, algo faltaba.
Y así, presumiblemente pero casi seguro, así se
inventó el tiempo. Ella, entonces, lo aprovechaba. Se
iba, que no existían las paredes, que los techos no
tenían sentido; se iba y al volver volvía en el mismo
instante pero en ese mismo instante pasaban varias
vidas bajo las palmas de sus manos.
–¿Qué le pasa a esta chica?
–Nada, está distraída, plena edad del pavo, qué
querés.
Supo, más tarde, que flotar en el espacio negro
del universo tampoco tenía sentido, que no servía
para nada y en eso era parecido a la orografía y la
hidrografía de Europa que les hacía estudiar la vieja
de geografía, pero que al mismo tiempo le enseñaba
cosas que tampoco tenían sentido y que eran como
alhajas en una vidriera a la que nunca iba a llegar.
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Es que era precisamente eso: nunca llegaría. Y al año
siguiente (física, química y literatura española) se
dijo: Y qué.
No se trataba de llegar, óigame bien lo que le
digo: no se trataba de llegar. Tampoco de esa cosa
angustiosa de buscar a alguien que sea como yo, ay,
no quiero ser única. No. Se trataba de hacer lo que
sabía, de irse, de moverse en el mar seco que era el
aire; no, ni siquiera el aire. La nada. Tampoco,
caramba, qué difícil se le hacía encontrar los nombres
de las cosas. Tal vez no hubiera nombres. Tal
vez Adán, pobre tipo, dijo cosas alegremente vacías
y alguien se las creyó y, dicen, propuso construir la
torre de Babel. Bien hecho. Para qué nombres. Salía,
sabía. Y por lo tanto las civilizaciones precolombinas
importaban muy poco, casi nada.
De pronto, porque fue así, de pronto, de pronto
fue feliz. Dejó de importarle la sangre que se le
escapaba cada veintiocho días; dejaron de importarle
las prohibiciones, los libros, las medias de seda,
las amonestaciones y el futuro. Se dio cuenta de
algo maravilloso: puedo hacer lo que otros no hacen
y no necesito palabras para eso.
Sigamos diciéndolo lo más claramente posible: sólo
con desearlo podía salir al vasto universo y moverse
entre la música de los cometas, el grito de las supernovas,
el murmullo de los anillos y los satélites, el silencio
de los nacimientos de mundos, el rugido de las tor-
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mentas de polvo, el abismo como un vientre, los pulmones
ahítos de espacio, los colores de lo negro, las
sinfonías de lo que aún no ha nacido.
Ah, sí, porque no hay silencio allá en lo que nos
rodea y nos solicita. Todo es voz y estruendo; todo
es allegro vivace y rock; todo es himno y nana; todo
es trueno y roce; todo es silbido y hervor; todo es
bullicio y zarabanda; todo es estrépito y maremoto.
Todo habla.
De día, de noche, cuando fuera, le era igual. Y no
es que el turbulento espacio del universo sea siempre
igual. Al contrario. Tal vez usted no me crea pero cambia
segundo a segundo, segmento de microsegundo a
segmento de microsegundo y ella se hamacaba en
eso, quedaba encerrada en una burbuja de medio
minuto de duración en la que respiraba colores y
hablaba con el fragor de los anillos de gas que rodean
a los reyes del espacio, y salía sólo con un movimiento,
apenas, de los talones, para zambullirse en el algo
innombrable que iba a llegar a las lentes gigantescas
algún día o al menos a eso que acá se llama día, otra
burbuja aunque más sólida y extranjera.
Y así vivió y yo le digo a usted que vivir se dice de
muchas maneras y que ella probó no todas y que algunas
le interesaron y la mayoría no. Se enamoró y dejó
de pensar en el espacio negro de allá afuera. Pero un
momento: cuando tuvo que decidir qué hacer con ese
hombre, ese hombre tan bello y tan dulce, se fue se
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fue se fue y estuvo girando entre luces y rocosos alaridos
de lunas vertiginosas hasta que se dijo, esta vez
con seguridad y cierto orgullo, que sería a sus ojos, a
los de él, mucho más deseable cuando se enterara de
qué era capaz. ¿Y si lo llevara conmigo?, pensó.
De modo que se lo dijo y él se rió muchísimo. Le
encantaban, dijo, los sueños locos que ella tenía.
Dame la mano dijo ella y se lo llevó con ella no
puedo ni siquiera tratar de decirle hasta dónde; hasta
donde usted ni se imagina.
Al segundo siguiente, acá en este mundo, él le preguntó:
–Maravilloso. ¿Cómo lo hacés? Ya sé: me hipnotizaste.
Después de un segundo más ella supo que sabía,
otra vez; que había aprendido, otra vez; que a los tirones,
otra vez, había subido un escalón y había mirado
de veras a ese hombre tan bello, ese hombre tan
dulce. De modo que a pesar de la desilusión de las
tías, no se casó con él.
Hizo las paces con el espacio, con las piedras
como estrellas, con los techos sin sentido, con el
ulular del viento del sidéreo y vivió atenta y casi plácidamente,
los cinco sentidos puestos en donde
muchos no podrían siquiera empezar a comprender
un color, una voz, una luz.
Se casó con un abogado, encantador, sensato y
próspero con el que las tías estaban casi casi en un
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todo de acuerdo, y tuvieron cuatro hijos. Al primero
lo llevó al espacio a los pocos días de nacido. Estás
haciendo lo que nadie, sapito, le dijo casi como si
le cantara, estás tomándote la leche de las estrellas.
Y el muchachito chupaba goloso y la miel blanca
caía del pecho redondo como caen las luces a las
que se les pide en la noche tres deseos.
A la segunda no la llevó al espacio. Ni al tercero.
Pero a la cuarta sí. No voy a tener más chicos, le dijo,
así que vení conmigo. La muchachita gorda sonreía
en la cuna. Vamos, le dijo. Y flotaron un buen rato y
el tiempo que había inventado aquel peludo padre
perdido en los milenios perdidos, las envolvió hasta
que volvieron, más sabias, más felices, más abrazadas
la una a la otra como dos plantas entrelazadas en
una reja de oro.
Vivió muchos años. Viajó al espacio muchísimas
veces, desde su cocina, desde la terraza, desde una
fiesta aburrida, desde una clase, desde un transatlántico,
desde un cine, desde la calle y la plaza y el
supermercado y el auto.
Murió muy viejita, tranquila, con una sonrisa en
los labios. No, su sonrisa no quedó en el espacio
como la del gato de Cheshire, pero si usted se esfuerza
tal vez pueda ver la sombra de sus ojos, los de ella,
en la luz rasante de un rayo dorado en las tardes de
verano. Fíjese bien, pero no se deje ver, mire que es
tímida y se ausenta enseguida.
 
rhcastro,25.10.2018
Hermoso que escribe...
 
rhcastro,25.10.2018
Si, henrym. Sentí el golpe en las palabras y creo fue por eso que lo traje.

Gracias por estar al pendiente y enriquecer nuestra lectura con tus aportes.
Siempre es un placer convivir.
 
Clorinda,26.10.2018
Lindo el foro. Leí casi de un tirón todo lo publicado en 2018 desde el cuento del canario...
La frase del día que rescato: "Mientras os piropeáis se podría hacer algo de provecho". (Jajá! Nos están monitoreando!)
Y ahora martilu nos reparte estrellas...
 
Clorinda,26.10.2018
La Galera
Manuel Mujica Láinez

¿Cuántos crueles días viajan desde Córdoba, así, golpeados sin piedad contra la caja de la galera, aprisionados en los asientos duros, arrastrados por ocho mulas dementes? Catalina ha perdido la cuenta.
Los otros viajeros vienen amodorrados pero Catalina no logra dormir. ¡Ah, pero esto no quedará así! En cuanto lleguen a Buenos Aires la vieja señorita se quejará a don Antonio Romero de Tejada, Administrados principal de Correos, y si es menester irá hasta el propio Virreina del Pino ¡Ya verán quién es Catalina Vargas!
La señorita se arrebuja en su amplio manto gris y palpa de una vez más, bajo la falda, las bolsitas que cosió en el interior de su ropa y que contienen su tesoro. Mira hacia sus acompañantes, temerosa de que sospechen de su actitud, mas su desconfianza se deshace presto. Nadie se fija en ella.
Afuera el sol enloquece al paisaje. Una nube de polvo envuelve a la galera y a cuatro soldados que la escoltan al galope, listas las armas, porque en cualquier instante puede surgir un malón de indios y habrá que defender las vidas.
Catalina tantea bajo su capa los bolsos grávidos de monedas de oro. Vale la pena el despiadado ajetreo, porque lo que aguarda después, cuando las piezas redondas que ostentan la soberana efigie enseñen a Buenos Aires su poderío. ¡Cómo la adularán!
¡Su fortuna! Y no son solo esas monedas que se esconden bajo su falta con delicioso balanceo. Su hermana viuda ha muerto y ahora a ella le toca la fortuna esperada. Nunca hallarán el testamento que destruyó cuidadosamente, nunca sabrán los otro… lo otro… aquellas medinas que ocultó… a aquello que mezclo con la medicinas… Y ¿qué? ¿No estaba en su derecho al hacerlo? ¿No procedió bien al protegerse, al proteger sus últimos años? El mal que devoraba a Lucrecia era de los que no admiten cura…
Vargas va semidesvanecida. El galope… el polvo… el correo real fuma una pipa. La señorita se incorpora furiosa ¡Es el colmo ¡ Pero cuando se apresta a increpar al funcionario , advierte dentro del coche la presencia de una nueva pasajera. La ve detrás de la cortina de humo, brumosa, espectral. Lleva una capa gris semejante a la suya y como ella se cubre con un capuchón. ¿Cuándo subió al carruaje? ¿Cómo es posible?
La viajera gira el rostro hacia Catalina Vargas y Catalina reconoce, entre la neblina que todo lo invade, la fisonomía angulosa de su hermana, de su hermana muerta. Catalina se encoge, transpirada de miedo.
Los demás parecen no haberse percatado de su aparición. La vieja señorita quisiera gritar pero ha perdido la voz. En ese instante, la galera se tuerce y se tumba con gran estrépito. Uno de los ejes se ha roto.
Catalina vuelve en sí de su desmayo y se halla tendida sobre las raíces de un ombú. El resto de los pasajeros rodea al coche cuya caja ha recobrado la posición normal. Suena el cuerno y uno de los soldados controla junto a la portezuela del carruaje que no falte ninguno de los pasajeros. La señorita se alza, más un peso terrible le impide levantarse ¿Tendrá quebrados los huesos o serán las monedas de oro que pesan como si fueran de mármol?
A pocas pasas, la galera vibra y empieza a galopar como un ciego animal desbocado.
Y Catalina Vargas queda sola, inmóvil, muda en la soledad de la pampa y de la noche.

 
henrym,27.10.2018
"Piedras como estrellas" es una fiesta de palabras que me llevó a un cuadro de Chagall, donde una mujer flota feliz en el aire sujeta a la mano de su amante. Se vive en el espacio de la poesía.
 
Martilu,27.10.2018
La peluqueria Hebe Uhart


La peluquería me parece un lugar tan separado del mundo exterior, tan distante como el cine, por ejemplo. Tan distante que cuando estoy aburrida dentro de ella pienso en el bar que está en la esquina al que voy siempre, y con el pelo lleno de esa brea que ponen para teñir, pienso: “Quiero ir ahora mismo a tomar un café, con la bata negra puesta y los pelos untados”. Por suerte para mi reputación imagino después al café tan lejano e imposible como un viaje a Chascomús. Con el pelo teñido me miro al espejo, no es como el de mi casa, en casa me veo mejor. En el espejo de la peluquería veo todas mis imperfecciones: ojos cansados que me dan una expresión de atontada; llevé un pulóver viejo para que no se manchara y con la luz de ese espejo veo que está realmente viejo; no lo veo como en casa. Ya que parezco tan mal, debo ser simpática para compensar, debo demostrar que soy una persona razonable, sensata, y de ningún modo decir lo que pienso: “quiero ir al bar de la esquina, al cajero, a comprar peras”. Entonces charlo con el peluquero (dice que se llama Gustavo). Y le pregunto si trabaja muchas horas, cuándo viene menos gente y si atienden chicos. Yo me sé todas las respuestas y si no las supiera me importan un pito. La conversación con el peluquero me hace pensar en todo el esfuerzo y el tiempo que gastamos en hablar pavadas y el pensamiento de ese esfuerzo me trae cansancio y resentimiento; pienso que si yo estuviera más linda, él me atendería mejor. Si yo fuera linda podría ser exigente y aguantaría que me pusieran matizador, yo quisiera ser como una de esas mujeres que vuelven locos a los peluqueros diciendo: “Más arriba, más corto, no, del otro lado, no, más hacia el centro”. Pero aunque fuera linda, lamentablemente no tendría paciencia para todas esas exigencias; yo soy más bien como un taximetrero con el que hablamos de dientes y dentistas una vez y me dijo que él pidió a su dentista:

–Mire, yo no tengo tiempo para sacarme los dientes de a uno, sáqueme todos juntos.

Eran seis.

Con la cabeza llena de tintura (la cabeza se enfría) me voy a hacer los pies y ahí me siento mejor. Me atiende en un cubículo oculto porque la cabeza se muestra en público, los pies, no. Las pedicuras son dos, Violeta y María. (A los peluqueros siempre los cambian.) Violeta es ucraniana y quiero saber cosas de su país, pero nunca la saco de (“Oh, un poco diferente, pero todo como acá”. Yo no sé si encierra algún misterio o no le importa nada de nada, porque es muy bonita y nadie se percata de ello, anda como una sombra, se desliza como si no tuviera cuerpo; no, no le importa tampoco ser bonita. Por eso cuando está María, la correntina, prefiero ir con ella; inmediatamente se acuerda de todos los animales que tenía su papá en el campo en Corrientes, el tatú, la yegüita alimentada a biberón y el pájaro carpintero. Y ese cubículo blanco y frío, mezquino, se llena inmediatamente de animalitos del campo y del bosque. Ya no quiero ir al bar de la esquina, ni me acuerdo del cajero y de las peras: quiero ir a Corrientes para ver al pájaro carpintero. Me va entrando cierto bienestar porque el emplasto de la cabeza se va secando mientras me hacen otra cosa. No aguantaría un tiempo muerto sin hacer nada ni que me hagan nada, porque me parece que el mundo está en acción, como cuando hiervo verduras y controlo al mismo tiempo un partido de futbol o tenés por TV cuando juega Argentina, hago todo junto.
Así, en mi epitafio van a poner, como le pusieron a una mujer romana: “Fecit lenam” (tejió, era trabajadora).

Me llama entonces la chica que lava la cabeza. A ellas también las cambian pero por motivos distintos a los de los peluqueros: ellos se van dando un portazo o son transferidos a otra peluquería; cuando las chicas que lavan la cabeza se dan cuenta de que no las van a tomar como peluqueras (salvo alguna muy despierta que haga carrera) se quedan en su casa para mirar la novela de la tarde. Hay varias clases sociales en esa peluquería. Al sector más alto corresponde el que cobra, sentado en una silla alta y movible, todas deben ir con sus papeles y entregarlos a él. Los pedicuros son como un sector paralelo, poco clasificable porque no interactúan tanto como los peluqueros entre sí. Además estos se mueven en un lugar central, con espejos, donde hay pósters con mujeres hermosas de pelo luminoso. No hay fotos de extremidades, se ve que las extremidades son como apéndices. La chica barrendera que recoge pelo del suelo corresponde al sector inferior; ella no hace café a los clientes ni les acomoda las capas; va con su pelo así nomás, con una colita hecha de cualquier forma. Cuando la chica me lava el pelo estoy contenta, ya estoy cerca del café de la esquina. Ella me frota con unas uñas muy largas, que si las empleara a full, me sangraría la cabeza, pero dosifica la agresión del mismo modo que los gatos.

La que se empleaba a fondo era la pedicura Natasha; era la otra cara de violeta; en ese cubículo blanco parecía un tractor en acción. Maniobraba una máquina que pasaban por la planta de los pies como si estuviera arando en una superficie grande un campo de trigo, por ejemplo. Estaba hecha para una empresa heroica, para conducir un tanque por la estepa, no para pequeñas reparaciones de pies y manos. No aguantó las quejas de las clientas (decían que les dolía todo) y se volvió a Ucrania. Y con el pelo lavado me voy a buscar al peluquero. ¿Era Gerardo o Gustavo? Me olvido de que debo mostrarme como una señora sensata y bien comportada y le pido:

–Corte todo para arriba y para atrás; pero arriba quiero que sea como un nido de caranchos.

No pregunta en qué consiste ese peinado, no sé si conoce a sus caranchos y a su nido (yo tampoco), me mira con esa mirada acostrumbrada a cualquier cosa y corta.

Yo salgo contenta.

 
Clorinda,29.10.2018
Cuento de misterio de Silvina Ocampo:
La casa de azúcar

Las supersticiones no dejaban vivir a Cristina. Una moneda con la efigie borrada, una mancha de tinta, la luna vista a través de dos vidrios, las iniciales de su nombre grabadas por azar sobre el tronco de un cedro la enloquecían de temor. Cuando nos conocimos llevaba puesto un vestido verde, que siguió usando hasta que se rompió, pues me dijo que le traía suerte y que en cuanto se ponía otro, azul, que le sentaba mejor, no nos veíamos. Traté de combatir estas manías absurdas. Le hice notar que tenía un espejo roto en su cuarto y que por más que yo le insistiera en la conveniencia de tirar los espejos rotos al agua, en una noche de luna, para quitarse la mala suerte, lo guardaba; que jamás temió que la luz de la casa bruscamente se apagara, y a pesar de que fuera un anuncio seguro de muerte, encendía con tranquilidad cualquier número de velas; que siempre dejaba sobre la cama el sombrero, error en que nadie incurría. Sus temores eran personales. Se infligía verdaderas privaciones; por ejemplo: no podía comprar frutillas en el mes de diciembre, ni oír determinadas músicas, ni adornar la casa con peces rojos, que tanto le gustaban. Había ciertas calles que no podíamos cruzar, ciertas personas, ciertos cinematógrafos que no podíamos frecuentar. Al principio de nuestra relación, esta supersticiones me parecieron encantadoras, pero después empezaron fastidiarme y a preocuparme seriamente. Cuando nos comprometimos tuvimos que buscar un departamento nuevo, pues, según sus creencias, el destino de los ocupantes anteriores influiría sobre su vida (en ningún momento mencionaba la mía, como si el peligro la amenazara sólo a ella y nuestras vidas no estuvieran unidas por el amor). Recorrimos todos los barrios de la ciudad; llegamos a los suburbios más alejados, en busca de un departamento que nadie hubiera habitado: todos estaban alquilados o vendidos. Por fin encontré una casita en la calle Montes de Oca, que parecía de azúcar. Su blancura brillaba con extraordinaria luminosidad. Tenía teléfono y, en el frente, un diminuto jardín. Pensé que esa casa era recién construida, pero me enteré de que en 1930 la había ocupado una familia, y que después, para alquilarla, el propietario le había hecho algunos arreglos. Tuve que hacer creer a Cristina que nadie había vivido en la casa y que era el lugar ideal: la casa de nuestros sueños. Cuando Cristina la vio, exclamó:

–¡Qué diferente de los departamentos que hemos vivido! Aquí se respira olor a limpio. Nadie podrá influir en nuestras vidas y ensuciarlas con sus pensamientos que envician el aire.

En pocos días nos casamos y nos instalamos allí. Mis suegros nos regalaron los muebles del dormitorio y mis padres los del comedor. El resto de la casa la amueblaríamos de a poco. Yo temía que, por los vecinos, Cristina se enterara de mi mentira, pero felizmente hacía sus compras fuera del barrio y jamás conversaba con ellos. Éramos felices, tan felices que a veces me daba miedo. Parecía que la tranquilidad nunca se rompería en aquella casa de azúcar, hasta que un llamado telefónico destruyó mi ilusión. Felizmente Cristina no atendió aquella vez al teléfono, pero quizá lo atendiera en una oportunidad análoga. La persona que llamaba preguntó por la señora Violeta: indudablemente se trataba de la inquilina anterior. Si Cristina se enteraba de que yo la había engañado, nuestra felicidad seguramente concluiría: no me hablaría más, pediría nuestro divorcio, y en el mejor de los casos tendríamos que dejar la casa para irnos a vivir, tal vez, a Villa Urquiza, tal vez a Quilmes, de pensionistas en alguna de las casas donde nos prometieron darnos un lugarcito para construir ¿con qué? (con basura, pues con mejores materiales no me alcanzaría el dinero) un cuarto y una cocina. Durante la noche yo tenía cuidado de descolgar el tubo, para que ningún llamado inoportuno nos despertara. Coloqué un buzón en la puerta de calle; fui el depositario de la llave, el distribuidor de cartas.

Una mañana temprano golpearon a la puerta y alguien dejó un paquete. Desde mi cuarto oí que mi mujer protestaba, luego oí el ruido del papel estrujado. Bajé la escalera y encontré a Cristina con un vestido de terciopelo entre los brazos.

–Acaban de traerme este vestido –me dijo con entusiasmo.

Subió corriendo las escaleras y se puso el vestido, que era muy escotado.

–¿Cuándo te lo mandaste a hacer?

–Hace tiempo. ¿Me queda bien? Lo usaré cuando tengamos que ir al teatro, ¿no te

parece?

–¿Con qué dinero lo pagaste?

–Mamá me regaló unos pesos.

Me pareció raro, pero no le dije nada, para no ofenderla.

Nos queríamos con locura. Pero mi inquietud comenzó a molestarme, hasta para abrazar a Cristina por la noche. Advertí que su carácter había cambiado: de alegre se convirtió en triste, de comunicativa en reservada, de tranquila en nerviosa. No tenía apetito. Ya no preparaba esos ricos postres, un poco pesados, a base de cremas batidas y de chocolate, que me agradaban, ni adornaba periódicamente la casa con volantes de nylon, en las tapas de la letrina, en las repisas del comedor, en los armarios, en todas partes como era su costumbre. Ya no me esperaba con vainillas a la hora del té, ni tenía ganas de ir a teatro o al cinematógrafo de noche, ni siquiera cuando nos mandaban entradas de regalo. Una tarde entró un perro en el jardín y se acostó frente a la puerta de calle, aullando. Cristina le dio carne y le dio de beber y, después de un baño, que le cambió el color de pelo, declaró que le daría hospitalidad y que lo bautizaría con el nombre Amor, porque llegaba a nuestra casa en un momento de verdadero amor. El perro tenía el paladar negro, lo que indica pureza de raza.

Otra tarde llegué de improviso a casa. Me detuve en la entrada porque vi una bicicleta apostada en el jardín. Entré silenciosamente y me escurrí detrás de una puerta y oí la voz de Cristina.

–¿Qué quiere? –repitió dos veces.

–Vengo a buscar a mi perro –decía la de voz de una muchacha–. Pasó tantas veces frente a esta casa que se ha encariñado con ella. Esta casa parece de azúcar. Desde que la pintaron, llama la atención de todos los transeúntes. Pero a mí me gustaba más antes, con ese color rosado y romántico de las casas viejas. Esta casa era muy misteriosa para mí. Todo me gustaba en ella: la fuente donde venían a beber los pajaritos; las enredaderas con flores, como cornetas amarillas; el naranjo. Desde que tengo ocho años esperaba conocerla a usted, desde aquel día en que hablamos por teléfono, ¿recuerda? Prometió que iba a regalarme un barrilete.

–Los barriletes son juegos de varones.

–Los juguetes no tienen sexo. Los barriletes me gustaban porque eran como enormes pájaros: me hacía la ilusión de volar sobre sus alas. Para usted fue un juego prometerme ese barrilete; yo no dormí en toda la noche. Nos encontramos en la panadería, usted estaba de espaldas y no vi su cara. Desde ese día no pensé en otra cosa que en usted, en cómo sería su cara, su alma, sus ademanes de mentirosa. Nunca me regaló aquel barrilete. Los árboles me hablaban de sus mentiras. Luego fuimos a vivir a Morón, con mis padres. Ahora, desde hace una semana estoy de nuevo aquí.

–Hace tres meses que vivo en esta casa, y antes jamás frecuenté estos barrios. Usted estará confundida.

–Yo la había imaginado tal como es. ¡La imaginé tantas veces! Para colmo de la casualidad, mi marido estuvo de novio con usted.

–No estuve de novia sino con mi marido. ¿Cómo se llama este perro?

–Bruto.

–Lléveselo, por favor, antes de que me encariñe con él.

–Violeta, escúcheme. Si llevo el perro a mi casa, se moriría. No lo puedo cuidar.

–Vivimos en un departamento muy chico. Mi marido y yo trabajamos y no hay nadie que lo saque a pasear.

–No me llamo Violeta. ¿Qué edad tiene?

–¿Bruto? Dos años. ¿Quiere quedarse con él? Yo vendría a visitarlo de vez en cuando, porque lo quiero mucho.

–A mi marido no le gustaría recibir desconocidos en su casa, ni que aceptara un perro de regalo.

–No se lo diga, entonces. La esperaré todos los lunes a las siete de la tarde en la Plaza Colombia. ¿Sabe dónde es? Frente a la iglesia Santa Felicitas, o si no la esperaré donde usted quiera y a la hora que prefiera; por ejemplo, en el puente de Constitución o en el Parque Lezama. Me contentaré con ver los ojos de Bruto. ¿Me hará el favor de quedarse con él?

–Bueno. Me quedaré con él.

–Gracias, Violeta.

–No me llamo Violeta.

–¿Cambió de nombre? Para nosotros usted es Violeta. Siempre la misma misteriosa Violeta.

Oí el ruido seco de la puerta y el taconeo de Cristina, subiendo la escalera. Tardé un rato en salir de mi escondite y en fingir que acababa de llegar. A pesar de haber comprobado la inocencia del diálogo, no sé por qué, una sorda desconfianza comenzó a devorarme. Me pareció que había presenciado una representación de teatro y que la realidad era otra. No confesé a Cristina que había sorprendido la visita de esa muchacha. Esperé los acontecimientos, temiendo siempre que Cristina descubriera mi mentira, lamentando que estuviéramos instalados en este barrio. Yo pasaba todas las tardes por la Plaza que queda frente a la iglesia de Santa Felicitas, para comprobar si Cristina había acudido a la cita. Cristina parecía no advertir mi inquietud. A veces llegué a creer que yo había soñado. Abrazando al perro, un día Cristina me preguntó:

–¿Te gustaría que me llamara Violeta?

–No me gusta el nombre de las flores.

–Pero Violeta es lindo. Es un color.

–Prefiero tu nombre.

–Un sábado, al atardecer, la encontré en el puente de Constitución, asomada sobre el parapeto de fierro. Me acerqué y no se inmutó.

–¿Qué haces aquí?

–Estoy curioseando. Me gusta ver las vías desde arriba.

–Es un lugar muy lúgubre y no me gusta que andes sola.

–No me parece lúgubre. ¿Y por qué no puedo andar sola?

–¿Te gusta el humo negro de las locomotoras?

–Me gustan los medios de transporte. Soñar con viajes. Irme sin irme. “Ir y quedar y con quedar partirse.”



Volvimos a casa. Enloquecido de celos (¿celos de qué? de todo), durante el trayecto apenas le hablé.

Podríamos tal vez comprar alguna casita en San Isidro o en Olivos, es tan desagradable este barrio –le dije, fingiendo que me era posible adquirir una casa en esos lugares.

–No creas. Tenemos muy cerca de aquí el Parque Lezama.

–Es una desolación. Las estatuas están rotas, las fuentes sin agua, los árboles apestados. Mendigos, viejos y lisiados van con bolsas, para tirar o recoger basuras.

–No me fijo en esas cosas.

–Antes no querías sentarte en un banco donde alguien había comido mandarinas o pan.

–He cambiado mucho.

–Por mucho que hayas cambiado, no puede gustarte un parque como ése. Ya sé que tiene un museo de leones de mármol que cuidan la entrada y que jugabas allí en tu infancia, pero eso no quiere decir nada.

–No te comprendo –me respondió Cristina. Y sentí que me despreciaba, con un desprecio que podía conducirla al odio.

Durante días, que me parecieron años, la vigilé, tratando de disimular mi ansiedad. Todas las tardes pasaba por la plaza frente a la iglesia y los sábados por el horrible puente negro de Constitución. Un día me aventuré a decir a Cristina:

–Si descubriéramos que esta casa fue habitada por otras personas ¿qué harías, Cristina? ¿Te irías de aquí?

–Si una persona hubiera vivido en esta casa, esa persona tendría que ser como esas figuritas de azúcar que hay en los postres o en las tortas de cumpleaños: una persona dulce como el azúcar. Esta casa me inspira confianza. ¿Será el jardincito de la entrada que me infunde tranquilidad? ¡No sé! No me iría de aquí por todo el oro del mundo. Además no tendríamos adónde ir. Tú mismo me lo dijiste hace un tiempo.

No insistí, porque iba a pura pérdida. Para conformarme pensé que el tiempo compondría las cosas.

Una mañana sonó el timbre de la puerta de calle. Yo estaba afeitándome y oí la voz de Cristina. Cuando concluí de afeitarme, mi mujer ya estaba hablando con la intrusa. Por la abertura de la puerta las espié. La intrusa tenía una voz tan grave y los pies tan grandes que eché a reír.

–Si usted vuelve a ver a Daniel, lo pagará muy caro, Violeta.

–No sé quién es Daniel y no me llamo Violeta –respondió mi mujer.

–Usted está mintiendo.

–No miento. No tengo nada que ver con Daniel.

–Yo quiero que usted sepa las cosas como son.

–No quiero escucharla.

Cristina se tapó las orejas con las manos. Entré en el cuarto y dije a la intrusa que se fuera. De cerca le miré los pies, las manos y el cuello. Entonces, advertí que era un hombre disfrazado de mujer. No me dio tiempo de pensar en lo que debía hacer; como un relámpago desapareció dejando la puerta entreabierta tras de sí.

No comentamos el episodio con Cristina; jamás comprenderé por qué; era como si nuestros labios hubieran estado sellados para todo lo que no fuese besos nerviosos, insatisfechos o palabras inútiles.

En aquellos días, tan tristes para mí, a Cristina le dio por cantar. Su voz era agradable pero me exasperaba, porque formaba parte de ese mundo secreto, que la alejaba de mí. ¡Por qué, si nunca había cantado, ahora cantaba noche y día mientras se vestía o se bañaba o cocinaba o cerraba las persianas!

Un día en que oí a Cristina exclamar con un aire enigmático:

–Sospecho que estoy heredando la vida de alguien, las dichas y las penas, las equivocaciones y los aciertos. Estoy embrujada –fingí no oír esa frase atormentadora. Sin embargo, no sé por qué empecé a averiguar en el barrio quién era Violeta, dónde estaba, todos los detalles de su vida.

A media cuadra de nuestra casa había una tienda donde vendían tarjetas postales, papel, cuadernos, lápices, gomas de borrar y juguetes. Para mis averiguaciones, la vendedora de esa tienda me apreció la más indicada: era charlatana y curiosa, sensible a las lisonjas. Con el pretexto de comprar un cuaderno y lápices, fui una tarde a conversar con ella. Le alabé los ojos, las manos, el pelo. No me atreví a pronunciar la palabra Violeta. Le expliqué que éramos vecinos. Le pregunté finalmente quién había vivido en nuestra casa. Tímidamente le dije:

–¿No vivía una tal Violeta?

–Me contestó cosas muy vagas, que me inquietaron más. Al día siguiente traté de averiguar en el almacén algunos otros detalles. Me dijeron que Violeta estaba en un sanatorio frenopático y me dieron la dirección.

–Canto con una voz que no es mía –me dijo Cristina, renovando su aire misterioso. Antes me hubiera afligido, pero ahora me deleita. Soy otra persona, tal vez más feliz que yo.

Fingí no haberla oído. Yo estaba leyendo el diario.

De tanto averiguar detalles de la vida de Violeta, confieso que desatendía a Cristina.

Fui al sanatorio frenopático, que quedaba en Flores. Ahí pregunté por Violeta y me dieron la dirección de Arsenia López, su profesora de canto.

Tuve que tomar el tren en Retiro, para que me llevara a Olivos.

Durante el trayecto una tierrita me entró en un ojo, de modo que en el momento de llegar a casa de Arsenia López, se me caían las lágrimas como si estuviese llorando. Desde la puerta de calle oí voces de mujeres, que hacían gárgaras con las escalas, acompañadas de un piano, que parecía más bien un organillo.

Alta, delgada, aterradora apareció en el fondo de un corredor Arsenia López, con un lápiz en la mano. Le dije tímidamente que venía a buscar noticias de Violeta.

–¿Usted es el marido?

–No, soy un pariente – le respondí secándome los ojos con un pañuelo.

–Usted será uno de sus innumerables admiradores –me dijo entornando los ojos y tomándome la mano–. Vendrá para saber lo que todos quieren saber, ¿cómo fueron los últimos días de Violeta? Siéntese. No hay que imaginar que una persona muerta, forzosamente haya sido pura fiel, buena.

–Quiere consolarme –le dije.

Ella, oprimiendo mi mano con su mano húmeda, contestó:

–Sí. Quiero consolarlo. Violeta era no sólo mi discípula, sino mi íntima amiga. Si se disgustó conmigo, fue tal vez porque me hizo demasiadas confidencias y porque ya no podía engañarme. Los últimos días que la vi, se lamentó amargamente de su suerte. Murió de envidia. Repetía sin cesar: “Alguien me ha robado la vida, pero lo pagará muy caro. No tendré mi vestido de terciopelo, ella lo tendrá; Bruto será de ella; los hombres no se disfrazarán de mujer para entrar en mi casa sino en la de ella; perderé la voz que trasmitiré a esa otra garganta indigna; no nos abrazaremos con Daniel en el puente de Constitución, ilusionados con un amor imposible, inclinados como antaño, sobre la baranda de hierro, viendo los trenes alejarse”.

Arsenia López me miró en los ojos y me dijo:

–No se aflija. Encontrará muchas mujeres más leales. Ya sabemos que era hermosa, ¿pero acaso la hermosura es lo único bueno que hay en el mundo?

Mudo, horrorizado, me alejé de aquella casa, sin revelar mi nombre a Arsenia López, que, al despedirse de mí, intentó abrazarme, para demostrar su simpatía.

Desde ese día Cristina se transformó, para mí, al menos, en Violeta. Traté de seguirla a todas horas, para descubrirla en los brazos de sus amantes. Me alejé tanto de ella que la vi como a una extraña. Una noche de invierno huyó. La busqué hasta el alba.

Ya no sé quién fue víctima de quién, en esa casa de azúcar que ahora está deshabitada.

 
rhcastro,29.10.2018

EL NERVIOSISMO DE LOS HÉROES
Fragmento del libro “Dios es redondo” de próxima aparición
Juan Villoro

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El nerviosismo de los héroes
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EL NERVIOSISMO DE LOS HÉROES
TONTOS:ABSTÉNGASE
En 1969, Chacarita Junior salió campeón en Argentina contra todos los pronósticos. Este equipo humilde y sorpresivo era entrenado por un señor de respuestas tan rotundas como su nombre, Geronazzo. Cuando le pidieron la receta para la corona, respondió: “La primera vez que los vi me dije: ‘Ningún equipo puede jugar bien si tiene más del 30% de bobos’. Bajé el porcentaje y fuimos campeones”.
En el fútbol está prohibido abusar de la tontería. Todo equipo que se precie de representar a la condición humana debe incluir a un par de tarados, pero de ahí no puede pasar la cosa.
El fútbol depende menos de los músculos que de la imaginación. El arte de saltar y jalar camisetas es una actividad mecánica que acompaña destrezas más significativas: la finta espectral, el pase al hueco cómplice, el amague de angustia, la pelota recuperada al anticipar la oscura intención del enemigo. El conjunto de estas virtudes integra la enciclopedia que llamamos “picardía” y que el jugador de talla mundial se sabe de memoria.
La condición física influye en el rendimiento pero no es decisiva. Si alguien pasa la mejor parte de su juventud en una hamaca, difícilmente tendrá derecho a amarrarse las agujetas en un vestidor de primera división. De cualquier forma, lo que define al genio de las canchas, su toque de calidad, es un atributo psicológico tan distintivo como la paranoia, la melancolía o el sentido del humor.
El futbolista pensante es preferible al que lleva un Nintendo en la cabeza, pero no todas las formas de la inteligencia sirven en la cancha. El razonamiento abstracto se vuelve dañino con la pelota en los pies. El fútbol exige una mente tan rápida y certera que debe confundirse con la intuición o los reflejos. Rodeado por tres marcadores, Romario descubre en un parpadeo la ruta de evacuación. Estamos ante uno de los pocos delanteros capaz de fintar a tres defensas con el hombro, de sortearlos con equilibrio de funámbulo de circo y nervios de corresponsal de guerra.
REGLAS PARA ESTAR ALEGRES
El fútbol también existe cuando la pelota no está en juego. El ejemplo más evidente es el festejo de los goles. La anotación normal desemboca en el abrazo colectivo y el regreso al medio campo. En ocasiones, la celebración se erradica por motivos tan tristes como éste: el equipo va perdiendo 0 a 5 y el ínfimo gol a favor es una prueba humillante de que los perdedores pueden jugar mejor. Otras veces, la fiesta es un solitario performance de la dicha: la voltereta de Hugo Sánchez, los brazos extendidos de Careca y su sinuoso recorrido de avión fumigador, el niño imaginario acunado por Bebeto, el zapato de Cardozo en la oreja, como un teléfono del Superagente 86.
Los estadios se han quedado perplejos ante las versiones cada vez más protagónicas y desaforadas de la felicidad postanotadora. Para los proclives al carnaval, el festejo resulta más complicado que el gol. Un oportunista que cucharea un balón rumbo a las redes, a un metro del portero, es capaz de correr hacia las rejas de la porra brava y trepar por los alambres con un dinamismo que jamás mostrará en la cancha. En cambio, el búlgaro Stoichtkov reventó a las más variadas defensas con trallazos incontenibles sin ceder a arrebato más emotivo que el intenso odio con que veía a sus rivales y a sus compañeros.
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Revista Digital Universitaria
10 de junio 2005 • Volumen 6 Número 6 • ISSN: 1067-6079
El ariete del género romántico no pierde oportunidad de rubricar su gol con un beso. Esto permite quedar bien con un familiar o una nación que requiere terapia de apoyo; en el Mundial de Francia Rivaldo besó con frenesí su alianza matrimonial y Zidane, descendiente de argelinos, besó la camiseta azul para lograr, según Le Nouvel Observateur, el gesto de integración racial más importante de la posguerra.
Por si estos signos de pasión no fueran suficientes, se ha puesto de moda que los anotadores se quiten el uniforme para mostrar su elocuente ropa interior: fotos de sus hijos, una estampa de la Virgen o la consigna “Salven a los delfines”. Esta variante editorial del festejo es la menos espontánea y la que mejor revela que los jugadores no sirven como periodistas.
La alegría es un valor subjetivo. Hay quienes celebran con una pamplonada interior y quienes corren como poseídos para abrazarse con su entrenador y derribar las cantimploras de agua. Pero el fútbol exige reglamentos. Los desorbitados que bailan una lambada muy larga, reciben tarjeta amarilla. En el código de urbanidad de la FIFA está mal visto que un jugador exagere su emoción. Como la sanción depende del criterio del árbitro, algunas coreografías cuentan con su beneplácito y otras son castigadas como crímenes de lesa teatralidad. Robbie Fowler, del Liverpool, fue suspendido seis partidos por celebrar un gol en plan de toxicómano: fingió que inhalaba una línea de cal. Es la pena más alta que el fútbol ha otorgado a un asunto de modales. La gestualidad empieza a ser sometida a un control tan riguroso como el antidoping. En su afán de que el jugador dé buen ejemplo, la FIFA olvida una condición central de la felicidad: el gozo siempre resulta excepcional y no puede legislarse.
“NO MATARÁS” Y OTRAS MUESTRAS DE INTELIGENCIA
Los psicólogos deportivos recomiendan salir al campo con cabeza fría. Resistir las vejaciones de los tifosos del Milán o los forofos del Real Madrid, aceptar que el gol legítimo sea negado por una pifia del silbante, soportar con donaire los escupitajos son requisitos mínimos para no ver una tarjeta roja. Contener la violencia requiere de una disciplina que, la verdad sea dicha, se consigue más fácil en el Tibet que en un estadio en ebullición.
La mente puede servirle al futbolista para no asesinar al defensa que estuvo a punto de triturarle el peroné, pero también para alardes más creativos. Pasemos a dos atributos cerebrales decisivos para el juego: el placer y la burla. Las grandes jugadas no tienen otra motivación que el gusto de hacerlas. Cuando Valderrama, Hagi o Beckham duermen en el empeine una pelota caída del cielo, no tienen tiempo de pensar en la situación de su equipo en la tabla ni en el profesionalismo que los comprometen con sus colores; actúan movidos por una dicha elemental, un disfrute que depende en partes iguales de la maestría de los movimientos y la conciencia de ser visto. El crack seduce y convierte las ovaciones en su espejo. En una ocasión, el escritor Osvaldo Soriano llegó al hotel donde estaba concentrada la selección argentina y pasó junto a Maradona sin hacerle caso. ¿Podía un cronista ignorar al máximo dignatario del buen toque? No pudo: Maradona tomó una mandarina y empezó a dominarla como un mago. Una sonrisa cruzó su rostro de divo gordo al saber que encandilaba al escritor.
Ahora vayamos a la burla: un futbolista nunca es tan inteligente como cuando se vuelve impredecible. El engaño hace interesante un deporte que moriría de tedio si todos sus lances fueran lógicos. El destronque de cintura, la pausa mortífera y el chanfle de dudosa trayectoria son asombros esenciales. Incluso las jugadas a balón parado se diseñan para la sorpresa.
Por lo general, cuando los jugadores salen del estadio llevan consigo su cabeza. Esto significa que también deben usarla en los entrenamientos y las concentraciones. Nada es tan aburrido como las esperas en los hoteles o los traslados rumbo a los estadios. Un equipo de fútbol dedica más tiempo a los juegos de mesa o a no hacer nada que a patear balones. Y para eso se necesitan nervios de acero.
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El nerviosismo de los héroes
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“El infierno son los otros”, dijo Sartre, que nunca estuvo concentrado en un equipo ni tuvo hijos ni asistió a una junta de condóminos. ¿Qué hubiera pensado de los esforzados varones que pasan más noches con su compañero de cuarto que con su esposa? La convivencia obligatoria y los entrenamientos sin otra recompensa que el dolor ponen a prueba la fibra de los héroes.
Los nervios son la última reserva de la integridad futbolística. En un ambiente donde todo está en venta y un presunto fanático del Barcelona como Luis Figo acepta ser fichado por el archirrival Real Madrid, de poco sirve indagar las emociones de los mercenarios. Los gladiadores de la hierba alquilan sus pies para patear balones al mayoreo o para anunciar talcos contra los hongos. La principal estadística de un jugador es el dinero que costó ficharlo. Y de poco sirve luchar contra este mercadeo, pues se trata de un delirio compartido. El traspaso de Zidane se amortiza de inmediato con la venta de cereales que contienen una réplica en plástico del futbolista. Lo único que hace inestable este absurdo emporio del consumo son los nervios de los protagonistas. No hay manera de tasarlos. La melancolía y las neurosis de área chica son tan difíciles de preveer como la bendita inspiración.
A diferencia del basquetbol, el fútbol americano o la natación, el fútbol no depende de habilidades corporales específicas. Se puede ser espigado (Guardiola) o barrigón (Maradona), tener aspecto de gitano (Futre) o de capitán de submarino (Effenberg), calibrar disparos con los dos pies (Platini) o no hacer otra cosa que usar la frente (Bierhoff). Lo decisivo, en todo caso, consiste en disponer de cierta picardía, en inventar lo improbable y dominar la angustia para meter un penalty en el minuto 90.
La magia del fútbol depende del sistema nervioso, ese misterio que no puede ser cuantificado. De pronto, el ganador del Balón de Oro se deja afectar por un temor o una superstición y su remate acaba en la fila 17; segundos después, un novato sin nombre ni sueldo fijo le pierde el respeto a la leyenda y anota uno de esos goles que hacen creer que la gloria se improvisa. La guerra de nervios no está bajo contrato. Es la parte gratuita del fútbol, lo único en que los titanes del pasto se parecen a nosotros, que sólo jugamos con la mente.
 
rhcastro,29.10.2018
Ayer estuve leyendo la moto patas arriba de Cortázar y me agradó bastante.
Acá dejo este cuento popular español:


La viejecita y el curandero

Había una vez una anciana que tenía problemas en la vista e hizo llamar a un curandero. Este la examinó atentamente y afirmó que podía curarla, a condición de que mantuviera los ojos cerrados mientras el tratamiento hacía efecto. La anciana aceptó.

El curandero preparó una poción. La anciana la bebió con los ojos cerrados y se quedó así durante unos momentos. Entonces el charlatán aprovechó para robarle sus cuadros, joyas, muebles y alfombras.

Cuando la anciana abrió los ojos el charlatán quiso cobrarle pero la anciana se negó.

-No, no te pagaré porque no me he curado –le dijo al curandero-. Incluso puedo afirmar que mi enfermedad ha empeorado. Antes veía mis muebles, mis cuadros, mis joyas y mis alfombras, pero ¡ahora ya no los veo!
 
rhcastro,30.10.2018
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Man-man
Por V.S. Naipaul
Todos los que vivían en Miguel Street decían que Man-man estaba loco, y por eso lo dejaban solo. Pero no estoy seguro de que así fuera, y se me ocurre que podría encontrar gente que estaba mucho más loca que él.
Desde luego, no lo parecía: era un hombre de mediana estatura, delgado, y hasta bien parecido. Su mirada no respondía a la que podía esperarse de un loco, y si se le hablaba, se podía estar seguro de obtener una respuesta muy razonable.
Lo que pasa es que tenía unas costumbres bastante curiosas.
Por ejemplo, se presentaba a cualquier elección que hubiera, fuera municipal o legislativa, y entonces se dedicaba a pegar carteles por todo el distrito. Unos carteles muy bien impresos, con sólo la palabra “Vota” y, bajo ella, el retrato de Man-man.
Y en cada elección obtenía exactamente tres votos. Eso no me cabía en la cabeza: por supuesto que Man-man se votaba a sí mismo, pero ¿quiénes eran los otros dos?
Le pregunté a Hat.
–No tengo ni idea, muchacho –me dijo–. Es un auténtico misterio. Pero a lo mejor son unos bromistas. Ahora, qué menudos bromistas si hacen lo mismo tantas veces: tienen que estar locos como él.
Y durante mucho tiempo estos otros dos locos me obsesionaron. Cada vez que veía a alguien haciendo algo raro, me preguntaba: ¿Habrá votado por Man-man? Así que, por lo menos, en nuestra ciudad había dos tipos misteriosos.
Man-man no trabajaba nunca, pero tampoco se le encontraba ocioso. La palabra le tenía hipnotizado, especialmente la palabra escrita, y podía pasarse un día entero escribiendo una sola palabra.
Cuento del Mes
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Un día me lo encontré al final de Miguel Street.
–¿Adónde vas, muchacho? –me preguntó.
–A la escuela.
Y Man-man, mirándome solemnemente, me dijo en tono jocoso:
–Con que a la escuela, ¿eh?
–Pues sí, voy a la escuela –contesté automáticamente, y de repente me di cuenta de que, sin proponérmelo, había imitado el acento correcto y muy inglés de Man-man.
Ese era otro de los misterios de Man-man: su acento. Oyéndole hablar con los ojos cerrados se podía pensar que era un caballero inglés (no muy preocupado por la gramática, desde luego) el que hablaba.
–Así que el hombrecito va a la escuela –dijo para sí.
Entonces se olvidó de mí y sacó un trozo largo de tiza de su bolsillo y comenzó a escribir en la acera. Trazó la forma de una E y luego la adornó, y siguió con una S, una C y una U. Pero luego se entretuvo escribiendo otra y otra U, cada una de tamaño menor que la anterior, hasta utilizar minúsculas, una detrás de otra.
Cuando volví a casa a comer había llegado a French Street y todavía seguía escribiendo la letra U, corrigiendo los errores con un trapo
Por la tarde ya estaba casi otra vez en Miguel Street., después de haber rodeado la manzana. Fui a casa, me cambié el uniforme del colegio por ropa de casa y salí otra vez a la calle. Para entonces, Man-man ya andaba por la mitad de la calle.
–¿Así que el hombrecito ha ido hoy a la escuela?
–Pues sí.
Se levantó y se estiró; luego volvió a acuclillarse y escribió la E, la L y una gran A, que rellenó y adornó lenta y primorosamente. Cuando la terminó, se levantó y dijo:
–Tú has terminado tu trabajo y yo he terminado el mío.
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O también ocurría que le decías que ibas al cricket: entonces escribía CRICK y se concentraba en la E hasta que te veía de nuevo.
Un día Man-man fue a la cafetería grande que había en la parte más alta de Miguel Street y comenzó a ladrar y a gruñir a los parroquianos sentados en los taburetes como si fuera un perro. El propietario, un portugués grandote con las manos peludas, le dijo:
–Man-man, lárgate antes de que tengamos un lío.
Man-man soltó una carcajada y le echaron de allí.
Al día siguiente, el propietario encontró con que alguien había entrado en el local durante la noche, dejando todas las puertas abiertas, pero no echó nada en falta.
–Hay algo que nunca debe hacerse –comentó Hat–, meterse con Man-man: se acuerda de todo.
A la noche siguiente, el café fue asaltado otra vez, pero ahora aparecieron montoncitos de excrementos en el centro de los taburetes, encima de cada mesa y dispuestos a intervalos regulares lo largo de toda la barra. El propietario del local fue el hazmerreír de toda la calle durante varias semanas, y sólo después de bastante tiempo volvió la gente a frecuentar la cafetería.
–Ya te lo dije, muchacho, no te metas con ese hombre. Tiene muy mala mente, Dios le ha hecho así –dijo Hat.
Este tipo de cosas hacía que la gente le dejara solo. El único amigo que tenía Man-man era un perrito callejero blanco, con manchas negras en las orejas. Tenía un cierto aire a Man-man y era un perro muy extraño: jamás ladraba, evitaba mirar directamente y nunca hacía amistad con los otros perros: si alguno se mostraba amistoso o agresivo, el perrito de Man-man le dirigía una breve mirada desdeñosa y se marchaba al paso, sin volver la vista. Man-man adoraba a ese perro y éste le quería a él: estaban hechos el uno para el otro y Man-man no podía vivir si su perro.
Por si fuera poco, Man-man parecía ejercer un gran control sobre los intestinos del animal.
–Eso me deja de una pieza –comentaba Hat–, no le pillo el truco.
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Todo el asunto comenzó en Miguel Street. Una mañana, algunas de las mujeres de la calle encontraron que la ropa tendida por la noche estaba manchada con los excrementos de un perro. Por supuesto, después de eso nadie quiso utilizar las sábanas y las camisas y cuando Man-man pidió que se las dieran la gente se mostró deseosa de complacerlo. Man-man sacaba dinero vendiendo esa ropa.
–Eso, eso es lo que hace dudar si ese tipo está realmente loco –decía Hat.
Las actividades de Man-man se extendieron más allá de Miguel Street y todos los que habían sufrido las consecuencias del perro ansiaban que los demás las sufrieran también. Y creo que los de Miguel Street estábamos un poco orgullosos de él.
No sé cuál fue la causa de que Man-man se corrigiera. Quizá fuera la muerte de su perro o algo así. Al perro lo atropelló un coche y, según Hat, dio un chillido cortito y se calló para siempre.
Man-man vagabundeó unos cuantos días aturdido: no volvió a escribir letras por la calle, no me hablaba a mí ni a ningún otro chico, empezó a murmurar para sí y a retorcerse las manos como si tuviera malaria.
Un día dijo que había visto a Dios después de darse un baño. Esto no era sorprendente: ver a Dios era bastante corriente en Puerto España y, desde luego, en Trinidad. Ganesh Pundit, el curandero místico de Fuente Grove, había sido el primero. También él había visto a Dios y había publicado un folletito titulado Lo que Dios me ha dicho. Muchos místicos rivales y no pocos curanderos habían anunciado que lo mismo les había ocurrido a ellos, y ya que Dios andaba por nuestra zona, supongo que era natural que Man-man pudiera verlo.
Empezó a predicar al final de Miguel Street, bajo el toldillo de la tienda de Mary, todos los sábados por la noche. Se había dejado barba y se vestía con una túnica blanca y larga. Se hizo con una Biblia y otros objetos de culto y permanecía de pie, bajo la blanca luz del acetileno, predicando. Lo hacía de forma extraña, pero era un predicador imponente: hacía llorar a las mujeres y conseguía que personas como Hat se sintieran intranquilas.
Sujetaba la Biblia con la mano derecha y la golpeaba con la izquierda, mientras decía con su perfecto acento inglés:
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–Estos últimos días he estado charlando con Dios y lo que me ha dicho no era demasiado halagador. Ahora los políticos no saben hablar nada más que de convertir nuestra isla en autosuficiente. ¿Pues sabéis lo que Dios me dijo anoche? ¿Anoche, después de cenar? Pues me dijo: Man-man, échale un vistazo a toda esta gente. Y me mostró al marido devorando a su mujer y a la mujer devorando a su marido. Me mostró al padre devorando al hijo y a la madre devorando a la hija. Me mostró al hermano devorando a la hermana y a la hermana devorando al hermano. Eso es lo que los políticos entienden por autosuficiencia. Pero, hermanos, todavía no es demasiado tarde para volver a Dios.
Yo tenía pesadillas los sábados por la noche, después de oír la prédica de Man-man. Pero lo curioso es que la gente acudía más cuanto más miedo les metía Man-man, y cuando se hacía la colecta daban como nunca.
Durante el resto de la semana se limitaba a merodear envuelto en su túnica blanca, mendigando la comida. Decía que había hecho lo que Jesús había ordenado: había regalado todas sus cosas. Y con su larga barba negra y sus ojos profundos y brillantes nadie podía negarle nada. A mí ya no me hacía caso y nunca volvió a preguntarme:
–Con que vas a la escuela, ¿eh?
Los habitantes de Miguel Street estaban desconcertados con el cambio. Trataron de convencerse de que Man-man estaba verdaderamente loco, pero como yo, nunca estuvieron seguros de si Man-man estaba en lo cierto.
El siguiente paso fue absolutamente inesperado. Man-man anunció que era un nuevo Mesías.
–¿No sabéis la última? –dijo un día Hat.
–¿Qué?
–Man-man, que dice que le van a crucificar un día de éstos.
–Pero no habrá nadie que se atreva con él –dijo Edward–. Todos le tienen miedo.
–No, hombre, no es eso. Se va a crucificar él solo. Cualquier viernes es éstos va a ir a Blue Basin, se va a atar a una cruz y va a dejar que todos le apedreen.
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Alguien, creo que fue Errol, soltó una carcajada, pero al ver que nadie le seguía se calló. Y por encima de nuestro asombro y nuestra preocupación estaba el orgullo de saber que Man-man procedía de Miguel Street, nuestra calle.
Empezaron a aparecer pequeñas notas manuscritas en las tiendas, en los cafés y en las puertas de algunas casas: anunciaban la crucifixión inminente de Man-man.
–La que se va a juntar en Blue Basin –comentó Hat con satisfacción–: he oído que hasta van a mandar a la policía.
El día anunciado, mucho antes de que abrieran las tiendas y de que circularan los trolebuses por la avenida Ariapita, la multitud se agolpaba al final de Miguel Street. Había montones de hombres vestidos de negro y muchas más mujeres vestidas de blanco, todos cantando himnos. Aunque sin cantar, también podían contarse alrededor de veinte policías.
Cuando Man-man apareció, con su pinta de santo delgaducho, las mujeres chillaron y se abalanzaron para tocarle la túnica. La policía se mantenía atenta para controlar la situación. Luego apareció una furgoneta con una gigantesca cruz de madera.
Hat, poco feliz en su traje de sarga, comentó: “Me han dicho que la cruz es de madera aglomerada y no pesa nada. Es muy ligera”.
–¿Es que eso importa? –le replicó abruptamente Edward–. Lo que importa es el espíritu, la esencia del asunto.
–No he dicho nada –contestó Hat.
Algunos hombres echaron mano a la cruz para dársela a Man-man, pero éste les detuvo. Su acento inglés impresionaba en la clara mañana:
–Aquí no, déjenla para Blue Basin.
Hat se llevó una desilusión.
Fuimos andando hasta Blue Basin, las cascadas situadas al norte de Puerto España, y a las dos horas estuvimos allí. Desde la carretera, Man-man se echó la cruz al hombro, subiendo primero por el camino rocoso y bajando luego hasta Blue Basin. Allí unos hombres levantaron la cruz y ataron a ella a Man-man.
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–Lapidadme, hermanos –dijo éste.
Unas mujeres sollozantes le arrojaron a los pies puñaditos de arena y de grava.
Man-man dio un gruñido:
–Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen –luego gritó–: ¡Lapidadme, hermanos!
Un guijarro del tamaño de un huevo le acertó en el pecho.
–Lapidadme, ¡lapidadme!, ¡LAPIDADME, hermanos! Yo os perdono.
–Ese tipo es un valiente –comentó Edward.
Todos empezaron a tirarle piedras, apuntándole a la cara y el pecho. Man-man, adolorido, pareció sorprenderse. Dio un berrido.
–Pero ¿qué demonios es esto? ¿Qué demonios os créeis que estáis haciendo? Oídme, bajadme rápido de aquí y me las veré con el hijo de puta que se ha atrevido a tirarme esa piedra.
Desde donde estábamos Hat, Edward y los demás, aquello sonaba como un grito de agonía.
Una piedra de mayor tamaño le acertó, mientras las mujeres seguían con puñaditos de arena y de grava.
Oímos la voz de Man-man, estentórea:
–¡Suficiente! ¡Se acabó esta estupidez! ¡Se acabó, digo! –y se puso a lanzar insultos de forma tan soez, que todo se quedaron paralizados por la sorpresa.
Finalmente, la policía se llevó a Man-man y las autoridades lo pusieron bajo observación. Esta vez para siempre.
(Traducción revisada por Bartolomé Leal)
FIN
 
henrym,30.10.2018
La viejecilla tiene toda la razón al no querer pagarle al curandero, je je!
 
Clorinda,31.10.2018
Man-man estaba loco, pero no para tanto!
 
Clorinda,31.10.2018

Cuento de Mario Benedetti: Los pocillos

Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro. “Negro con rojo queda fenomenal”, había sido el consejo estético de Enriqueta. Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color.

“El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?”, preguntó Mariana. La voz se dirigía al marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José Claudio contestó: “Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo”. Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no parecían de ciego. La mano de José Claudio empezó a moverse, tanteando el sofá. “¿Qué buscás?” preguntó ella. “El encendedor”. “A tu derecha”. La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese temblor que da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la mano izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición del calor. Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. “¿Por qué no lo tirás?” dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba también las modulaciones de la voz. “No lo tiro porque le tengo cariño. Es un regalo de Mariana”.

Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él cumplió treinta y cinco años y todavía veía. Habían almorzado en casa de los padres de José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con mejillones, y después se habían ido a caminar por la playa. Él le había pasado un brazo por los hombros y ella se había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían regresado al apartamento y él la había besado lentamente, amorosamente, como besaba antes. Habían inaugurado el encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias.

Ahora el encendedor ya no servía. Ella tenía poca confianza en los conglomerados simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella época?

“Este mes tampoco fuiste al médico”, dijo Alberto.

“No”.

“¿Querés que te sea sincero?”.

“Claro.”

“Me parece una idiotez de tu parte.”

“¿Y para qué voy a ir? ¿Para oírle decir que tengo una salud de roble, que mi hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido, que mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi notable salud sin ojos.”

La época anterior a la ceguera. José Claudio nunca había sido un especialista en la exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era ese rostro antes de adquirir esta tensión, este presentimiento. Su matrimonio había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando estalló el infortunio, él se había negado a valorar su ‘amparo, a refugiarse en ella. Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía siendo tal, aun cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado de hablar de sí.

“De todos modos deberías ir”, apoyó Mariana. “Acordate de lo que siempre te decía Menéndez”.

“Cómo no que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase famosa: La Ciencia No Cree En Milagros. Yo tampoco creo en milagros.”

“¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es humano”.

“¿De veras?” Habló por el costado del cigarrillo.

Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir, simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había bastante margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese ver; pero ésa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que estuviese dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. El menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido –sinceramente, cariñosamente, piadosamente- protegerlo.

Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud. Primero fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el comienzo estuvieron rodeados por un halo constante de cariño, ahora se habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue un temor horrible frente a la posibilidad de una discusión cualquiera. El estaba agresivo, dispuesto siempre a herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era increíble como hallaba siempre, aun en las ocasiones menos propicias, la injuria refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si ésta oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros.

Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal.

“Qué otoño desgraciado”, dijo. “¿Te fijaste?”. La pregunta era para ella.

“No”, respondió José Claudio. “Fíjate vos por mí”.

Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. Al margen de José Claudio, y sin embargo a propósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda. Siempre que miraba a Alberto, se ponía linda. El se lo había dicho por primera vez la noche del veintitrés de abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho días: una noche en que José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella había llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir hasta que había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y segura. ¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella hablaba con él, o simplemente lo miraba, y sabía de inmediato que él la estaba sacando del apuro. “Gracias”, había dicho entonces. Y todavía ahora, la palabra llegaba a sus labios directamente desde su corazón, sin razonamientos intermediarios, sin usura. Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos gratitud, pero eso (que ella veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo. Para ella, querer había sido siempre un poco agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en los buenos tiempos, le había agradecido que él, tan brillante, tan lúcido, tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado en lo otro, en eso de provocar la gratitud, y había fallado tan luego en la ocasión más absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla más.

A Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese primer socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser fuerte. Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque Alberto era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del equilibrio, pero también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años, Alberto y ella habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se detenía con espontánea discreción en los umbrales del tuteo y sólo en contadas ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso Alberto envidiara un poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber dado con una mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho que Mariana había obtenido la confesión de que la imperturbable soltería de Alberto se debía a que toda posible candidata era sometida a una imaginaria y desventajosa comparación.

“Y ayer estuvo Trelles”, estaba diciendo José Claudio; “a hacerme la clásica visita adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a verme”.

“También puede ser que te aprecien”, dijo Alberto, “que conserven un buen recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta parte”.

“Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo”. La sonrisa fue acompañada de un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía.

Cuando Mariana había recurrido a Alberto, en busca de protección, de consejo, de cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizá de pudor, había una razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por eso, justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las letras, por simplemente dejar que él la envolviera en su ternura acumulada de tanto tiempo atrás, por sólo permitir que él ajustara a la imprevista realidad aquellas imágenes de ella misma que había hecho transcurrir, sin hacerse ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos insomnios. Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si todo hubiera estado dispuesto para la mutua revelación, como si sólo hubiera faltado que se miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo más importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana sintió de pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era nada más que eso: Alberto y ella.

“Ahora sí podés calentar el café”, dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la mesita ratona para encender el mecherito de alcohol. Por un momento se distrajo contemplando los pocillos. Sólo había traído tres, uno de cada color. Le gustaba verlos así, formando un triángulo.

Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La mano empezó a moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se introdujeron por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en una dolorosa contracción que le había impedido disfrutar de la caricia. Ahora estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una especie de protección divina.

Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud. Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y previsto. Como todas las tardes la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón. Finalmente se detuvo sobre los labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes, besó silenciosamente aquella palma y cerró por un instante los ojos. Cuando los abrió, el rostro de José Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese momento incluía siempre un poco de temor.

Un temor que no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa.

“No lo dejes hervir”, dijo José Claudio.

La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró el mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos directamente desde la cafetera.

Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para alcanzárselo a su marido, pero, antes de dejarlo en sus manos, se encontró además, con unas palabras que sonaban más o menos así: “No, querida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo”.
 
rhcastro,31.10.2018
Los he leído ''casi'' todos (Me falta el que dije en la página anterior de martilu y este último) y los que no he leído es por falta de tiempo, como creo que les sucede a todos.
Es muy bueno tener este espacio para volver y re involucrarnos con esos textos que no pudimos leer con anterioridad.
Hay en el foro crítica un lugar (creo de nínive no estoy segura) donde también se propició a la lectura (y la opinión o algo así. Lo leí todo (o al menos lo intenté y después en algún comentario Pachita Rex se refirió a la lectura diaria: Un texto al día. Eso me agradó y vine acá con su idea.

En fin. Con tiempito y las alcanzo muchachas (y apuestos caballeros no tan jóvenes jojo). Es un placer compartir con cada uno.

Solo intenté disculparme por mi poca o casi nula participación.
 
Clorinda,01.11.2018
Ni poca ni nula, Leticia. Tu tiempo es oro y se nota tu participación. Siempre hay un momentito para alimentar el espíritu. En lo particular estos textos me están reivindicando un poco por haberlos dejado pasar sin detenerme a leerlos. A veces es necesario elegir: todo no se puede, pero un cuento por día es una buena dosis, y las obras de excelentes autores que se están publicando bien valen la pena.
Este foro es una joyita; sigamos agregando diamantes!!
 
juancarlosII,01.11.2018
FRANZ KAFKA, UN DESCONOCIDO ESCRITOR
Pablo Paniagua

La otra mañana, a eso de las seis, me desperté con esta pregunta en la cabeza: ¿Qué pasaría si Franz Kafka viviera ahora, siendo un total desconocido, e intentara buscar un editor? Esta pregunta, sin duda, nace de la afirmación de un amigo que dice: “Los grandes escritores del siglo XX serían rechazados hoy en todas las editoriales, por lo menos en las de España.”

Un modesto escritor, llamado Franz Kafka, dormía acurrucado en un colchón cubierto con un par de mantas. Era viernes y no había ido a trabajar porque estaba enfermo, tenía una incipiente bronquitis y no paraba de toser. Ya desde pequeño su salud se demostró bastante frágil, sobre todo en las vías pulmonares, y ahora, por ser invierno, era proclive a enfermarse con facilidad. Entre el compás de su forzada respiración de pronto escuchó el timbre de la puerta, por lo que se levantó casi tiritando, con una manta sobre los hombros, para ver quién llamaba con tanta insistencia. Al abrir, pudo comprobar que era la señora encargada de limpiar la escalera que, en sus manos, traía una carta con membrete.

–Esto estaba encima de los buzones, señor Kafka. Es para usted –dijo la señora.

–Gracias –dijo al recibirla.
–Y cuídese, que no le veo muy bien –añadió antes de irse, a modo de despedida.
Franz Kafka miró el remitente y vio que se trataba de la editorial Adiagrama (la del prestigioso editor Juan Iturralde), sita en la ciudad de Barcelona. Hacía justo dos meses les envió un original, sin ser un ejemplar solicitado, y le extrañó que le contestaran con tal prontitud. Con la emoción casi se olvidó del frío, de su malestar y de la tos, pensando que podían haber aceptado su novela. Abrió el sobre y extrajo una carta que decía:

28/02/2007 Estimado Franz Kafka,
Sentimos comunicarle que, debido al exceso de títulos contratados, nos resulta imposible incluir EL PROCESO en nuestra programación, sin que eso suponga un juicio negativo de su obra.
Confiamos en que no tenga problemas para su publicación en cualquier otra editorial con menos agobio de títulos y, agradeciéndole haya pensado en Adiagrama, le saludamos muy cordialmente.
Atentamente, Laura Carral.
Le recordamos que no nos resulta posible devolver los originales no solicitados, a no ser que el autor lo recoja por sus propios medios en el plazo de un mes de esta carta.

Editorial Adiagrama.

Así era esa carta de rechazo, una de tantas, pero esta vez de su editorial predilecta. El contenido venía a ser el mismo de las demás editoriales, casi con idénticas palabras, de la amable carta que le imposibilitaba para publicar y que, de plano, le arrojaba al ostracismo. Había pedido informes por Internet, enviado la información requerida y algún que otro original, pero ningún editor del mundo tenía interés en publicar su novela. Tanto tiempo y tanto esfuerzo para escribir una novela incomprendida, sin valor comercial, una rareza literaria sin sentido para cualquier editor, cuando el predominio del género novelístico oscilaba entre historias de misterio y ambientaciones de relatos históricos. Su novela, sin duda, era vista como la obra excéntrica de un loco, algo anodino y sin sentido para cualquier lector, una apuesta estética inútil y, por tanto, un producto desechable. Total, Franz Kafka era un don nadie, un escritor sin futuro, un asunto menor, un fracasado para cualquiera y para él mismo. “Ya podía ponerse a trabajar en vez de escribir semejante basura”, debían pensar en las editoriales donde envió el original de “El Proceso”.

Pero Franz Kafka escribía por una necesidad visceral, porque era un artista al que no le importaba pasar hambre y sufrir penalidades con tal de seguir adelante con su pasión. Ésa era su vida y su sueño, su apuesta.
Él era un emigrado checo que decidió abandonar el hogar familiar, e incluso su país, después de haber sufrido un desengaño amoroso, lo que le sirvió de pretexto, además, para librarse de un insufrible padre al estaba cansado de soportar. De tal modo que en compañía de su mejor amigo, Max Brod, tomó rumbo hacia tierras españolas con destino a la ciudad de Madrid, donde ambos alquilaron un pequeño apartamento en el barrio de Tetuán. Ese viernes, cuando abrió la puerta para recibir la carta, su amigo Max se había ido como de costumbre a trabajar, y él estaba solo y enfermo entre las estrechas paredes de lo que suponía su nuevo hogar. Encima de la mesa estaba su vieja computadora portátil, que compró de segunda mano, y dentro de ella un par de novelas y algunos relatos. Pensó, entonces, que empezaría una nueva novela, de un castillo que estaba siempre a la vista pero que era inalcanzable, donde todos los caminos conducían a él y por ellos nunca se llegaba, donde se sabía de sus habitantes pero difícilmente se dejaban ver. Era la metáfora de esa incapacidad de publicar sus escritos, de editoriales que eran castillos de burocracias inexpugnables e incapacidad. Ahora, no podía hacer nada más que escribir esas historias, que sólo él y su amigo Max comprendían, para olvidarse de todos los infortunios de su vida sumergiéndose en la literatura, cuando se preguntaba si algún día su trabajo vería la luz pública. Así, influido por estos pensamientos, se pasó toda la tarde escribiendo, con la tos y la manta sobre los hombros, algo que empezaba así:

Cuando K llegó ya era de noche. La aldea estaba cubierta por una espesa capa de nieve. Nada se podía distinguir en las alturas, sumidas entre niebla y oscuridad, y ni siquiera la más débil luz indicaba la presencia de un gran castillo. K se quedó un buen rato de pie en el puente de madera que unía la carretera con el pueblo, elevando su mirada hacia un vacío penetrante.
Ésa era precisamente la imagen de su vida, todo brumas y oscuridad a su alrededor, incomprensión por todos lados ante su forma de entender la literatura, con un estilo tan peculiar de laberintos conceptuales que a la vez buscaban una justificación por medio de un proceso racional, donde el protagonista de sus historias chocaba contra esa muralla de convencionalismos inamovibles, los mismos que él padecía con la industria editorial. Pero él, a pesar de todo, no podía dejar de escribir y escribir…
Max Brod llegó del trabajo, envuelto en un abrigo largo y con la cara enrojecida por el frío, pero con una sonrisa por estar de nuevo ante la presencia de su admirado y gran amigo.

–¿Cómo te fue, Franz? ¿Estás mejor? –fueron sus primeras palabras.
–Hoy es un gran día para mí –contestó–. Empecé una novela que se llama “El Castillo”.

En ese momento, Max Brod vio sobre la mesa la carta de la editorial Adiagrama, que cogió para leer.
–Podía haber sido un mejor día… –dijo con tristeza.
–No te preocupes, lo importante es creer en lo que haces por encima de todas las trivialidades que nos acosan, sin perder los ánimos para continuar con lo que un día decidiste hacer.
–Eso no lo dudo Franz –dijo Max con una leve sonrisa–, pero creo que deberías hacer algo más que escribir.
–¿Algo como qué?
–Tú lo que necesitas son lectores, eso es lo importante. Si la industria editorial te rechaza, lánzate como escritor por Internet y demuéstrales de lo que eres capaz. Tú, mi querido amigo, eres un buen escritor que no merece el desprecio de un grupo que sólo mira por el dinero, mientras rechazan el arte. No dejes que nadie eche por tierra tu sueño de ser escritor, porque tú ya lo eres, de eso no tengo ninguna duda.
Franz Kafka se quedó pensativo por unos instantes, tosió un par de veces, y levantó la cabeza para mirar a su amigo, con esos ojos oscuros que siempre denotaban cierta melancolía, y dijo:
–Seguiré tu consejo… De nada necesito a los que no valoran mi trabajo… Me lanzaré como escritor por Internet, para encontrar lectores que no se conformen con lo que el mercado editorial les trata de imponer como literatura de calidad, cuando muchas veces no lo es… Les demostraré, como tú dices, de lo que soy capaz, que la literatura es un arte que nada tiene que ver con el comercio, que la literatura no son hamburguesas de McDonald´s ni latas de Coca-Cola, que la literatura se merece mucho más que ser vilipendiada por actos de mercadotecnia…
Ahora Franz Kafka se expresaba con entusiasmo, pues, desde luego, no iba a dejar que nadie pisoteara sus sueños, lucharía por hacerse un lugar frente esa industria editorial que había perdido, en gran parte, su vocación de servir al engrandecimiento de algo que se estaba olvidando, para pasar a un descolorido pastiche de lo que decía o ambicionaba ser.

–¿Quién publicaría hoy a autores como Thomas Mann o Marcel Proust? –se terminó por preguntar.

Max Brod, al escuchar lo que era una queja más que una pregunta, una crítica feroz, una realidad, soltó una carcajada que rebotó en las paredes del pequeño salón, mientras se despojaba del abrigo.
–Bien lo dices, mi querido Franz… Bien lo dices…
–¡Ya sé lo que haré! –exclamó Franz Kafka, ante una idea repentina–. Publicaré en un blog, como novela por entregas, “La metamorfosis”. Creo que la historia de Gregorio Samsa, que de un día para otro se convirtió en cucaracha, será ideal para publicar en Internet.

Y los dos amigos decidieron abrir una botella de vino tinto de Rioja, para así brindar por todos aquéllos que creen en la salvación de la literatura.
–¡Bienvenido sea Internet, porque muy pronto de ahí saldrán grandes escritores!
Exclamó Max Brod, entre el tintineo de los dos vasos al chocar
 
Clorinda,02.11.2018
Tal vez si Kafka hubiera nacido en nuestros tiempos, donde todo se mezcla, y los buenos son malos y los malos, buenos (a veces), él sería una simple cucaracha.
 
rhcastro,02.11.2018
¡Eso! jeje.
 
Martilu,02.11.2018
Mi tío de Lima, un relato corto de Hebe Uhart
–¿Con quién vives tú?
–Con mi mamá, mi papá y mi abuelita –dije.
–Ve a llamar a tu mamá, ¿quieres? Dile que vino José Mazzini de Lima.
Observé que la fórmula peruana para pedir una cosa era diferente: él no quería decir si yo quería ir a llamar a mi mamá, era como si dijera: “Quiero que llames a tu mamá con tu consentimiento”, pero disentir era imposible.
La voz era rica, plena, suave. No era una voz de argentino. Era como si brotara de algún lugar profundo dentro de él y como si vibrara un poquito en su cuerpo.
–¡Vino José Mazzini de Lima!
–Abrí la puerta del comedor –dijo mi mamá.
Ella se acomodó el pelo y acomodó una silla. Estaba nerviosa: hacía 40 años había llegado el tío Pipotto de Lima justo el día en que se escaparon los chanchos. Ahora este tío y el comedor estaba desordenado,
–¡Sacá esos trapos! ¡No servís para nada!
Habitualmente esa observación me irritaba, pero esa vez no me afectó; venía un pariente de Lima y por eso mismo iba a esconder los trapos en un lugar insólito: detrás de un jarrón de porcelana; ojalá que se asomaran un poco.
Finalmente mi mamá salió, ya con cara de recibir visita. La cara de visita era para todos igual: afable, cortés, casi siempre desenvuelta, como si de antemano descontara que iba a recibir un gran placer. Con esa misma cara recibía a una amiga íntima y también a la señora de Bastión, que tenía un hijo mogólico de 40 años y explicaba minuciosamente cómo le cortaba la carne en pedacitos para que no se atragantara. Salió a la calle y dijo:
–¿Qué tal? –como si lo hubiera visto hace un año.
Mi tío de Lima, con la voz un poco emocionada, con un leve matiz de duda para que la emoción fuera después más plena y el encuentro más histórico, le dijo:
–Tú eres Emilia, ¿ya?
–Y tú José –dijo mi mamá hablando de tú seguramente por contagio. Nunca la había oído hablar de tú y pensé que a lo mejor lo haría en otras oportunidades que yo desconocía.
Se abrazaron y José tenía los ojos brillosos. Entonces mi mamá dijo:
–A ver…Vos sos hijo de Cayetano.
–No –dijo–, de Juanito. Cayetano tuvo dos hijos: uno volvió a Italia y el segundo, Marcos…
–Pero es cierto –dijo mi mamá un poco fastidiada porque se había equivocado–. ¡Qué tonta! Si sos hermano de…
Cuando se estableció bien la filiación, lo invitó al comedor a sentarse en unas sillas duras, altas e incómodas. Mi tío de Lima se sentó sin reparar en ellas como si una silla fuera un obstáculo útil para sentarse, y siguió muy emocionado.
–¿Y la tía Teresa? –dijo.
No dijo “la tía”; dijo algo así como “la zia”. Claro, resulta que era sobrino de mi abuela. Pero mi abuela estaba en su pieza, sentada en su cama rezando, acomodando todas las estampitas como para un solitario y no sabía que había venido un sobrino. Ella acomodaba todas las estampitas sobre la cama, les rezaba y las cambiaba de lugar de acuerdo con algún orden.
Ella rezaba para todos, pero quién sabe si se acordaba de ese sobrino.
Mi mamá dijo:
–Un momentito, le voy a avisar. Quedate con el tío José.
El tío José me sonrió y me contó cómo había venido.
Mi mamá no fue alborozada a decirle a mi abuela que había venido José; fue para ver si la abuela tenía las estampitas en orden sobre la frazada y para peinarla. Con el apuro, el peinado y es precipitación, mi abuela no entendía de qué se trataba. Sólo que era alguien de Lima. Mi abuela hizo un gesto como diciendo: “Justo ahora”. Estaba por la oración de San Francisco. Estaba atrasada en el rezo y ya venía atrasada del día anterior. Además quería estar con cierta majestad en la cama y sentía en ese momento que no tenía ninguna majestad, se sentía un poco débil. Mi mamá le puso colonia y mi abuela revivió. Le pidió a mi mamá que saliera y la dejara sola un minuto para prepararse para la visita. Mi abuela era imperiosa; tenía la nariz larga y afilada y la mandíbula sobresaliente; llevaba la boca siempre apretada y era flaca. Ella decía siempre:
–Pónelo cua. Pónelo la. Torna cuesto. Porta vía. Mete cuesto in la. Guarda cua. Tapa il sole. Ve in casa. Prego, levanta la stampa. Sta in calma.
Después entró mi tío de Lima a la pieza de mi abuela, y otra vez la filiación. Con mi abuela fue más largo el asunto; dijo que sí, que comprendía, pero me parece que dijo que entendía porque ya iba para largo. La verdad es que mi abuela, por tratarse de ella, hizo mucha alharaca. Ella también tenía una voz para las visitas y una amabilidad distinta, pero siempre como si el centro fuera ella. Ella sabía que era una anciana venerable que había vivido y trabajado duramente: no esperaba más que laureles y siempre cosechaba laureles y rosas de las visitas. Pero esta vez era diferente: le pidió a mi mamá estar a solas con su sobrino de Lima y mi mamá vio la parte práctica del asunto, que era hacer la comida, mandarme al almacén, etc. Todo esto era normal. Lo que no era normal era lo que se oía desde la pieza de mi abuela. MI abuela lloraba con la voz quebrada, como si le hubiera salido una voz finita, de viejita femenina, con agudos estridentes que nunca le había escuchado.
Se estaba confidenciando. Era una voz de víctima y de prima dona, a veces de pajarito. José le decía “tía” como si la hubiera visto toda la vida y le preguntaba cosas en italiano con esa voz rica y peruana. Mi abuela se había olvidado del italiano en la Argentina y siempre dijo que a ella Italia no le iba ni le venía. El italiano que ella hablaba era un idioma propio, una mezcla, y cuando tenía que hablar con unas amigas italianas, decía todo que sí para abreviar, pero la mitad no entendía. Pero ahora con el sobrino ella quería hacerse entender y él le hablaba un italiano perfecto y ella lo entendía. No se oían órdenes ni aseveraciones como de costumbre. A veces parecían lamentos, recuerdos. La voz de él era serena, un poco grave. Oí que mi abuela le preguntó:
–¿Il tuo padre vive ancora?
Preguntó con una voz humilde y temerosa, pero ya más en confianza, no con voz amable de visita, sino como si fuera un sobrino que ella viera cada tanto.
–No –dijo él–, papá falleció en el 50. ¿A ver? Espera. Sí, digo bien, en el 50 porque…
Lo dijo en tono neutro, objetivo, como si recordara la fecha de la muerte de un presidente.
–Ah –dijo medio desconcertada mi abuela–. ¿Y Caetán?
–Caetán falleció de joven, cuando la fiebre amarilla, espera, a ver si me equivoco… pero no, fue en el 18 –sorprendido–. ¿No lo supiste, pues?
–¡Emilia, Emilia! –dijo mi abuela llamando a grandes voces a mi mamá–. ¡Ha morto Caetán!
Se echó a llorar tapándose la cara con las manos. Yo nunca la había visto llorar a mi abuela. Mi mamá estaba haciendo tallerines y a salsa se estaba por quemar.
–Y claro, mamá –dijo mi mamá–. ¿No te acordás de que ya avisaron? Yo tengo la idea de que avisaron.
Y le habló por lo bajo a José, diciéndole que a mi abuela le fallaba un poco la memoria. Mi abuela agarró la estampa de San Cayetano; y como no veía casi nada hizo un esfuerzo para mirarlo bien a ver si era, y mientras, lloraba, pero no ya con esos sollozos impactantes, sino que se le lloraba.
Después vino otra vez mi tío de Lima a comer a mi casa Ese día habían puesto un mantel de supergala que yo no había visto nunca puesto, y la mejor vajilla. Yo jamás había visto todo el despliegue junto. Mi abuela se mostró amable, lo suficiente, y correctamente cariñosa.
Después que mi tío se fue, mi abuela, más imperiosa que de costumbre empezó a decir:
–Mételo cua. Guarda cuesto la. Súbito el trapo, ve.

 
Clorinda,02.11.2018
¡Divina la abuela! Una joyita el cuento, Martilu.
 
Martilu,03.11.2018
La resurrección de la carne


Angelica Gorodischer


Tenía treinta y dos años y hacía once que estaba casada y se llamaba Aurelia y una tarde que era de sábado miró por la ventana de la cocina y vio en el jardín a los cuatro jinetes del Apocalipsis. Hombres de mundo, los cuatro jinetes del Apocalipsis. Y bellos. El primero empezando de este lado montaba un alazán de crines oscuras: estaba vestido con breeches blancos, botas negras, chaqueta granate y un fez amarillo con pompones negros. El segundo tenía una túnica sin mangas recamada en oro y violeta y estaba descalzo: cabalgaba a lomos de un delfín gordo. El tercero tenía barba, una barba negra, cuadrada y respetable: se había puesto un traje gris príncipe de Gales, camisa blanca, corbata azul, y llevaba un portafolios de cuero negro: estaba sentado en una silla plegable sujeta con correas a la joroba de un dromedario canoso. El cuarto hizo que Aurelia sonriera y que se diera cuenta de que ellos le sonrían: montaba una Harley-Davidson, 1200 negra y plata y vestía de negro y calzaba botas negras y guantes negros y llevaba un casco blanco y antiparras oscuras y el pelo largo y rubio y lacio flotaba en el viento a sus espaldas. Corrían los cuatro en el jardín sin moverse de donde estaban, corrían y le sonreían y ella los miraba por la ventana de la cocina. De modo que terminó de lavar las dos tazas de té, se sacó el delantal, se arregló el pelo y se fue al living.
—He visto en el jardín a los cuatro jinetes del Apocalipsis —le dijo al marido.
—Mirá vos —dijo él sin levantar los ojos del diario.
—Qué estás leyendo —preguntó Aurelia.
—¿Hmmmmm?
—Digo que les fueron dadas una corona y una espada y un denario y el poder.
—Ah, sí —dijo el marido.
Y después pasó una semana como suelen pasar todas las semanas, muy despacio al principio y muy rápidamente hacia el final, y el domingo a la mañana mientras ella preparaba café, vio por la ventana a los cuatro jinetes del Apocalipsis en el jardín pero cuando volvió al dormitorio no le dijo nada al marido.
La tercera vez que los vio, un miércoles, sola, por la tarde, estuvo mirándolos durante media hora y finalmente, como siempre había querido volar en un aerostato amarillo y colorado, como había soñado con ser cantante de ópera, amante de un emperador, copiloto de Ícaro, como le hubiera gustado escalar acantilados negros, reírse de Caribdis, recorrer las selvas en elefantes con gualdrapas púrpura, arrancar con las manos los diamantes ocultos de las minas, vivir bajo el agua, domesticar arañas, asaltar trenes en los túneles de los Alpes, arengar multitudes, incendiar palacios, abordar los puentes de todos los barcos del mundo, finalmente, como era tristemente estéril ser adulta y razonable y sana, finalmente ese miércoles sola por la tarde se puso el vestido largo que había usado en la última fiesta de fin de año de la empresa en la que su marido era subjefe de ventas, y salió al jardín. Los cuatro jinetes del Apocalipsis la llamaron y el muchacho de la Harley-Davidson le tendió la mano y la ayudó a subir al asiento de atrás y allá se fueron los cinco rugiendo en la tormenta y cantando.
Dos días después el marido se dejó convencer por la familia y los amigos e hizo la denuncia de la desaparición de su mujer.
—Moraleja —dijo el narrador—: la locura es una flor en llamas. O en otras palabras, es imposible inflamar las cenizas muertas, frías, viscosas, inútiles y pecaminosas de la sensatez.
 
Clorinda,04.11.2018
LA NOCHE BOCA ARRIBA, un cuento de Julio Cortázar

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde, y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él —porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre— montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pié y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla, y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. «Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado…» Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. «Natural», dijo él. «Como que me la ligué encima…» Los dos rieron, y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaron la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. «Huele a guerra», pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor de la guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada horrible del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

—Se va a caer de la cama —dijo el enfermo de al lado—. No brinque tanto, amigazo.

Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no le iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. «La calzada», pensó. «Me salí de la calzada.» Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como el escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y al la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada mas allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en los muchos prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces, los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.

—Es la fiebre —dijo el de la cama de al lado—. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin ese acoso, sin… Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el suelo, en un piso de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y tuvo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara frente él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada… Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de humo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque otra vez estaba inmóvil en al cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía la muerte, y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
 
guy,04.11.2018
David Foster Wallace

ENCARNACIONES DE NIÑOS QUEMADOS

El Padre estaba a un lado de la casa poniendo una puerta para el inquilino cuando oyó los chillidos del niño y la voz alterada de la Madre entre los mismos. Pudo moverse deprisa, y el porche trasero daba a la cocina, y antes de que la puerta mosquitera se cerrara de un golpe a su espalda el Padre pudo contemplar toda la escena, la olla volcada en la baldosa del suelo que quedaba justo delante de la cocina y la llama azul del fogón y el charco de agua en el suelo todavía humeando mientras sus muchos bra­zos se extendían, el bebé con el pañal holgado de pie y rígido mientras le salía vapor del pelo y del pecho y los hombros de color rojo intenso y los ojos en blanco y la boca muy abierta y dando la sensación de estar de alguna manera separada de los ruidos que estaba emitiendo, la Madre apoyada en una rodilla intentando secarlo absurdamente con el trapo de fregar los pla­tos y soltando gritos tan fuertes como los de su hijo, tan histé­rica que estaba casi paralizada. La rodilla de ella y los piececitos descalzos y suaves seguían en el charco humeante, y lo primero que hizo el Padre fue coger al niño por las axilas y levantarlo del charco y llevarlo al fregadero, donde tiró varios platos y accio­nó el grifo de un golpe para que corriera agua fría por los pies del niño mientras con la mano ahuecada recogía agua y se la de­rramaba o bien se la arrojaba sobre la cabeza y los hombros y el pecho, con el objeto de que antes que nada dejara de salirle va­por, y la Madre detrás de su espalda invocando a Dios hasta que él la mandó por toallas y vendas si es que tenían, el padre mo­viéndose deprisa y bien y con su mente masculina vacía de todo salvo aquello que estaba haciendo, sin darse cuenta todavía de la ligereza con que se estaba moviendo o del hecho de que había dejado de oír los chillidos porque oírlos lo paralizaría y le impe­diría hacer lo que hacía falta hacer para ayudar a su hijo, cuyos gritos eran tan regulares como la respiración y tardaron tanto en apagarse que acabaron por convertirse en una cosa más de las que había en la cocina, algo más que eludir para moverse con presteza. La puerta trasera para el inquilino, fuera, colgaba a me­dio atornillar de su bisagra superior y el viento la movía un poco, y un pájaro posado en el roble del otro lado de la entrada para coches parecía observar la puerta con la cabeza inclina­da mientras seguían saliendo gritos del interior. Las peores que­maduras parecían estar en el brazo y el hombro derechos, el color rojo del pecho y la barriga se fue volviendo rosado bajo el agua fría y el Padre no podía ver ampollas en las suelas suaves de sus pies, a pesar de lo cual el bebé todavía tenía los puños cerrados y chillaba, aunque tal vez ahora de forma puramente refleja y por miedo, el Padre no sabría hasta más tarde que ha­bía pensado en aquella posibilidad, con la carita dilatada y venas nudosas abultándole en las sienes, y el Padre no paraba de decir que estaba allí, que estaba allí, a medida que le bajaba la adrena­lina y que una furia hacia la Madre por permitir que pasara aquello empezaba a acumularse de forma intermitente en el fon­do más recóndito de su mente, todavía a horas de distancia de ser expresada. Cuando la Madre regresó él no estuvo seguro de si envolver o no al niño con una toalla pero acabó por mojar la toalla y envolverlo, lo lió bien fuerte y levantó a su bebé del fre­gadero y lo puso en el borde de la mesa de la cocina para tran­quilizarlo mientras la madre intentaba examinarle las plantas de los pies, agitando una mano en las inmediaciones de su boca y emitiendo palabras absurdas mientras el Padre se inclinaba y po­nía la cara delante de la del niño sentado en el borde a cuadros de la mesa repitiendo el hecho de que estaba allí y tratando de cal­mar los chillidos del niño, pero el niño seguía gritando sin alien­to, con un sonido agudo, puro y brillante que podía pararle el corazón y con los labios y las encías granulosas ahora teñidas del color azul claro de una llama baja o eso le pareció al Padre, gri­tando casi como si siguiera debajo de la olla inclinada y sufrien­do el mismo dolor. Así pasaron un minuto o dos que parecieron mucho más largos, con la Madre al lado del Padre hablando en tono cantarín a la cara del niño y la alondra en la rama con la ca­beza inclinada a un lado y una línea blanca apareciendo en la bisagra como resultado del peso de la puerta inclinada hasta que la primera voluta de vapor apareció perezosamente desde deba­jo del borde de la toalla y los padres intercambiaron una mirada y abrieron mucho los ojos: el pañal, que cuando abrieron la toalla e inclinaron a su niño hacia atrás sobre el mantel a cuadros y desabrocharon las lengüetas reblandecidas e intentaron quitar­lo se resistió un poco provocando más chillidos y resultó estar caliente, el pañal de su bebé les quemó las manos y vieron dón­de había caído realmente el agua y dónde se había acumulado y había estado quemando a su bebé todo aquel tiempo mientras él gritaba pidiendo ayuda y ellos no lo habían ayudado, no se les había ocurrido, y cuando se lo quitaron y vieron el estado de lo que había allí la Madre dijo el nombre propio de su Dios y se agarró a la mesa para no perder el equilibrio mientras el padre se daba la vuelta y le pegaba un puñetazo al aire de la cocina y se maldecía a sí mismo y también al mundo y no por última vez, y ahora su hijo podría haber estado dormido si no fuera por el ritmo de su respiración y por los ligeros movimientos acon­gojados de sus manos en el aire de encima del sitio donde esta­ba tumbado, unas manos del tamaño del pulgar de un hombre adulto que habían agarrado el pulgar del Padre en la cuna mien­tras el niño miraba cómo la boca del padre se movía al cantar una canción, con la cabeza inclinada y dando la impresión de mirar algo situado más allá, algo que hacía sentirse solo a su Pa­dre, como apartado. Si nunca han llorado ustedes y quieren llo­rar, tengan un hijo. «Break your heart inside and something will a child» es la canción gangosa que el Padre vuelve a oír casi como si la mujer de la radio estuviera allí a su lado mirando lo que han hecho, aunque horas más tarde lo que el Padre menos podrá perdonarse es lo mucho que quería un cigarrillo justo mientras estaban envolviendo la entrepierna del niño lo mejor que podían con vendas y con dos toallas de mano cruzadas, des­pués el Padre lo levantó en brazos como si fuera un recién na­cido, cogiéndole el cráneo con la palma de la mano, se lo llevó corriendo a la camioneta recalentada y quemó los neumáticos hasta llegar al pueblo y a la sala de urgencias del hospital dejando la puerta del inquilino abierta y colgando durante el día entero hasta que la bisagra cedió, pero para entonces ya era demasiado tarde, para cuando la cosa fue irreversible y ellos no llegaron a tiempo el niño ya había aprendido a salir de sí mismo y ver cómo sucedía todo lo demás desde un punto en lo alto, y lo que fuera que se perdió entonces nunca más volvió a importar, y el cuerpo del niño se expandió y echó a caminar y ganó un suel­do y vivió su vida sin inquilino, una cosa entre cosas, y el alma de su yo fue en gran medida vapor en lo alto, que caía como la lluvia y luego se elevaba, y el sol subía y bajaba como un yoyó.
 
Marcelo_Arrizabalaga,05.11.2018
Cuento:

Es aquí. Pero este ascensor... la portería... yo los conozco, me parece. ¿Cuándo vine yo aquí? ¿Una semana? ¿Un año? No puedo darme una idea. ¡He caminado tanto en este tiempo!

Además todas las oficinas, más o menos... Y los ascensores también. Subo a un ascensor y ya me veo buscando a alguien, preguntando, corriendo de aquí para allá. Sí ha de ser eso.

Y sin embargo... el tablero... las puertas... Yo esto lo conozco. Alguna vez estuve aquí, estoy seguro.

Bueno pero no interesa. ¿Dónde está la tarjeta? Es ésta. Señor García, de parte del señor Perrondo. Séptimo piso, oficina 712.

—¡Al séptimo!

... de esto algo tiene que salir... segundo... tercero... señor García de parte del señor Perrondo. Vamos a ver qué pasa.

... quinto... sexto... García de parte de Perrondo. García de part...

—¡Gracias!

Y este pasillo también... pero ¿cuándo? ¿Cuándo?

Setecientos ocho, diez, doce. Es aquí.

—Buenos días señorita. El señor García por favor...

—Sí, como no señorita.

Los dos sillones, la mesita... el cuadro... el ruido de la máquina... pasos en el corredor...

Sí, yo le digo que soy amigo de Perrondo, ¡total! ... la corbata en su sitio, los puños... ¿Qué hora será? Y este dolor en el pecho que me joroba ahora. Bostezo, me miro las uñas. Espero.

El tiempo. Uno se mete en él como en una carpa. Afuera pasos, voces... el ruido del ascensor... una bocina... ¡Pero todo eso lejísimo!... En otro mundo.

Aquí el tiempo lo cubre completamente a uno. Uno mismo es el tiempo. Creo que hace falta un poco de entrenamiento para sentir esto.

Antes me molestaba esperar. Ahora no. Me meto en la carpa, cierro todas las aberturas y espero. ¿Qué quiere decir “las diez y media”?

Pienso que esperar es una cosa importante. Algo así como una ocupación fundamental. Uno espera y cumple su vida.

¡Estoy macaneando! ¿Qué hora es? Lo que hay que hacer es mostrarse dinámico, optimista. Cara de triunfador. Así se consiguen las cosas. La corbata en su sitio, los puños, caminar erguido. Muy bien.

¡Pucha cómo tarda! ¿Se habrá olvidado de que estoy aquí?

El tiempo... García de parte de Perrondo. Yo lo conozco a Perrondo. Perrondo es amigo mío. ¿Del trabajo? No, de la familia. Amigo de la familia desde hace diez años. Eso es.

¿Se habrá olvidado? Diez minutos más y pregunto.

El tiempo...

—Señorita, ¿el señor García?...

—Ah... perdón, perdón. Pensé que se había ido... los sillones... la mesita... el cuadro...

¿Qué será este dolor? Juego con los dedos en la madera. Espero. No existe el tiempo. Me meto en la carpa...



* * *



—Ah, sí, sí. ¡Gracias señorita!

—El señor García. ¡Encantado! Sciardys, a sus órdenes.

—Bien señor García... el señor Perrondo me indicó... me dijo que usted podría... es decir, me dio esta tarjeta para...



* * *



La calle otra vez. No me gusta caminar por la calle cuando ando así. Sobre todo si uno tiene los zapatos gastados. Uno se mira los zapatos y está listo.

Además las paredes, crecen, crecen hasta el cielo, se amontonan allá arriba y lo aplastan a uno.

Llámeme dentro de dos meses. No, no. ¿Cómo era? Venga a verme de aquí un par de meses. Así me dijo. Y que lo viera al señor Bucini, director de “Radiar”, de parte suya.

Todos los días, después de las catorce y treinta. Lavalle al mil quinientos. Lo veo hoy. ¿Qué hora es? No hay tiempo para volver a casa. Me quedo por aquí entonces. Lavalle al mil quinientos. Señor Bucini de parte del señor García...

Un espejo. ¿Para qué me habré mirado? Yo me imaginaba bien plantado, rozagante. Así como para presentarme y conseguir cualquier cosa. Me vi flaco, desgarbado... ¡y con una cara!... Cara como para que digan que no. Cara que invita a decir que no. ¡Mire señor, usted puede decirme que no, con toda confianza! No hay peligro de que me extrañe o que lo tome a mal. ¡Estoy acostumbrado a que me digan que no! ¡Dígalo señor! ¡Dígalo sin miramientos! ¿No ve que lo estoy invitando con esta cara a que me diga que no?

No, esas son pavadas. Si empiezo a pensar así no voy a ningún lado. Lo que tengo que hacer es componerme un poco antes de entrar. Una cuadra antes empiezo a sonreír. Así, ¿ves? Saco pecho... levanto la cabeza... camino ligero... tra la... la la. Eso.

La cara no quiere decir nada.

Pero este dolor... voy a tener que ir al médico un día de estos.

No, no hay que mirarse los zapatos.

Y las casas que se hacen más altas. Esas ventanas allá arriba que lo miran como despreciando. Como haciéndolo caminar a uno por una zanja.

Y la gente. Toda apurada. Todos haciendo algo... ¡Es horrible caminar así por la calle! ¿Dónde hay un café?

Bucini de parte de García, a las dos y media.

“Radiar” es una casa importante. Yo la conozco. Si este Bucini pudiera hacer algo...

¡Un café con leche, mozo!

Hasta las dos y veinte no salgo. De aquí a Lavalle al mil quinientos son diez minutos. Me quedo en el café. Cualquier cosa antes que andar por la calle haciendo tiempo. Están las paredes. Están los espejos en las vidrieras. Y además me veo los zapatos.

Está la gente. Todos ocupados. Todos aprovechando los minutos. Haciendo cosas importantes. ¿Por qué no podré estar así yo? ¡Ocupado, ocupadísimo! Caminar rápido por el centro, o sentarme frente a un escritorio y hablar por teléfono. Decir por ejemplo: ¡vení a verme a las cinco en punto! Antes no porque estoy ocupado. Tenemos quince minutos justos para charlar. Y ¡plaf!, colgar el tubo. Señor Sciardys, ¿qué hacemos con esto? ¡Páselo a tal lado! ¡Pim! ¡paf! Con seguridad, con firmeza, ocuparme de cosas importantes...

¡Qué sé yo! Estoy cansado de vivir así esperando. Como si en el mundo, o en la vida, o en ese juego misterioso que tiene la gente, no hubiera lugar para mí.

Este dolor debe ser el cigarrillo. Empezó hace una semana y no me deja tranquilo. Cuando me canso un poco me duele más y se extiende hasta el brazo. ¿Justo ahora tiene que venir esto? Me da rabia porque me parece que me quita seguridad, que me deprime, y que todo eso se debe notar.

No, no se puede notar. Son ideas mías. Es cuestión de presentarse bien. De mostrar alegría. Señor Bucini, ¡encantado! Con soltura, con optimismo. Eso es lo principal.

Las dos y cuarto.

—Mozo, ¿cuánto es?

Caminar rápido. No mirar a los costados. No mirar los zapatos. No ponerse a pensar en las paredes. Las paredes lo aplastan a uno. Lo escupen desde las ventanas. Yo también ando apurado. Soy igual que la gente.

Es en esta cuadra. La sonrisa. Así, de oreja a oreja. Después la cara se acostumbra y uno parece sonriente.

“Radiar”...

—El señor Bucini por favor...

—Segundo piso. Gracias.

—El señor Bucini por favor. ¿Mi nombre? Sciardys. Ese, ce, i, a, ere, de, y griega, ese.

—Sí, gracias señorita.

La sonrisa. La corbata en su sitio. Caminar derecho. Espero. Me paseo.

—¿El señor Bucini? Sciardys, ¡encantado!

—Yo estuve recién con el señor García... el señor García me dijo... que viniera a verlo...



* * *



La calle. Las paredes. Estoy cansado.

¿Por qué hay tipos que tienen como una cáscara alrededor? Uno quiere llegar a ellos, acercarse, y es imposible. Pero mejor es que no piense en Bucini. Por aquí no hay nada que hacer. Eso es seguro.

De todas maneras me dio un dato. No creo que lo conozca a este señor Domingo Márquez. Ni siquiera me dijo que fuera de parte suya. Pero es un dato y hay que aprovecharlo. ¿Iré ahora? Sí voy ahora. Quién me dice que a lo mejor...

Además así las paredes no me atrapan. Me muevo, corro. Las agujas del reloj y la tacita de café no van a estar allí, mirándome, estudiándome, sabiendo cada cosa que hago y cada pensamiento que se me cruza. No me van a mirar cómo mato el tiempo.

Señor Domingo Márquez, gerente, Belgrano 774. ¿Qué se toma para ir?

—Señor, ¿para Belgrano al setecientos, por favor?

—Gracias.

No pienso en Bucini. No pienso en nada.

El colectivo. La gente que empuja. ¿Saldrá algo de aquí?

No alcanzo a ver la calle. ¿Dónde estamos?

Tengo que presentarme bien. Con soltura, con alegría, Márquez es un tipo importante...

—¡En la primera chofer!

Belgrano 774. Es allí enfrente. Cruzo la calle. Ahora ¡qué raro! No me duele nada el pecho.

El ascensor otra vez. Otra vez la sensación de estar corriendo, buscando a alguien.

—¡Al cuarto!

Sonrío. Me compongo el saco. ¿No habrá salido este Márquez?

—Sí, Fernando Sciardys. Ese, ce, i, a, ere...

—¿Señor Márquez? ¡Encantado!

—Mire señor Márquez, yo venía porque me enteré... me dijeron que había una posibilidad y entonces yo vine para preguntar, para ver si es posible...



* * *



¡Abajo!

Córdoba 2552. ¡Voy ahora mismo! El señor Otero. Esta vez me lo dijo bien claro. Otero con seguridad tiene algo. Vaya a verlo.

Sí, voy, voy ahora mismo. No quiero perder un minuto. ¡A ver si lo alcanzo! Córdoba al dos mil quinientos. Llego hasta Córdoba y de allí tomo cualquier cosa. ¡Rápido! ¡Rápido!

Señor Otero. Esta vez es seguro. Señor Otero. Córdoba al dos mil quinientos.

¡Ojalá no se haya ido todavía!

¡Quince minutos señor Otero! ¡Quince minutos y estoy allí! ¡Espéreme, por favor!

Se hace tarde. ¡Yo tomo un taxi! ¡Espere quince minutos más, señor Otero, no se vaya!

—¡Taxi!

—A Córdoba al dos mil quinientos, ¡rápido por favor!

Fumo. Miro la calle. Voy más rápido que la gente. Más ocupado. ¡Pucha, el tráfico! ¿Por qué no pasará de una vez?

La corbata en su sitio, los zapatos... no, no hay que mirarse los zapatos.

Otero con seguridad tiene algo. Así me dijo, ¡Gracias señor Márquez! ¡Y yo que casi no pensaba ir! ¡Cómo vienen las cosas, así, de pronto, cuando uno menos las espera!

Ya falta poco. Mil novecientos... dos mil... Llego justo a tiempo. ¿Estará todavía en la oficina? Dos mil doscientos... dos mil trescientos... ¡Ese camión que no deja pasar! Dos mil cuatrocientos... En la otra.

—¡Aquí nomás, cóbrese!

El saco. La corbata. Me arreglo los puños.

—El señor Otero por favor...

—¿Esta escalera? Gracias. ¿Se habrá ido?

—Buenas tardes señorita. ¡El señor Otero por favor!...

—¿Qué?... ¿No está?...

—¿Pero va a venir? Sí, sí, yo lo voy a esperar. ¡Cómo no!

—No, no, prefiero esperarlo aquí.

—Fernando Sciardys. Ese, ce, i, a, ere, de, y griega, ese.

—Sí gracias, señorita. ¿Usted me avisa cuando llega entonces?, porque yo no lo conozco...

—Muy bien, muy bien, espero nomás.

...Espero. No puedo quedarme sentado. Me paseo... las puertas... los sillones... el reloj...

Enciendo un cigarrillo.

Pero al rato me aburro de caminar y me siento. El sillón que se hunde... el techo... el ruido de las máquinas...

El tiempo. Uno se mete en él como en una carpa... Pero el señor Otero vendrá en seguida. No hace falta la carpa.

Espero. Otro cigarrillo.

Me está doliendo el pecho otra vez. ¿Qué será esto?

Señor Otero, usted me va a salvar. Usted es mi esperanza, señor Otero.

El tiempo. Espero. Yo siempre espero a alguien.

Pero esta vez es seguro. Márquez me lo dijo bien claro.

El tiempo. Me meto en la carpa. Cierro todas las aberturas y espero.

El guardapolvo blanco de la empleada... el vidrio de la puerta... los dibujos del parquet...

¡Qué tarde se hizo!

...los ruidos de la calle... un timbre... alguien que tose...

Tengo miedo de que no pase por aquí. O de que la empleada se olvide.

El tiempo.

...El cesto de los papeles... pasos que se alejan...

Espero...



* * *



—Señorita... quería preguntarle..., ¿cómo es el señor Otero? Por si usted se va, ¿sabe? Así yo sé cuando él viene... lo saludo, me presento...

—¿Cómo? ¿Alto, rubio, de bigotes?

—Sí, sí, lo voy a conocer.

—Gracias, gracias.

Alto, rubio, de bigotes. El señor Otero es un señor alto, rubio, de bigotes.

“Con seguridad tiene algo. Vaya a verlo.”

Pero el tiempo me aplasta. Me borra la sonrisa de la cara. Me paseo. No hay que mirar los vidrios. No hay que mirarse los zapatos. La corbata en su sitio. Los puños.

¡Cómo me duele el pecho!

Es tarde. Oigo puertas que se cierran... oigo voces que dicen “hasta mañana”... Han apagado la luz en la otra oficina.

Un señor alto, rubio, de bigotes. Un señor alto, rubio, de bigotes. Yo lo voy a conocer.

Me levanto. Me asomo al corredor. Oigo pasos en la escalera. Sube alguien. Debe ser él. Debe ser el señor Otero. ¡Por fin!

Lleva un traje azul... sombrero claro... lo tengo de espaldas... ahora se da vuelta...

No... no... me había parecido.

Espero. Tiene que venir.

Camino. El corredor... la baranda... Bajo la escalera.

¿Y si subiera en este momento? Me detengo.

Pero es mejor bajar. Es mejor estar abajo para verlo.

Bajo. Salgo a la puerta.

La gente... los autos... Se está haciendo de noche.

...¿eh? ¿Este que viene aquí? Es alto, rubio... ¡viene para este lado!

No... no tiene bigotes. No es el señor Otero.

El señor Otero es un señor alto, rubio, de bigotes. Un señor alto, rubio, de bigotes que me va a salvar. Va a hacer un lugar para mí en el mundo. Me va a quitar todos los problemas. También este dolor al pecho, ¿no es cierto señor Otero?

...un señor alto... tiene un portafolios en la mano...

No, no es.

La gente no entiende nada. No saben que estoy a punto de salvarme. Los pobres no esperan al señor Otero. Me dan lástima. Yo estoy mucho mejor que la gente.

...¿éste? Tampoco. Parecía, pero no es rubio.

Yo espero al señor Otero. Un señor alto, rubio, de bigotes que tiene todo en la mano. Con seguridad tiene algo.

¡Y la gente no se da cuenta! ¡Pasan al lado mío y no entienden nada! Yo quisiera llamarlos, explicarles. ¡Eh!, ¡señor! Yo no estoy aquí haciendo tiempo, ¿me entiende? Antes sí, pero ahora no. Ahora estoy esperando al señor Otero. Un señor alto, rubio, de bigotes, que me va a salvar. ¿Usted no lo conoce? ¿No sabe quién es el señor Otero? ¡Verdaderamente es una lástima! Él podría ayudarlo a usted también! Sí, pero ahora yo lo estoy esperando. Él con seguridad tiene algo y me va a dar un sitio en el mundo, ¿sabe señor? ¡Gracias, gracias señor! No, no me felicite. En realidad es nada más que un poco de suerte. ¡Adiós señor!

¡Cómo tarda!

Los árboles parecen hombres que levantaran los brazos. La luna es un señor rubio que los mira como se agitan y se va acercando lentamente para clamarlos.

¿Por qué tarda tanto, señor Otero?

Yo no levanto los brazos pero también estoy agitado. Me duele el pecho. Quisiera llamarlo, señor Otero. Porque usted no sabe que estoy aquí esperándolo y por eso no se apura en llegar. En traerme la calma que usted tiene con seguridad en la mano.

Es muy tarde. Es de noche y usted no viene.

Pero yo lo voy a esperar. Yo lo voy a conocer en seguida.

...la gente... los negocios que cierran.

¿Qué tengo en el pecho? ¿Por qué me duele más ahora?

Un señor alto, rubio, de bigotes, que me va a quitar este dolor del pecho, que va a llegar lentamente para calmarme.

Los hombres siguen de largo. Ninguno es un señor alto, rubio, de bigotes. Son gente como yo. Andan apurados. También se miran los zapatos. También necesitan de usted señor Otero. ¿Por qué no viene?

Si usted no viene yo me voy a quedar aquí toda la noche, levantando los brazos. Y la gente va a preguntar: ¿qué pasa? Y yo les voy a decir que lo estoy esperando a usted, señor Otero. Y entonces todos van a levantar los brazos, y se van a agitar, y todos lo van a llamar a usted para que venga a calmarlos.

¡No puede ser! ¡No puede ser! ¿No dijo que vendría? Me lo dijo bien claro la empleada.

Los árboles... Los árboles se mueven, levantan los brazos...

¿Eh? Sí, es él. Cruza la calle. Viene para este lado.

Sí, sí, sí, no hay duda. Es el señor Otero. Un señor alto, rubio, de bigotes.

Camina despacio... viene hacia aquí...

—¡Buenas noches señor Otero! Yo lo estaba esperando. Me dijeron que usted tiene algo y yo venía para que usted...

¿Cómo señor Otero? ¿Qué lo acompañe a su oficina? ¡Sí, sí, cómo no señor Otero!

Me pasa la mano por el hombro. Me trata como a un hijo. Me dice que me quede tranquilo...

¿Pero cómo sabe mi nombre señor Otero?

¿Todos los problemas señor Otero? ¿Todos los problemas? ¡Gracias, señor Otero! ¿También este dolor al pecho? ¿Pero usted cómo sabe?

¡Me duele, me duele mucho ahora! No se sonría. Es cierto. Casi no puedo caminar.

¿Qué pronto se me va a pasar todo? ¿Cómo puede usted saberlo señor Otero? ¿Cómo supo que me dolía terriblemente el pecho?

Yo simplemente quería una ocupación. Algo así como un sitio en el mundo.

No, no se sonría. No me mire así. Yo le hablo en serio. Lo que ocurre es que hace mucho tiempo que espero. ¡Siempre corro de aquí para allá! ¡Busco, busco! Y de pronto me lo encuentro a usted.

¿Todos los problemas dice, señor Otero?

¿Por qué se sonríe?

Pero... usted...

No, no, no, no puede ser, no quiero nada. Yo quiero irme.

Y el pecho me duele. Se me cierra.

Las cosas se borran. Se hacen oscuras.

¿Por qué lo veo solamente a usted? Usted que me mira sonriendo, me toma del brazo. Conoce mi nombre.

¡No, no, yo no quiero!

Usted es...

Un señor alto, rubio, de bigotes, que es...

Que me sonríe, que me toma del brazo.

¡No quiero! ¡No no no!

Me falta el aire. ¡Déjeme ir!

¡No, no, no, no quiero! ¡No quiero!...




Humberto Constantini

(De Cuentos completos 1945-1987, Ediciones RyR, Buenos Aires, 2010)



 
Marcelo_Arrizabalaga,05.11.2018
El título es "Un señor alto, rubio, de bigotes".
 
Clorinda,07.11.2018
EL CORAZÓN DELATOR, un cuento de Edgar Allan Poe

¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen… y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.

Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre… Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.


Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio… ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado… con qué previsión… con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría… ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente… muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente… ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches… cada noche, a las doce… pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.

Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás… pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.

Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:

-¿Quién está ahí?

Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando… tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.

Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena… ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: “No es más que el viento en la chimenea… o un grillo que chirrió una sola vez”. Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.

Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.

Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto, abierto de par en par… y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.

¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.

Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí… ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez… nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.

Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.

Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar… ninguna mancha… ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo… ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?

Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.

Sonreí, pues… ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.

Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara… hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.

Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba… ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso…, un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia… maldije… juré… Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto… más alto… más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían… y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces… otra vez… escuchen… más fuerte… más fuerte… más fuerte… más fuerte!

-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí… ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!
 
henrym,07.11.2018
Siempre inolvidable don Edgar. Cuento imprescindible.
 
Martilu,12.11.2018
Desempate

Sara Mesa

Luis Mendo



LA MAESTRA saca sus ideas como juegos de chistera y a nosotros siempre nos parecen bien. De todos modos, aunque no nos parecieran bien, ¿qué íbamos a hacer? ¿Oponernos?

Es la maestra más joven, la menos severa, pero no deja de ser una maestra, y hay que obedecer.. No ejerce el poder mediante la bronca y el examen sorpresa —como hacen los demás—, sino con esa liviandad tan juguetona y la arbitrariedad de su sonrisa —a ti sí y a ti no—.

Juega con nosotros, intuyo, pero soy demasiado niña aún para tener certezas.

Son solo 13 años, un colegio público, año 1988, Mis Belleza y Míster Simpatía.

¡Los niños votarán a las más guapas y las niñas a los más simpáticos! ¿Qué os parece? Ueeeee, bien, bien, todos escribimos el nombre de nuestros candidatos, doblamos el papel, esperamos a que lo recoja la voluntaria que va mesa por mesa, bien dispuesta.



Luis Mendo

¿Emoción? Yo no siento ninguna. Solo curiosidad por quién será La Más Bella de 8º B. Lo de Míster Simpatía, bueno, es solo para darnos también derecho al voto. La maestra es una mujer moderna, eso está claro.

El duelo se establece entre la Maika y la Cristi; las dos son pura sangre. El resto somos comparsa. No somos nada.

Hay risas en el aula. Risitas nerviosas y risitas malignas. Más las segundas que las primeras, innegable.

La Maika es una niña de cara redonda, ojos color miel y una larguísima melena castaña que mueve a un lado y otro todo el tiempo. Las minifaldas le quedan especialmente bien. Aparenta uno o dos años más y sabe contonearse con elegancia. De mayor quiere ser modelo, peluquera o esteticién. No saca buenas notas, aunque cumple.

¿Quién será La Más Bella de 8º B? El duelo está entre la Maika y la Cristi. El resto somos comparsa

Yo prefiero a la Cristi, con su pelo rizado, sus pecas y las paletas ligeramente separadas. Es una gran atleta, va a ser bailarina. Si conociera las palabras grácil o pizpireta se las aplicaría sin dudarlo, pero aún no las conozco. Me basta con saber que es graciosa y guay.

Con sentirlo.

¿Y qué más da? Las niñas no votamos a las niñas. Quienes valoran la belleza son ellos, estos que veo dándose codazos y cuchicheando. ¿Qué se dicen al oído? ¿Qué opinan de las guapas?

De mí sé que no hablan. Llevo gafas de pasta y no voy a la moda. En el último año he crecido demasiado. Me avergüenza que se me note el sujetador. Soy torpe en gimnasia y voy siempre encorvada. Me aterroriza salir a la pizarra, que me vean por detrás y hablen a mis espaldas.

Gracias a todo esto —a mi invisibilidad—, justo hoy estoy a salvo.

El primer premio que se falla es el de Míster Simpático. Gana el típico líder chistoso y con encanto. Supongo. Debo admitir que no me acuerdo.

Esto es curioso. Que apenas recuerde a los niños de la clase. En cambio, a las niñas, las recuerdo muy bien. Sobre todo a las guapas. Sobre todo a la Cristi.

La maestra hace ahora el segundo recuento, con gran sentido del espectáculo. Desdobla lentamente cada voto, se hace la misteriosa, grita los nombres. Expectación, silbidos y aplausos.

Como era de prever, la Maika y la Cristi van empatadas.

La una se sonroja, la otra sonríe. Las dos están contentas, aunque no sorprendidas. Saben de sus encantos.

Luis Mendo

Pero también la Pili, la dentona, recibe un par de votos. La clase entera —niños, niñas, ¡maestra!— aúlla de placer cuando, inesperadamente, aparece su nombre.

La Pili está tan acostumbrada a las burlas que hasta ella ríe un poco. Se somete. No es solo por los dientes. Es su pelo de rata, el asomo de bigote, la piel cetrina y el cuerpo flaco.

Así que la cosa está ajustada. 15 votos para la Maika, 15 para la Cristi, 2 para la Pili. Falta solo abrir uno, el del desempate, un voto de calidad diría yo, pues lo ha entregado el Pesca en el último momento, a regañadientes, como siempre hace todo.

El Pesca ha repetido ya dos años, repetirá un tercero. A sus casi 16 todo esto le parece una mierda. Es un chico muy listo, un rebelde innato. Su atractivo es distante, pertenece a un mundo que no es nuestro.

La maestra abre su voto y lee mi nombre. Nadie ríe, tampoco nadie aplaude. Lo que hay es estupor, es desconcierto.

¿Yo?

Todos me miran, como si nunca me hubiesen visto antes.

El Pesca —que nunca bromea, que nunca se burla de nadie— asiente con lentitud. Pues claro, dice. No tenéis ni idea, dice después.

Nadie entiende nada. Yo, gafotas-tímida-patosa, tampoco. Pero en mi interior se extiende una infinita gratitud a la que todavía no sé ponerle nombre.

La Maika y la Cristi se miran, confundidas.

Extrañamente, las dos tienen la sensación de haber perdido.

 
Clorinda,13.11.2018
Hermoso cuento.
 
Clorinda,13.11.2018
LA COMPUERTA NÚMERO 12, un cuento de Baldomero Lillo

Pablo se aferró instintivamente a las piernas de su padre. Zumbábanle los oídos y el piso que huía debajo de sus pies le producía una extraña sensación de angustia. Creíase precipitado en aquel agujero cuya negra abertura había entrevisto al penetrar en la jaula, y sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se hundían con vertiginosa rapidez. En aquel silencioso descenso sin trepidación ni más ruido que el del agua goteando sobre la techumbre de hierro las luces de las lámparas parecían prontas a extinguirse y a sus débiles destellos se delineaban vagamente en la penumbra las hendiduras y partes salientes de la roca: una serie interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto.
Pasado un minuto, la velocidad disminuyó bruscamente, los pies asentáronse con más solidez en el piso fugitivo y el pesado armazón de hierro, con un áspero rechinar de goznes y de cadenas, quedó inmóvil a la entrada de la galería.
El viejo tomó de la mano al pequeño y juntos se internaron en el negro túnel. Eran de los primeros en llegar y el movimiento de la mina no empezaba aún. De la galería bastante alta para permitir al minero erguir su elevada talla, sólo se distinguía parte de la techumbre cruzada por gruesos maderos. Las paredes laterales permanecían invisibles en la oscuridad profunda que llenaba la vasta y lóbrega excavación.
A cuarenta metros del pique se detuvieron ante una especie de gruta excavada en la roca. Del techo agrietado, de color de hollín, colgaba un candil de hoja de lata cuyo macilento resplandor daba a la estancia la apariencia de una cripta enlutada y llena de sombras. En el fondo, sentado delante de una mesa, un hombre pequeño, ya entrado en años, hacía anotaciones en un enorme registro. Su negro traje hacía resaltar la palidez del rostro surcado por profundas arrugas. Al ruido de pasos levantó la cabeza y fijó una mirada interrogadora en el viejo minero, quien avanzó con timidez, diciendo con voz llena de sumisión y de respeto:
-Señor, aquí traigo el chico.
Cuento de Baldomero Lillo: La compuerta número 12
Los ojos penetrantes del capataz abarcaron de una ojeada el cuerpecillo endeble del muchacho. Sus delgados miembros y la infantil inconsciencia del moreno rostro en el que brillaban dos ojos muy abiertos como de medrosa bestezuela, lo impresionaron desfavorablemente, y su corazón endurecido por el espectáculo diario de tantas miserias, experimentó una piadosa sacudida a la vista de aquel pequeñuelo arrancado de sus juegos infantiles y condenado, como tantas infelices criaturas, a languidecer miserablemente en las humildes galerías, junto a las puertas de ventilación. Las duras líneas de su rostro se suavizaron y con fingida aspereza le dijo al viejo que muy inquieto por aquel examen fijaba en él una ansiosa mirada:
-¡Hombre! Este muchacho es todavía muy débil para el trabajo. ¿Es hijo tuyo?
-Sí, señor.
-Pues debías tener lástima de sus pocos años y antes de enterrarlo aquí enviarlo a la escuela por algún tiempo.
-Señor -balbuceó la voz ruda del minero en la que vibraba un acento de dolorosa súplica-. Somos seis en casa y uno solo el que trabaja, Pablo cumplió ya los ocho años y debe ganar el pan que come y, como hijo de mineros, su oficio será el de sus mayores, que no tuvieron nunca otra escuela que la mina.
Su voz opaca y temblorosa se extinguió repentinamente en un acceso de tos, pero sus ojos húmedos imploraban con tal insistencia, que el capataz vencido por aquel mudo ruego llevó a sus labios un silbato y arrancó de él un sonido agudo que repercutió a lo lejos en la desierta galería. Oyose un rumor de pasos precipitados y una oscura silueta se dibujó en el hueco de la puerta.
-Juan -exclamó el hombrecillo, dirigiéndose al recién llegado-, lleva este chico a la compuerta número doce, reemplazará al hijo de José, el carretillero, aplastado ayer por la corrida.
Y volviéndose bruscamente hacia el viejo, que empezaba a murmurar una frase de agradecimiento, díjole con tono duro y severo:
-He visto que en la última semana no has alcanzado a los cinco cajones que es el mínimum diario que se exige a cada barretero. No olvides que si esto sucede otra vez, será preciso darte de baja para que ocupe tu sitio otro más activo.
Y haciendo con la diestra un ademán enérgico, lo despidió.
Los tres se marcharon silenciosos y el rumor de sus pisadas fue alejándose poco a poco en la oscura galería. Caminaban entre dos hileras de rieles cuyas traviesas hundidas en el suelo fangoso trataban de evitar alargando o acortando el paso, guiándose por los gruesos clavos que sujetaban las barras de acero. El guía, un hombre joven aún, iba delante y más atrás, con el pequeño Pablo de la mano, seguía el viejo con la barba sumida en el pecho, hondamente preocupado. Las palabras del capataz y la amenaza en ellas contenida habían llenado de angustia su corazón. Desde algún tiempo su decadencia era visible para todos; cada día se acercaba más el fatal lindero que una vez traspasado convierte al obrero viejo en un trasto inútil dentro de la mina. El balde desde el amanecer hasta la noche durante catorce horas mortales, revolviéndose como un reptil en la estrecha labor, atacaba la hulla furiosamente, encarnizándose contra el filón inagotable, que tantas generaciones de forzados como él arañaban sin cesar en las entrañas de la tierra.
Pero aquella lucha tenaz y sin tregua convertía muy pronto en viejos decrépitos a los más jóvenes y vigorosos. Allí en la lóbrega madriguera húmeda y estrecha, encorvábanse las espaldas y aflojábanse los músculos y, como el potro resabiado que se estremece tembloroso a la vista de la vara, los viejos mineros cada mañana sentían tiritar sus carnes al contacto de la vena. Pero el hambre es aguijón más eficaz que el látigo y la espuela, y reanudaban taciturnos la tarea agobiadora, y la veta entera acribillada por mil partes por aquella carcoma humana, vibraba sutilmente, desmoronándose pedazo a pedazo, mordida por el diente cuadrangular del pico, como la arenisca de la ribera a los embates del mar.
La súbita detención del guía arrancó al viejo de sus tristes cavilaciones. Una puerta les cerraba el camino en aquella dirección, y en el suelo arrimado a la pared había un bulto pequeño cuyos contornos se destacaban confusamente heridos por las luces vacilantes de las lámparas: era un niño de diez años acurrucado en un hueco de la muralla.
Con los codos en las rodillas y el pálido rostro entre las manos enflaquecidas, mudo e inmóvil, pareció no percibir a los obreros que traspusieron el umbral y lo dejaron de nuevo sumido en la obscuridad. Sus ojos abiertos, sin expresión, estaban fijos obstinadamente hacia arriba, absortos tal vez, en la contemplación de un panorama imaginario que, como el miraje del desierto, atraía sus pupilas sedientas de luz, húmedas por la nostalgia del lejano resplandor del día.
Encargado del manejo de esa puerta, pasaba las horas interminables de su encierro sumergido en un ensimismamiento doloroso, abrumado por aquella lápida enorme que abogó para siempre en él la inquieta y grácil movilidad de la infancia, cuyos sufrimientos dejan en el alma que los comprende una amargura infinita y un sentimiento de execración acerbo por el egoísmo y la cobardía humanos.
Los dos hombres y el niño después de caminar algún tiempo por un estrecho corredor, desembocaron en una alta galería de arrastre de cuya techumbre caía una lluvia continua de gruesas gotas de agua. Un ruido sordo y lejano, como si un martillo gigantesco golpease sobre sus cabezas la armadura del planeta, escuchábase a intervalos. Aquel rumor, cuyo origen Pablo no acertaba a explicarse, era el choque de las olas en las rompientes de la costa. Anduvieron aún un corto trecho y se encontraron por fin delante de la compuerta número doce.
-Aquí es -dijo el guía, deteniéndose junto a la hoja de tablas que giraba sujeta a un marco de madera incrustado en una roca.
Las tinieblas eran tan espesas que las rojizas luces de las lámparas, sujetas a las viseras de las gorras de cuero, apenas dejaban entrever aquel obstáculo.
Pablo, que no se explicaba ese alto repentino, contemplaba silencioso a sus acompañantes, quienes, después de cambiar entre sí algunas palabras breves y rápidas, se pusieron a enseñarle con jovialidad y empeño el manejo de la compuerta. El rapaz, siguiendo sus indicaciones, la abrió y cerró repetidas veces, desvaneciendo la incertidumbre del padre que temía que las fuerzas de su hijo no bastasen para aquel trabajo.
El viejo manifestó su contento, pasando la callosa mano por la inculta cabellera de su primogénito, quien hasta allí no había demostrado cansancio ni inquietud. Su juvenil imaginación impresionada por aquel espectáculo nuevo y desconocido se hallaba aturdida, desorientada. Parecíale a veces que estaba en un cuarto a oscuras y creía ver a cada instante abrirse una ventana y entrar por ella los brillantes rayos del sol, y aunque su inexperto corazoncito no experimentaba ya la angustia que le asaltó en el pozo de bajada, aquellos mimos y caricias a que no estaba acostumbrado despertaron su desconfianza.
Una luz brilló a lo lejos en la galería y luego se oyó el chirrido de las ruedas sobre la vía, mientras un trote pesado y rápido hacía retumbar el suelo.
-¡Es la corrida! -exclamaron a un tiempo los dos hombres.
-Pronto, Pablo -dijo el viejo-, a ver cómo cumples tu obligación.
El pequeño con los puños apretados apoyó su diminuto cuerpo contra la hoja que cedió lentamente hasta tocar la pared. Apenas efectuada esta operación, un caballo oscuro, sudoroso y jadeante, cruzó rápido delante de ellos, arrastrando un pesado tren cargado de mineral.
Los obreros se miraron satisfechos. El novato era ya un portero experimentado, y el viejo, inclinando su alta estatura, empezó a hablarle zalameramente: él no era ya un chicuelo, como los que quedaban allá arriba que lloran por nada y están siempre cogidos de las faldas de las mujeres, sino un hombre, un valiente, nada menos que un obrero, es decir, un camarada a quien había que tratar como tal. Y en breves frases le dio a entender que les era forzoso dejarlo solo; pero que no tuviese miedo, pues había en la mina muchísimos otros de su edad, desempeñando el mismo trabajo; que él estaba cerca y vendría a verlo de cuando en cuando, y una vez terminada la faena regresarían juntos a casa.
Pablo oía aquello con espanto creciente y por toda respuesta se cogió con ambas manos de la blusa del minero. Hasta entonces no se había dado cuenta exacta de lo que se exigía de él. El giro inesperado que tomaba lo que creyó un simple paseo, le produjo un miedo cerval, y dominado por un deseo vehementísimo de abandonar aquel sitio, de ver a su madre y a sus hermanos y de encontrarse otra vez a la claridad del día, sólo contestaba a las afectuosas razones de su padre con un “¡vamos!” quejumbroso y lleno de miedo. Ni promesas ni amenazas lo convencían, y el “¡vamos, padre!”, brotaba de sus labios cada vez más dolorido y apremiante.
Una violenta contrariedad se pintó en el rostro del viejo minero; pero al ver aquellos ojos llenos de lágrimas, desolados y suplicantes, levantados hacia él, su naciente cólera se trocó en una piedad infinita: ¡era todavía tan débil y pequeño! Y el amor paternal adormecido en lo íntimo de su ser recobró de súbito su fuerza avasalladora.
El recuerdo de su vida, de esos cuarenta años de trabajos y sufrimientos, se presentó de repente a su imaginación, y con honda congoja comprobó que de aquella labor inmensa sólo le restaba un cuerpo exhausto que tal vez muy pronto arrojarían de la mina como un estorbo, y al pensar que idéntico destino aguardaba a la triste criatura, le acometió de improviso un deseo imperioso de disputar su presa a ese monstruo insaciable, que arrancaba del regazo de las madres los hijos apenas crecidos para convertirlos en esos parias, cuyas espaldas reciben con el mismo estoicismo el golpe brutal del amo y las caricias de la roca en las inclinadas galerías.
Pero aquel sentimiento de rebelión que empezaba a germinar en él se extinguió repentinamente ante el recuerdo de su pobre hogar y de los seres hambrientos y desnudos de los que era el único sostén, y su vieja experiencia le demostró lo insensato de su quimera. La mina no soltaba nunca al que había cogido, y como eslabones nuevos que se sustituyen a los viejos y gastados de una cadena sin fin, allí abajo los hijos sucedían a los padres, y en el hondo pozo el subir y bajar de aquella marca viviente no se interrumpiría jamás. Los pequeñuelos respirando el aire emponzoñado de la mina crecían raquíticos, débiles, paliduchos, pero había que resignarse, pues para eso habían nacido.
Y con resuelto ademán el viejo desenrolló de su cintura una cuerda delgada y fuerte y a pesar de la resistencia y súplicas del niño lo ató con ella por mitad del cuerpo y aseguró, en seguida, la otra extremidad en un grueso perno incrustado en la roca. Trozos de cordel adheridos a aquel hierro indicaban que no era la primera vez que prestaba un servicio semejante.
La criatura medio muerta de terror lanzaba gritos penetrantes de pavorosa angustia, y hubo que emplear la violencia para arrancarla de entre las piernas del padre, a las que se había asido con todas sus fuerzas. Sus ruegos y clamores llenaban la galería, sin que la tierna víctima, más desdichada que el bíblico Isaac, oyese una voz amiga que detuviera el brazo paternal armado contra su propia carne, por el crimen y la iniquidad de los hombres.
Sus voces llamando al viejo que se alejaba tenían acentos tan desgarradores, tan hondos y vibrantes, que el infeliz padre sintió de nuevo flaquear su resolución. Mas, aquel desfallecimiento sólo duró un instante, y tapándose los oídos para no escuchar aquellos gritos que le atenaceaban las entrañas, apresuró la marcha apartándose de aquel sitio. Antes de abandonar la galería, se detuvo un instante, y escuchó: una vocecilla tenue como un soplo clamaba allá muy lejos, debilitada por la distancia:
-¡Madre! ¡Madre!
Entonces echó a correr como un loco, acosado por el doliente vagido, y no se detuvo sino cuando se halló delante de la vena, a la vista de la cual su dolor se convirtió de pronto en furiosa ira y, empuñando el mango del pico, la atacó rabiosamente. En el duro bloque caían los golpes como espesa granizada sobre sonoros cristales, y el diente de acero se hundía en aquella masa negra y brillante, arrancando trozos enormes que se amontonaban entre las piernas del obrero, mientras un polvo espeso cubría como un velo la vacilante luz de la lámpara.
Las cortantes aristas del carbón volaban con fuerza, hiriéndole el rostro, el cuello y el pecho desnudo. Hilos de sangre mezclábanse al copioso sudor que inundaba su cuerpo, que penetraba como una cuña en la brecha abierta, ensanchándose con el afán del presidiario que horada el muro que lo oprime; pero sin la esperanza que alienta y fortalece al prisionero: hallar al fin de la jornada una vida nueva, llena de sol, de aire y de libertad.
 
rhcastro,15.11.2018
Con humildad les digo que me atrasé en la lectura, pero igual ¡Gracias por sus aportes! No tardo en ponerme al día es un foro fascinante.
 
rhcastro,27.11.2018
La muerte tiene permiso
[Cuento - Texto completo.]

Edmundo Valadés
Sobre el estrado, los ingenieros conversan, ríen. Se golpean unos a otros con bromas incisivas. Sueltan chistes gruesos cuyo clímax es siempre áspero. Poco a poco su atención se concentra en el auditorio. Dejan de recordar la última juerga, las intimidades de la muchacha que debutó en la casa de recreo a la que son asiduos. El tema de su charla son ahora esos hombres, ejidatarios congregados en una asamblea y que están ahí abajo, frente a ellos.

-Sí, debemos redimirlos. Hay que incorporarlos a nuestra civilización, limpiándolos por fuera y enseñándolos a ser sucios por dentro…

-Es usted un escéptico, ingeniero. Además, pone usted en tela de juicio nuestros esfuerzos, los de la Revolución.

-¡Bah! Todo es inútil. Estos jijos son irredimibles. Están podridos en alcohol, en ignorancia. De nada ha servido repartirles tierras.

-Usted es un superficial, un derrotista, compañero. Nosotros tenemos la culpa. Les hemos dado las tierras, ¿y qué? Estamos ya muy satisfechos. Y el crédito, los abonos, una nueva técnica agrícola, maquinaria, ¿van a inventar ellos todo eso?

El presidente, mientras se atusa los enhiestos bigotes, acariciada asta por la que iza sus dedos con fruición, observa tras sus gafas, inmune al floreteo de los ingenieros. Cuando el olor animal, terrestre, picante, de quienes se acomodan en las bancas, cosquillea su olfato, saca un paliacate y se suena las narices ruidosamente. Él también fue hombre del campo. Pero hace ya mucho tiempo. Ahora, de aquello, la ciudad y su posición solo le han dejado el pañuelo y la rugosidad de sus manos.

Los de abajo se sientan con solemnidad, con el recogimiento del hombre campesino que penetra en un recinto cerrado: la asamblea o el templo. Hablan parcamente y las palabras que cambian dicen de cosechas, de lluvias, de animales, de créditos. Muchos llevan sus itacates al hombro, cartucheras para combatir el hambre. Algunos fuman, sosegadamente, sin prisa, con los cigarrillos como si les hubieran crecido en la propia mano.

Otros, de pie, recargados en los muros laterales, con los brazos cruzados sobre el pecho, hacen una tranquila guardia.

El presidente agita la campanilla y su retintín diluye los murmullos. Primero empiezan los ingenieros. Hablan de los problemas agrarios, de la necesidad de incrementar la producción, de mejorar los cultivos. Prometen ayuda a los ejidatarios, los estimulan a plantear sus necesidades.

-Queremos ayudarlos, pueden confiar en nosotros.

Ahora, el turno es para los de abajo. El presidente los invita a exponer sus asuntos. Una mano se alza, tímida. Otras la siguen. Van hablando de sus cosas: el agua, el cacique, el crédito, la escuela. Unos son directos, precisos; otros se enredan, no atinan a expresarse. Se rascan la cabeza y vuelven el rostro a buscar lo que iban a decir, como si la idea se les hubiera escondido en algún rincón, en los ojos de un compañero o arriba, donde cuelga un candil.

Allí, en un grupo, hay cuchicheos. Son todos del mismo pueblo. Les preocupa algo grave. Se consultan unos a otros: consideran quién es el que debe tomar la palabra.

-Yo crioque Jilipe: sabe mucho…

-Ora, tú, Juan, tú hablaste aquella vez…

No hay unanimidad. Los aludidos esperan ser empujados. Un viejo, quizá el patriarca, decide:

-Pos que le toque a Sacramento…

Sacramento espera.

-Ándale, levanta la mano…

La mano se alza, pero no la ve el presidente. Otras son más visibles y ganan el turno. Sacramento escudriña al viejo. Uno, muy joven, levanta la suya, bien alta. Sobre el bosque de hirsutas cabezas pueden verse los cinco dedos morenos, terrosos. La mano es descubierta por el presidente. La palabra está concedida.

-Órale, párate.

La mano baja cuando Sacramento se pone en pie. Trata de hallarle sitio al sombrero. El sombrero se transforma en un ancho estorbo, crece, no cabe en ningún lado. Sacramento se queda con él en las manos. En la mesa hay señales de impaciencia. La voz del presidente salta, autoritaria, conminativa:

-A ver ese que pidió la palabra, lo estamos esperando.

Sacramento prende sus ojos en el ingeniero que se halla a un extremo de la mesa. Parece que solo va a dirigirse a él; que los demás han desaparecido y han quedado únicamente ellos dos en la sala.

-Quiero hablar por los de San Juan de las Manzanas. Traímos una queja contra el Presidente Municipal, que nos hace mucha guerra y ya no lo aguantamos. Primero les quitó sus tierritas a Felipe Pérez y a Juan Hernández, porque colindaban con las suyas. Telegrafiamos a México y ni nos contestaron. Hablamos los de la congregación y pensamos que era bueno ir al Agrario, pa la restitución. Pos de nada valieron las vueltas ni los papeles, que las tierritas se le quedaron al Presidente Municipal.

Sacramento habla sin que se alteren sus facciones. Pudiera creerse que reza una vieja oración, de la que sabe muy bien el principio y el fin.

-Pos nada, que como nos vio con rencor, nos acusó quesque por revoltosos. Que parecía que nosotros le habíamos quitado sus tierras. Se nos vino entonces con eso de las cuentas; lo de los préstamos, siñor, que dizque andábamos atrasados. Y el agente era de su mal parecer, que teníamos que pagar hartos intereses. Crescencio, el que vive por la loma, por ai donde está el aguaje y que le intelige a eso de los números, pos hizo las cuentas y no era verdá: nos querían cobrar de más. Pero el Presidente Municipal trajo unos señores de México, que con muchos poderes y que si no pagábamos nos quitaban las tierras. Pos como quien dice, nos cobró a la fuerza lo que no debíamos…

Sacramento habla sin énfasis, sin pausas premeditadas. Es como si estuviera arando la tierra. Sus palabras caen como granos, al sembrar.

-Pos luego lo de m’ijo, siñor. Se encorajinó el muchacho. Si viera usté que a mí me dio mala idea. Yo lo quise detener. Había tomado y se le enturbió la cabeza. De nada me valió mi respeto. Se fue a buscar al Presidente Municipal, pa reclamarle… Lo mataron a la mala, que dizque se andaba robando una vaca del Presidente Municipal. Me lo devolvieron difunto, con la cara destrozada…

La nuez de la garganta de Sacramento ha temblado. Soo eso. Él continúa de pie, como un árbol que ha afianzado sus raíces. Nada más. Todavía clava su mirada en el ingeniero, el mismo que se halla al extremo de la mesa.

-Luego, lo del agua. Como hay poca, porque hubo malas lluvias, el Presidente Municipal cerró el canal. Y como se iban a secar las milpas y la congregación iba a pasar mal año, fuimos a buscarlo; que nos diera tantita agua, siñor, pa nuestras siembras. Y nos atendió con malas razones, que por nada se amuina con nosotros. No se bajó de su mula, pa perjudicarnos…

Una mano jala el brazo de Sacramento. Uno de sus compañeros le indica algo. La voz de Sacramento es lo único que resuena en el recinto.

-Si todo esto fuera poco, que lo del agua, gracias a la Virgencita, hubo más lluvias y medio salvamos las cosechas, está lo del sábado. Salió el Presidente Municipal con los suyos, que son gente mala y nos robaron dos muchachas: a Lupita, la que se iba a casar con Herminio, y a la hija de Crescencio. Como nos tomaron desprevenidos, que andábamos en la faena, no pudimos evitarlo. Se las llevaron a fuerza al monte y ai las dejaron tiradas. Cuando regresaron las muchachas, en muy malas condiciones, porque hasta de golpes les dieron, ni siquiera tuvimos que preguntar nada. Y se alborotó la gente de a deveras, que ya nos cansamos de estar a merced de tan mala autoridad.

Por primera vez, la voz de Sacramento vibró. En ella latió una amenaza, un odio, una decisión ominosa.

-Y como nadie nos hace caso, que a todas las autoridades hemos visto y pos no sabemos dónde andará la justicia, queremos tomar aquí providencias. A ustedes -y Sacramento recorrió ahora a cada ingeniero con la mirada y la detuvo ante quien presidía-, que nos prometen ayudarnos, les pedimos su gracia para castigar al Presidente Municipal de San Juan de las Manzanas. Solicitamos su venia para hacernos justicia por nuestra propia mano…

Todos los ojos auscultan a los que están en el estrado. El presidente y los ingenieros, mudos, se miran entre sí. Discuten al fin.

-Es absurdo, no podemos sancionar esta inconcebible petición.

-No, compañero, no es absurda. Absurdo sería dejar este asunto en manos de quienes no han hecho nada, de quienes han desoído esas voces. Sería cobardía esperar a que nuestra justicia hiciera justicia, ellos ya no creerán nunca más en nosotros. Prefiero solidarizarme con estos hombres, con su justicia primitiva, pero justicia al fin; asumir con ellos la responsabilidad que me toque. Por mí, no nos queda sino concederles lo que piden.

-Pero somos civilizados, tenemos instituciones; no podemos hacerlas a un lado.

-Sería justificar la barbarie, los actos fuera de la ley.

-¿Y qué peores actos fuera de la ley que los que ellos denuncian? Si a nosotros nos hubieran ofendido como los han ofendido a ellos; si a nosotros nos hubieran causado menos daños que los que les han hecho padecer, ya hubiéramos matado, ya hubiéramos olvidado una justicia que no interviene. Yo exijo que se someta a votación la propuesta.

-Yo pienso como usted, compañero.

-Pero estos tipos son muy ladinos, habría que averiguar la verdad. Además, no tenemos autoridad para conceder una petición como esta.

Ahora interviene el presidente. Surge en él el hombre del campo. Su voz es inapelable.

-Será la asamblea la que decida. Yo asumo la responsabilidad.

Se dirige al auditorio. Su voz es una voz campesina, la misma voz que debe haber hablado allá en el monte, confundida con la tierra, con los suyos.

Se pone a votación la proposición de los compañeros de San Juan de las Manzanas. Los que estén de acuerdo en que se les dé permiso para matar al Presidente Municipal, que levanten la mano…

Todos los brazos se tienden a lo alto. También las de los ingenieros. No hay una sola mano que no esté arriba, categóricamente aprobando. Cada dedo señala la muerte inmediata, directa.

-La asamblea da permiso a los de San Juan de las Manzanas para lo que solicitan.

Sacramento, que ha permanecido en pie, con calma, termina de hablar. No hay alegría ni dolor en lo que dice. Su expresión es sencilla, simple.

-Pos muchas gracias por el permiso, porque, como nadie nos hacía caso, desde ayer el Presidente Municipal de San Juan de las Manzanas está difunto.

FIN
 
Clorinda,15.12.2018
La mujer más pequeña del mundo
un cuento de Clarice Lispector

En las profundidades del África Ecuatorial, el explorador francés Marcel Petre, cazador y hombre de mundo, se encontró con una tribu de pigmeos de una pequeñez sorprendente. Más sorprendido, pues, quedó al ser informado de que un pueblo de tamaño aún menor existía más allá de florestas y distancias. Entonces, él se adentró aún más.

En el Congo Central descubrió, realmente, a los pigmeos más pequeños del mundo. Y —como una caja dentro de otra caja, dentro de otra caja— entre los pigmeos más pequeños del mundo estaba el más pequeño de ellos, obedeciendo, tal vez, a una necesidad que a veces tiene la naturaleza de excederse a sí misma.

Entre mosquitos y árboles tibios de humedad, entre las hojas ricas de un verde más perezoso, Marcel Petre se topó con una mujer de cuarenta y cinco centímetros, madura, negra, callada. «Oscura como un mono», informaría él a la prensa, y que vivía en la copa de un árbol con su pequeño concubino. Entre los tibios humores silvestres, que temprano redondean los frutos y les dan una casi intolerable dulzura al paladar, ella estaba embarazada.

Allí en pie estaba, pues, la mujer más pequeña del mundo. Por un instante, en el zumbido del calor, fue como si el francés hubiese, inesperadamente, llegado a la conclusión última. Con certeza, solo por no ser loco, es que su alma no desvarió ni perdió los límites. Sintiendo la necesidad inmediata de orden y de dar nombre a lo que existe, la apellidó Pequeña Flor. Y para conseguir clasificarla entre las realidades reconocibles, pasó enseguida a recoger datos relacionados con ella.

Su raza está, poco a poco, siendo exterminada. Pocos ejemplares humanos restan de esa especie que, si no fuera por el disimulado peligro de África, sería un pueblo muy numeroso. A más de la enfermedad, el infectado hálito de aguas, la comida deficiente y las fieras que rondan, el gran riesgo para los escasos likoualas está en los salvajes bantúes, amenaza que los rodea en silencioso aire como en madrugada de batalla. Los bantúes los cazan con redes, como lo hacen con los monos. Y los comen. Así, tal como se oye: los cazan con redes y los comen. La pequeña raza de gente, siempre retrocediendo y retrocediendo, terminó acuartelándose en el corazón del África, donde el afortunado explorador la descubriría. Por defensa estratégica, habitan en los árboles más altos. De allí descienden las mujeres para cocinar maíz, moler mandioca y cosechar verduras; los hombres, para cazar. Cuando un hijo nace, se le da libertad casi inmediatamente. Es verdad que, muchas veces, la criatura no aprovechará por mucho tiempo de esa libertad entre fieras. Pero también es verdad que, por lo menos, no lamentará que, para tan corta vida, largo haya sido el trabajo. Incluso el lenguaje que la criatura aprende es breve y simple, apenas esencial. Los likoualas usan pocos nombres, llaman a las cosas por gestos y sonidos animales. Como avance espiritual, tienen un tambor. Mientras bailan al son del tambor, mantienen una pequeña hacha de guardia contra los bantúes, que aparecerán no se sabe de dónde.

Fue así, pues, que el explorador descubrió, toda en pie y a sus pies, la cosa humana más pequeña que existe. Su corazón latió, porque esmeralda ninguna es tan rara. Ni las enseñanzas de los sabios de la India son tan raras. Ni el hombre más rico del mundo puso ya sus ojos sobre tan extraña gracia. Allí estaba una mujer que la golosina del más fino sueño jamás pudiera imaginar. Fue entonces que el explorador, tímidamente, y con una delicadeza de sentimientos de la que su esposa jamás lo juzgaría capaz, dijo:

—Tú eres Pequeña Flor.

En ese instante, Pequeña Flor se rascó donde una persona no se rasca. El explorador —como si estuviese recibiendo el más alto premio de castidad al que un hombre, siempre tan idealista, osara aspirar—, tan vivido, desvió los ojos.

La fotografía de Pequeña Flor fue publicada en el suplemento a colores de los diarios del domingo, donde cupo en tamaño natural. Envuelta en un paño, con la barriga en estado adelantada, la nariz chata, la cara negra, los ojos hondos, los pies planos. Parecía un perro.

En ese domingo, en un departamento, una mujer, al mirar en el diario abierto el retrato de Pequeña Flor, no quiso mirarlo una segunda vez «porque me da aflicción».

En otro departamento, una señora sintió tan perversa ternura por la pequeñez de la mujer africana que —siendo mucho mejor prevenir que remediar— jamás se debería dejar a Pequeña Flor a solas con la ternura de aquella señora. ¡Quién sabe a qué oscuridad de amor puede llegar el cariño! La señora pasó el día perturbada, se diría que poseída por la nostalgia. A propósito, era primavera, una bondad peligrosa rondaba en el aire.

En otra casa, una niña de cinco años, viendo el retrato y escuchando los comentarios, quedó espantada. En aquella casa de adultos, esa niña había sido hasta ahora el más pequeño de los seres humanos. Y si eso era fuente de las mejores caricias, era también fuente de este primer miedo al amor tirano. La existencia de Pequeña Flor llevó a la niña a sentir —con una vaguedad que solo años y años después, por motivos bien distintos, habría de concretarse en pensamiento—, en una primera sabiduría, que «la desgracia no tiene límites».

En otra casa, en la consagración de la primavera, una joven novia tuvo un éxtasis de piedad:

—¡Mamá, mira el retratito de ella, pobrecita!, ¡mira como ella es tristecita!

—Pero —dijo la madre, dura, derrotada y orgullosa—, pero es tristeza de bicho, no es tristeza humana.

—¡Oh, mamá! —dijo la joven desanimada.

En otra casa, un niño muy despierto tuvo una idea inteligente:

—Mamá, ¿y si yo colocara esa mujercita africana en la cama de Pablito mientras él está durmiendo? Cuando despierte, qué susto, ¿eh? ¡Qué griterío, viéndola sentada en su cama! Y nosotros, entonces, podríamos jugar tanto con ella, haríamos de ella nuestro juguete, ¿sí?

La madre de este niño estaba en ese instante enrollando sus cabellos frente al espejo del baño y recordó lo que una cocinera le contara de su tiempo de orfanato. Al no tener una muñeca con qué jugar, y ya la maternidad pulsando terrible en el corazón de las huérfanas, las niñas más despiertas habían escondido de la monja la muerte de una de las chicas. Guardaron el cadáver en un armario hasta que salió la monja, y jugaron con la niña muerta, le dieron baños y comiditas, le impusieron un castigo solamente para después poder besarla, consolándola. De eso se acordó la madre en el baño y dejó caer las manos, llenas de horquillas. Y consideró la cruel necesidad de amar. Consideró la malignidad de nuestro deseo de ser felices. Consideró la ferocidad con que queremos jugar. Y el número de veces en que habremos de matar por amor. Entonces, miró al hijo sagaz como si mirase a un peligroso desconocido. Y sintió horror de su propia alma que, más que su cuerpo, había engendrado a aquel ser apto para la vida y para la felicidad. Así fue que miró ella, con mucha atención y un orgullo incómodo, a aquel niño que ya estaba sin los dos dientes de adelante: la evolución, la evolución haciéndose diente que cae para que nazca otro, el que muerda mejor. «Voy a comprar una ropa nueva para él», resolvió, mirándolo, absorta. Obstinadamente adornaba al hijo desdentado con ropas finas, obstinadamente lo quería bien limpio, como si la limpieza diera énfasis a una superficialidad tranquilizadora, obstinadamente perfeccionando el lado cortés de la belleza. Obstinadamente apartándose y apartándolo de algo que debía ser «oscuro como un mono». Entonces, mirando al espejo del baño, la madre sonrió intencionadamente fina y pulida, colocando entre aquel su rostro de líneas abstractas y la cruda cara de Pequeña Flor, la distancia insuperable de milenios. Pero, con años de práctica, sabía que este sería un domingo en el que tendría que disfrazar de sí misma la ansiedad, el sueño y los milenios perdidos.

En otra casa, junto a una pared, se dieron al trabajo alborotado de calcular, con cinta métrica, los cuarenta y cinco centímetros de Pequeña Flor. Y fue allí mismo donde, deleitados, se espantaron: ella era aún más pequeña de lo que el más agudo en imaginación la inventaría. En el corazón de cada uno de los miembros de la familia nació, nostálgico, el deseo de tener para sí aquella cosa menuda e indomable, aquella cosa salvada de ser comida, aquella fuente permanente de caridad. El alma ávida de la familia quería consagrarse. Y, entonces, ¿quién ya no deseó poseer un ser humano solo para sí? Lo que es verdad no siempre sería cómodo, hay horas en que no se quiere tener sentimientos:

—Apuesto a que si ella viviera aquí, terminaba en pelea —dijo el padre sentado en la poltrona, virando definitivamente la página del diario—. En esta casa todo termina en pelea.

—Tú, José, siempre pesimista —dijo la madre.

—¿Ya has pensado, mamá, de qué tamaño será el bebé de ella? —dijo ardiente la hija mayor, de trece años.

El padre se movió detrás del diario.

—Debe ser el bebé negro más pequeño del mundo —contestó la madre, derritiéndose de gusto—. ¡Imaginadla a ella sirviendo a la mesa aquí en casa! ¡Y con la barriguita grande!

—¡Basta de esas conversaciones! —dijo confusamente el padre.

—Tú has de concordar —dijo la madre inesperadamente ofendida— que se trata de una cosa rara. Tú eres el insensible.

¿Y la propia cosa rara?

Mientras tanto, en África, la propia cosa rara tenía en el corazón —quién sabe si también negro, pues en una naturaleza que se equivocó una vez ya no se puede confiar más—, algo más raro todavía, algo como el secreto del propio secreto: un hijo mínimo. Metódicamente, el explorador examinó, con la mirada, la barriguita madura del más pequeño ser humano. Fue en ese instante que el explorador, por primera vez desde que la conoció, en lugar de sentir curiosidad o exaltación o victoria o espíritu científico, sintió malestar.

Es que la mujer más pequeña del mundo estaba riendo.

Estaba riéndose, cálida, cálida. Pequeña Flor estaba gozando de la vida. La propia cosa rara estaba teniendo la inefable sensación de no haber sido comida todavía. No haber sido comida era algo que, en otras horas, le daba a ella el ágil impulso de saltar de rama en rama.

Pero, en este momento de tranquilidad, entre las espesas hojas del Congo Central, ella no estaba aplicando ese impulso a una acción —y el impulso se había concentrado todo en la propia pequeñez de la propia cosa rara—. Y entonces ella se reía. Era una risa de quien no habla pero ríe. El explorador incómodo no consiguió clasificar esa risa, y ella continuó disfrutando de su propia risa apacible, ella que no estaba siendo devorada. No ser devorado es el sentimiento más perfecto. No ser devorado es el objetivo secreto de toda una vida. En tanto ella no estaba siendo comida, su risa bestial era tan delicada como es delicada la alegría. El explorador estaba perturbado.

En segundo lugar, si la propia cosa rara estaba riendo era porque, dentro de su pequeñez, una gran oscuridad se había puesto en movimiento.

Es que la propia cosa rara sentía el pecho tibio de aquello que se puede llamar Amor. Ella amaba a aquel explorador amarillo. Si supiera hablar y le dijese que lo amaba, él se inflaría de vanidad. Vanidad que disminuiría cuando ella añadiera que también amaba mucho el anillo del explorador y que amaba mucho la bota del explorador. Y cuando este se sintiera desinflado, Pequeña Flor no entendería por qué. Pues, ni de lejos, su amor por el explorador —puédese incluso decir su «profundo amor», porque, no teniendo otros recursos, ella estaba reducida a la profundidad—, habría de quedarse desvalorizado por el hecho de que ella también amaba su bota. Hay un viejo equívoco sobre la palabra amor y, si muchos hijos nacen de ese equívoco, muchos otros perdieron la única posibilidad de nacer solamente por causa de una susceptibilidad que exige que sea de mí, ¡de mí!, que el otro guste. Pero en la humedad de la floresta no existen esos refinamientos crueles y amor es no ser comido, amor es hallar bonita una bota, amor es gustar del color raro de un hombre que no es negro, amor es reír del amor a un anillo que brilla. Pequeña Flor guiñaba sus ojos de amor y rió, cálida, pequeña, grávida, cálida.

El explorador intentó sonreírle en retribución, sin saber exactamente a qué abismo su sonrisa contestaba, y entonces se perturbó como solamente un hombre de tamaño grande se perturba. Disfrazó, acomodando mejor su sombrero de explorador, y enrojeció púdico. Se tornó de un color lindo, el suyo, de un rosa-verdoso, como el de un limón de madrugada. Él debía de ser agrio.

Fue, probablemente, al acomodar el casco simbólico cuando el explorador se llamó al orden, recuperó con severidad la disciplina de trabajo y recomenzó a hacer anotaciones. Había aprendido a entender algunas de las pocas palabras articuladas de la tribu y a interpretar sus señales. Ya lograba hacer preguntas.

Pequeña Flor le respondió que «sí». Que era muy bueno tener un árbol para vivir, suyo, suyo mismo. Pues —y eso ella no lo dijo, pero sus ojos se tornaron tan oscuros que ellos lo dijeron—, es bueno poseer, es bueno poseer, es bueno poseer. El explorador pestañeó varias veces.

Marcel Petre tuvo varios momentos difíciles consigo mismo. Pero, al menos, pudo ocuparse de tomar notas. Quien no tomó notas, tuvo que arreglarse como pudo:

—Pues mire —declaró de repente una vieja cerrando con decisión el diario—, yo solo le digo una cosa: Dios sabe lo que hace.

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Martilu,15.12.2018
Amo a Clarissa Lispector

¡Gracias Clorinda!
 
Martilu,15.12.2018
Sal con una chica que no lee.

Charles Warnke


Sal con una chica que no lee. Encuéntrala en medio de la fastidiosa mugre de un bar del medio oeste. Encuéntrala en medio del humo, del sudor de borracho y de las luces multicolores de una discoteca de lujo. Donde la encuentres, descúbrela sonriendo y asegúrate de que la sonrisa permanezca incluso cuando su interlocutor le haya quitado la mirada.
Cautívala con trivialidades poco sentimentales; usa las típicas frases de conquista y ríe para tus adentros. Sácala a la calle cuando los bares y las discotecas hayan dado por concluida la velada; ignora el peso de la fatiga. Bésala bajo la lluvia y deja que la tenue luz de un farol de la calle los ilumine, así como has visto que ocurre en las películas. Haz un comentario sobre el poco significado que todo eso tiene. Llévatela a tu apartamento y despáchala luego de hacerle el amor. Tíratela.


Deja que la especie de contrato que sin darte cuenta has celebrado con ella se convierta poco a poco, incómodamente, en una relación. Descubre intereses y gustos comunes como el sushi o la música country, y construye un muro impenetrable alrededor de ellos. Haz del espacio común un espacio sagrado y regresa a él cada vez que el aire se torne pesado o las veladas parezcan demasiado largas. Háblale de cosas sin importancia y piensa poco. Deja que pasen los meses sin que te des cuenta. Proponle que se mude a vivir contigo y déjala que decore. Peléale por cosas insignificantes como que la maldita cortina de la ducha debe permanecer cerrada para que no se llene de ese maldito moho. Deja que pase un año sin que te des cuenta. Comienza a darte cuenta.

Concluye que probablemente deberían casarse porque de lo contrario habrías perdido mucho tiempo de tu vida. Invítala a cenar a un restaurante que se salga de tu presupuesto en el piso cuarenta y cinco de un edificio y asegúrate de que tenga una vista hermosa de la ciudad. Tímidamente pídele al mesero que le traiga la copa de champaña con el modesto anillo adentro. Apenas se dé cuenta, proponle matrimonio con todo el entusiasmo y la sinceridad de los que puedas hacer acopio. No te preocupes si sientes que tu corazón está a punto de atravesarte el pecho, y si no sientes nada, tampoco le des mucha importancia. Si hay aplausos, deja que terminen. Si llora, sonríe como si nunca hubieras estado tan feliz, y si no lo hace, igual sonríe.

Deja que pasen los años sin que te des cuenta. Construye una carrera en vez de conseguir un trabajo. Compra una casa y ten dos hermosos hijos. Trata de criarlos bien. Falla a menudo. Cae en una aburrida indiferencia y luego en una tristeza de la misma naturaleza. Sufre la típica crisis de los cincuenta. Envejece. Sorpréndete por tu falta de logros. En ocasiones siéntete satisfecho pero vacío y etéreo la mayor parte del tiempo. Durante las caminatas, ten la sensación de que nunca vas regresar, o de que el viento puede llevarte consigo. Contrae una enfermedad terminal. Muere, pero solo después de haberte dado cuenta de que la chica que no lee jamás hizo vibrar tu corazón con una pasión que tuviera significado; que nadie va a contar la historia de sus vidas, y que ella también morirá arrepentida porque nada provino nunca de su capacidad de amar.

Haz todas estas cosas, maldita sea, porque no hay nada peor que una chica que lee. Hazlo, te digo, porque una vida en el purgatorio es mejor que una en el infierno. Hazlo porque una chica que lee posee un vocabulario capaz de describir el descontento de una vida insatisfecha. Un vocabulario que analiza la belleza innata del mundo y la convierte en una alcanzable necesidad, en vez de algo maravilloso pero extraño a ti. Una chica que lee hace alarde de un vocabulario que puede identificar lo espacioso y desalmado de la retórica de quien no puede amarla, y la inarticulación causada por el desespero del que la ama en demasía. Un vocabulario, maldita sea, que hace de mi sofística vacía un truco barato.

Hazlo porque la chica que lee entiende de sintaxis. La literatura le ha enseñado que los momentos de ternura llegan en intervalos esporádicos pero predecibles y que la vida no es plana. Sabe y exige, como corresponde, que el flujo de la vida venga con una corriente de decepción. Una chica que ha leído sobre las reglas de la sintaxis conoce las pausas irregulares –la vacilación en la respiración– que acompañan a la mentira. Sabe cuál es la diferencia entre un episodio de rabia aislado y los hábitos a los que se aferra alguien cuyo amargo cinismo countinuará, sin razón y sin propósito, después de que ella haya empacado sus maletas y pronunciado un inseguro adiós. Tiene claro que en su vida no seré más que unos puntos suspensivos y no una etapa, y por eso sigue su camino, porque la sintaxis le permite reconocer el ritmo y la cadencia de una vida bien vivida.

Sal con una chica que no lee porque la que sí lo hace sabe de la importancia de la trama y puede rastrear los límites del prólogo y los agudos picos del clímax; los siente en la piel. Será paciente en caso de que haya pausas o intermedios, e intentará acelerar el desenlace. Pero sobre todo, la chica que lee conoce el inevitable significado de un final y se siente cómoda en ellos, pues se ha despedido ya de miles de héroes con apenas una pizca de tristeza.

No salgas con una chica que lee porque ellas han aprendido a contar historias. Tú con la Joyce, con la Nabokov, con la Woolf; tú en una biblioteca, o parado en la estación del metro, tal vez sentado en la mesa de la esquina de un café, o mirando por la ventana de tu cuarto. Tú, el que me ha hecho la vida tan difícil. La lectora se ha convertido en una espectadora más de su vida y la ha llenado de significado. Insiste en que la narrativa de su historia es magnífica, variada, completa; en que los personajes secundarios son coloridos y el estilo atrevido. Tú, la chica que lee, me hace querer ser todo lo que no soy. Pero soy débil y te fallaré porque tú has soñado, como corresponde, con alguien mejor que yo y no aceptarás la vida que te describí al comienzo de este escrito. No te resignarás a vivir sin pasión, sin perfección, a llevar una vida que no sea digna de ser narrada. Por eso, largo de aquí, chica que lee; coge el siguiente tren que te lleve al sur y llévate a tu Hemingway contigo. Te odio, de verdad te odio.

 
Clorinda,16.12.2018
No te preocupes, Martilu. Sigue leyendo.
 
glori,16.12.2018

Sal con una chica que lee (Rosemary Urquico)

Sal con una chica que se gaste el dinero en libros en vez de en ropa. Que tenga problemas de espacio en el armario porque tiene demasiados libros. Sal con una chica que tenga una lista de libros que quiere leer y carné de la biblioteca desde los doce años.

Encuentra una chica que lea. Sabrás que lo hace porque siempre llevará un libro a medias de leer en el bolso. Será la que mire con amor las estanterías de la librería, la que llora silenciosamente cuando encuentra el libro que quería. ¿Ves la chica rara que huele las páginas de los libros viejos en una librería de segunda mano? Esa es la lectora. Nunca se pueden resistir a oler las páginas, especialmente si están amarillentas.

Es la chica que lee mientras está esperando en la cafetería del final de la calle. Si echas un vistazo a su taza, verás que la crema del café está flotando en la superficie porque ya está absorta. Perdida en un mundo que el autor ha creado. Siéntate. Probablemente te mire fugazmente, como la mayoría de las chicas que leen no le gusta ser interrumpida.

Es sencillo salir con una chica que lee. Regálale libros por su cumpleaños, por Navidad y por los aniversarios. Dale el regalo de las palabras, en poesía, en canciones. Regálale a Neruda, Coello, Allende, Cummings. Hazle saber que entiendes que las palabras son amor.

Si encuentras una chica que lea, mantenla cerca. Cuando la encuentres a las dos de la mañana sosteniendo un libro contra su pecho y llorando, hazle una taza de té y abrázala. Puedes perderla por unas cuantas horas, pero siempre volverá a ti. Hablará como si los personajes del libro fuesen reales, porque durante un rato, siempre lo son.

Le propondrás matrimonio durante un viaje en globo o en medio de un concierto de rock, o quizás formularás la pregunta por absoluta casualidad la próxima vez que se enferme; puede que hasta sea por Skype.

Sonreirás con tal fuerza que te preguntarás por qué tu corazón no ha estallado todavía haciendo que la sangre ruede por tu pecho.

Escribirá la historia de ustedes, tendrán hijos con nombres extraños y gustos aún más raros. Ella les leerá a tus hijos cuentos increíbles y libros, e incluso puede que lo haga el mismo día. Caminarán juntos los inviernos de la vejez y ella recitará los poemas de Machado en un susurro mientras tú sacudes la nieve de tus botas.

Sal con una chica que lea porque te lo mereces. Te mereces una chica que pueda darte la vida más colorida imaginable. Si solo puedes darle monotonía y horas aburridas y compromisos a medias, entonces estás mejor solo. Si quieres el mundo y los mundos que hay más allá, sal con una chica que lea o mejor aún….

Con una que escriba.

 
Morirse,17.12.2018



El último aporte de Martilu me encantó.


 
kupiga,17.12.2018
"Regálale a Neruda, Coello, Allende, Cummings" y si se dará cuenta de inmediato lo pretencioso y snob que eres
 
cafeina,17.12.2018

y Ud. qué relaga, kupiga?

 
rhcastro,18.12.2018
Abrazo martilu. Hasta allá.
 
Clorinda,18.12.2018
Reunión
un cuento de John Cheever


La última vez que vi a mi padre fue en la estación Grand Central. Yo venía de estar con mi abuela en los montes Adirondacks, y me dirigía a una casita de campo que mi madre había alquilado en el cabo; escribí a mi padre diciéndole que pasaría hora y media en Nueva York debido al cambio de trenes, y preguntándole si podíamos comer juntos. Su secretaria me contestó que se reuniría conmigo en el mostrador de información a mediodía, y, cuando aún estaban dando las doce, lo vi venir a través de la multitud. Era un extraño para mí —mi madre se había divorciado tres años antes y yo no lo había visto desde entonces—, pero tan pronto como lo tuve delante sentí que era mi padre, mi carne y mi sangre, mi futuro y mi fatalidad. Comprendí que cuando fuera mayor me parecería a él; que tendría que hacer mis planes contando con sus limitaciones. Era un hombre corpulento, bien parecido, y me sentí feliz de volver a verlo. Me dio una fuerte palmada en la espalda y me estrechó la mano.


—Hola, Charlie —dijo—. Hola, muchacho. Me gustaría que vinieses a mi club, pero está por las calles sesenta, y si tienes que coger un tren en seguida, será mejor que comamos algo por aquí cerca.

Me rodeó con el brazo y aspiré su aroma con la fruición con que mi madre huele una rosa. Era una agradable mezcla de whisky, loción para después del afeitado, betún, traje de lana y el característico olor de un varón de edad madura. Deseé que alguien nos viera juntos. Me hubiese gustado que nos hicieran una fotografía. Quería tener algún testimonio de que habíamos estado juntos.

Salimos de la estación y nos dirigimos hacia un restaurante por una calle secundaria. Todavía era pronto y el local estaba vacío. El barman discutía con un botones, y había un camarero muy viejo con una chaqueta roja junto a la puerta de la cocina. Nos sentamos, y mi padre lo llamó con voz potente:

—Kellner! —gritó—. Garçón! Cameriere! ¡Oiga usted!
Todo aquel alboroto parecía fuera de lugar en el restaurante vacío.

—¿Será posible que no nos atienda nadie aquí? —gritó—. Tenemos prisa.

Luego dio unas palmadas. Esto último atrajo la atención del camarero, que se dirigió hacia nuestra mesa arrastrando los pies.

—¿Esas palmadas eran para llamarme a mí? —preguntó.

—Cálmese, cálmese, sommelier—dijo mi padre—. Si no es pedirle demasiado, si no es algo que está por encima y más allá de la llamada del deber, nos gustaría tomar dos gibsons con ginebra Beefeater.

—No me gusta que nadie me llame dando palmadas —dijo el camarero.

—Debería haber traído el silbato —replicó mi padre—. Tengo un silbato que sólo oyen los camareros viejos. Ahora saque el bloc y el lápiz y procure enterarse bien: dos gibsons con Beefeater. Repita conmigo: dos gibsons con Beefeater.

—Creo que será mejor que se vayan a otro sitio —dijo el camarero sin perder la compostura.

—Ésa es una de las sugerencias más brillantes que he oído nunca —señaló mi padre—. Vámonos de aquí, Charlie.

Seguí a mi padre y entramos en otro restaurante. Esta vez no armó tanto alboroto. Nos trajeron las bebidas, y empezó a someterme a un verdadero interrogatorio sobre la temporada de béisbol. Al cabo de un rato golpeó el borde de la copa vacía con el cuchillo y empezó a gritar otra vez:

—Garçon! Cameriere! Kellner! ¡Oiga usted! ¿Le molestaría mucho traernos otros dos de lo mismo?

—¿Cuántos años tiene el muchacho? —preguntó el camarero.

—Eso no es en absoluto de su incumbencia —dijo mi padre.

—Lo siento, señor, pero no le serviré más bebidas alcohólicas al muchacho.

—De acuerdo, yo también tengo algo que comunicarle —dijo mi padre—. Algo verdaderamente interesante. Sucede que éste no es el único restaurante de Nueva York.

Acaban de abrir otro en la esquina. Vámonos, Charlie.
Pagó la cuenta y nos trasladamos de aquél a otro restaurante. Los camareros vestían americanas de color rosa, semejantes a chaquetas de caza, y las paredes estaban adornadas con arneses de caballos. Nos sentamos y mi padre empezó a gritar de nuevo:

—¡Que venga el encargado de la jauría! ¿Qué tal los zorros este año? Quisiéramos una última copa antes de empezar a cabalgar. Para ser más exactos, dos bibsons con Geefeater.

—¿Dos bibsons con Geefeater? —preguntó el camarero, sonriendo.

—Sabe muy bien lo que quiero —replicó mi padre, muy enojado—. Quiero dos gibsons con Beefeater, y los quiero de prisa. Las cosas han cambiado en la vieja y alegre Inglaterra. Por lo menos eso es lo que dice mi amigo el duque. Veamos qué tal es la producción inglesa en lo que a cócteles se refiere.

—Esto no es Inglaterra —repuso el camarero.

—No discuta conmigo. Limítese a hacer lo que se le pide.

—Creí que quizá le gustaría saber dónde se encuentra —dijo el camarero.

—Si hay algo que no soporto, es un criado impertinente —declaró mi padre—. Vámonos, Charlie.

El cuarto establecimiento en el que entramos era italiano.
—Buongiorno —dijo mi padre—. Per favore, possiamo avere due cocktail americani, forti fortio. Molto gin, poco vermut.

—No entiendo el italiano —respondió el camarero.

—No me venga con ésas —dijo mi padre—. Entiende usted el italiano y sabe perfectamente bien que lo entiende. Vogliamo due cocktail americani. Subito.

El camarero se alejó y habló con el encargado, que se acercó a nuestra mesa y dijo:

—Lo siento, señor, pero esta mesa está reservada.

—De acuerdo —asintió mi padre—. Denos otra.

—Todas las mesas están reservadas —declaró el encargado.

—Ya entiendo. No desean tenernos por clientes, ¿no es eso? Pues váyanse al infierno. Vada all’ inferno. Será mejor que nos marchemos, Charlie.

—Tengo que coger el tren —dije.

—Lo siento mucho, hijito —dijo mi padre—. Lo siento muchísimo. —Me rodeó con el brazo y me estrechó contra sí—. Te acompaño a la estación. Si hubiéramos tenido tiempo de ir a mi club…

—No tiene importancia, papá —dije.

—Voy a comprarte un periódico —dijo—. Voy a comprarte un periódico para que leas en el tren.

Se acercó a un quiosco y pidió:

—Mi buen amigo, ¿sería usted tan amable de obsequiarme con uno de sus absurdos e insustanciales periódicos de la tarde? —El vendedor se volvió de espaldas y se puso a contemplar fijamente la portada de una revista—. ¿Es acaso pedir demasiado, señor mío? —insistió mi padre—, ¿es quizá demasiado difícil venderme uno de sus desagradables especímenes de periodismo sensacionalista?

—Tengo que irme, papá —dije—. Es tarde.

—Espera un momento, hijito —replicó—. Sólo un momento. Estoy esperando a que este sujeto me dé una contestación.

—Hasta la vista, papá —dije; bajé la escalera, tomé el tren, y aquélla fue la última vez que vi a mi padre.
 
rhcastro,24.12.2018
Me gustó mucho clorinda. Muy agradable.

Cenen rico por favor y no olviden compartir algo.

Felicidad para todos y cada uno.
Navidad es una linda fecha.

Con nosotros.
 
Martilu,26.12.2018
La parisina
Maria Teresa Andruetto



Cuando entraron, antes de que los abordara el conserje, él bajó los ojos hacia la pequeña valija, casi un maletín, tan fuera de lugar. También la ropa fuera de lugar, el pantalón, los zapatos, el corte de pelo, a juzgar por la elegancia de los dos señores que esperaban en el hall. Ella en cambio estaba muy bien, el vestido sobre los pantalones bombilla, negros, clásicos; un echarpe, los zapatitos. El trabajo la llevaba desde hacía años a lugares como ese, cadenas de hoteles en los que, a pesar de cierta costumbre que se había instalado, se sentía extraña. No tan extraña como él, que no sabe por dónde avanzar, hasta que ella sugiere que, terminado el congreso, podrían quedarse unos días en la ciudad, en este hotel donde se aloja ella. De ese modo ha resuelto la incomodidad de quien no quisiera registrarse a su nombre, porque está casado, porque no está acostumbrado.



Él recuerda la última vez, la única, la mañana del día en que ella salió hacia Marsella. Un edificio deslucido, de varias plantas, con paredes de estucado, sobre una calle concurrida; no había una plaza cerca ni un bar bonito, ni un parque ni un café para arrimarse después. Ella iba a Francia a casarse, a tener hijos, y ese día -esa mañana justamente- se acostaron los dos en aquel hotelito del Once. Así lo había guardado él en la memoria; también de ese modo lo recuerda ella que treinta años atrás, está poniéndose las medias, los zapatos, la camperita, después de hacer el amor. Llevaba un vestido beige tipo Courrèges y un pañuelo rojo pequeño, atado al cuello. Una mujer elegante siempre lleva medias, solía decir su madre y ella va a subir al Eugenio C. con sus medias de nylon y el pañuelo al cuello; le hace gracia recordarlo, el pañuelo y sus manos delicadas como las patitas de un gato. Ella sabe que de ciertos viajes no hay regreso, que no se puede volver ni siquiera volviendo. Así de irreversible. De eso se nutre esta memoria; nada de qué quejarse, lo ha decidido ella, aunque después no resulte.



En el crucero aquel viajaba Norma, buscando un poco de glamour. Cuando cruzaron el ecuador y se hizo aquella fiesta, la vio por primera vez: una mujer unos diez años mayor que ella, que también viaja sola, que en La fiesta ecuatorial, con mascaritas todos y con disfraces, explota, ríe a carcajadas. Elena comprende que es una de las suyas. Viaje de placer, dice Norma, y ríen las dos de lo que dicen y de lo que todavía no se han dicho. Después, en París, casualidades, un encuentro en una librería, luego en la cola de un teatro y finalmente una tarde completa en los Jardines de Luxemburgo. Suficiente para hacerse amigas. Muy amigas.

Elena es pequeña, estilizada, de pelo lacio; esconde lo que piensa y lo que siente, incluso se lo ha escondido a él, pero a Norma cree que puede decírselo. En el crucero hay un puñado de indeseables, copias humanas de una misma historia, mentirosos que se trasladan desde Buenos Aires hacia Europa. Camouflage, dice Norma, entre carcajadas.

Navegan las dos como los otros, entre el miedo y la vigilia; inevitable la nostalgia, como si todo hubiera sucedido hace tiempo, o como si nada nunca hubiera ocurrido del todo. Simulacros rumbo a Marsella, en un barco llamado Eugenio.

Esta es una historia de dolor. Una historia que se hizo con apenas dos palabras: denuncias, desarraigo.



También la madre de ella, en su día, había viajado sola desde Génova hacia Buenos Aires, había viajado en un cacharro que la vomitó en un hotel para inmigrantes y después en uno de esos trenes que atraviesan la llanura; supo lo que hacía esa madre, aunque fingiera no saberlo. Ahora, la vida de la hija se arma en el vaivén de una travesía donde se inventan historias, motivos de traslado, compañeros de viaje. Hombres y mujeres imaginan lugares donde situar sus cuerpos, se convencen de que no estuvieron con nadie; ninguno los busca, no corren peligro, son turistas, viajan porque quieren.

Elena navega en un barquito aventurero, con centenares de hombres y mujeres que han perdido la brújula, gente sin lugar fijo que va y que viene; cuando los corren de un lugar, van para el otro, son de ninguna parte. Entonces se inventa también ella una patria, la parisina. Estamos en 1977, un día soleado de marzo, ella es hija de italianos y se va a vivir a París; que haya nacido en Argentina no tiene mayor importancia. Está de novia con un hijo de franceses, un muchacho que ha tenido un problema -un malentendido que sus padres y el gobierno francés ya han resuelto- y ahora viaja a encontrarse con él. Por eso ha permanecido estos meses en Buenos Aires bajo otro nombre, bajo otra historia; una novela construida a partir de tres palabras, secreto, sospecha, simulación. Nada de eso va a decirle al hombre con el que se acostó esta mañana, por mucho que el hombre le guste -lo ha descubierto tarde-, la suerte está echada.



Una casa, una mujer que viaja para perderse y un hombre que se queda para encontrarla. Cerca de la casa, la clínica donde los dos trabajan, él es médico, es residente, hace guardias. Ella es una suerte de secretaria, una chica que está de paso; alguien ha arreglado las cosas para que permanezca ahí por unos meses, forma parte de la salida, forma parte del viaje. Al novio francés lo buscaron en medio de la noche y se lo llevaron. Por el tono de voz que usaron para decir su nombre, supo que ni tiempo tendría de levantar sus cosas, de avisarle a ella. Con un arma en la nuca, le dijeron que avanzara sin dar pasos en falso, hacia el furgón que estaba en la calle. Mientras él oía esas voces comenzó a balancearse el barco que iba a sacar a Elena del país.

En un principio el verbo fue deportarse, aunque bien hubiera podido ser distraerse, disolverse, despintarse. Después vino el verbo olvidar. Después, ya para siempre, recordar.

¿Y qué recuerda Elena?

El olor de la habitación en ese hotelito del Once, después de haber hecho el amor. El olor y los ruidos de la calle, las ofertas, el griterío…



Sólo una vez se tienen veinte años y ella, que acaba de cumplir veintiuno, transita el verano del 77 con la fuerza de quien desobedece a algo que aún no sabe qué es y con la resignación de quien se deja llevar por lo que ya se ha hecho. Tocar esos recuerdos lejanos, es también abrir la memoria sobre sus miserias, sobre los olores de la noche.

Hay una lente que empaña el aire del último atardecer, antes del viaje. Una daga, una lanza, alejándola de la mano que la sostiene. Ella le ha dicho a él que no, que no está enamorada del francés, pero que igual se va. Se va en un crucero, como si fuera de vacaciones, y no piensa salirse del camino; como quiera que sea, es tarde para otra cosa, en algún sitio ya han tocado diana. O tal vez no se trata del francés sino de Francia, de París más bien se diría, de no ser ya una chica de provincia, de convertirse en parisina.

Una parisina y un provinciano no van de acuerdo, dijo él aquella vez; herida dulzona. Qué resignado sonó eso, qué poco exigente; tal vez si se hubiera enojado, si hubiera dicho algo, una palabra, si la hubiera retenido... pero no la retuvo, más bien contuvo la corbata al cuello, las emociones. Cuánto por aprender en el silencio de la época… Él la despide entonces, sin ilusiones, sin esperanzas, poco a poco se rescata del ardor, se anestesia bien y reingresa a la casa vieja, a la clínica, a su mundo.

Contar la historia de uno es contar la historia de todos.



En el crucero la mayoría bebe jerez, aunque algunos prefieren whisky y algunas toman un coctel de moda hecho con vodka y jugo de naranja. Bandejas con mousse de atún, ciruelas con panceta, tartas saladas y dulces, fiambres, frutas secas y quesos, arreglos de servilletas, copas de caña larga, jarrones con flores…, ¿quién ha pagado todo eso?, ¿la familia del novio, la embajada? Ella no. Aun así, no logra imaginar el lugar a donde va, las delicias o torturas de la vida que le espera; envuelta en una fe que tiene el tamaño de su ignorancia, Elena viaja en el Eugenio C.

Dejan el hotelito del Once. Antes de salir, ella se detuvo a mirarlo una vez más, porque aquella mañana lo vio verdaderamente por primera vez, por última vez. El pelo corto, oscuro, los hombros anchos, los brazos, una sonrisa encantadora. Se llamaba Jorge, antes y ahora él siempre se ha llamado Jorge. Ella usaba por aquel tiempo otro nombre, otro apellido; él no hubiera sabido cómo buscarla.

Por el camino él renuncia a hablar. Ella suelta lo primero que le viene a la cabeza, una novela intentando explicar lo que no tiene explicación. Lo que dice suena pretencioso, incoherente, pero aun convencida de que no resulta, de que está abrumándolo, es incapaz de detenerse. Desconcierto de estar con ese hombre que no es todavía un amante, que no va a ser su marido. Nada de eso, pero los une un sentimiento que no quiere irse y es dolorosa la intemperie que se avecina, ese abandono, cuando apenas si ha sucedido algo entre los dos.

Si se hubieran conocido antes, si hubieran compartido calles, camas, bares…; después de todo, hace meses que ella trabaja en la clínica, que podrían haberse cruzado al hotelito y ha tenido que ser esta mañana, la mañana del día en que se va.

Antes del encuentro en aquel hotel del Once ha habido señales, momentos en los que una mano se demoró sobre la mano del otro, en los que la mirada de él no pudo retirarse a tiempo…,finalmente todo principio no es más que una continuación y el libro de los acontecimientos está siempre abierto. Los signos siguieron después en su memoria, alimentándola, siguieron por años, como un juego o una obsesión, la de preguntarse cómo hubiera sido la vida de haber tomado otro camino, pero cuál.

A Norma se le ocurre rastrearlo en facebook, le pide amistad y cuando finalmente él la acepta, le escribe por privado que es amiga de una amiga suya que en marzo del 77 viajó desde Buenos Aires a Marsella. La amiga se llama Elena, ese es su verdadero nombre, viaja por trabajo a Buenos Aires y adoraría verlo.



Es la primera vez que duermen juntos desde aquella noche única. Él ha hecho a lo largo de estos años escasas incursiones fuera del matrimonio y se ha decidido finalmente por la modorra: cada mañana al hospital, cada tarde a la clínica, más que un médico en acción un administrador que regresa a casa a la hora de la cena, los hijos ya grandes, y mastica su comida frente al televisor o se mete de cabeza en el periódico, doblegándose algunas veces ante el director del hospital y otras veces ante los reproches de su mujer; sosteniendo a paso redoblado la familia.

Ella ha sido en los hechos fiel al marido, aunque siempre haya estado con la cabeza en otra parte. Así vivimos, en la ignorancia o en la fe sorda, pensando que, si no nombramos lo que hay que nombrar, si no hacemos ningún movimiento, todo va a quedarse quieto. Hasta ahora, ni él ni ella habían tenido coraje.



Ella lo vio como la primera vez, más allá de los kilos que había agregado y de las canas. Treinta años atrás, en la clínica donde trabajaba, uno de los médicos –un residente– había tomado su mano, la había apretado sin necesidad y con un suspiro, como quien se da por derrotado de antemano, le había preguntado si podían verse fuera de ahí. Así comenzó eso que hubo entre los dos, eso que terminó antes de empezar. Ni una aventura siquiera, tampoco un juego, más bien un ritual de despedida.

Cuando salieron del hotel hacia la calle, hacía un calor agobiante, de verano.

¿Imposible quedarte…? dijo él. A Elena le temblaban todavía las piernas, cuando la atrajo, a la vista de todos, en la vocinglería del Once, para besarla. ¿Y si se hubiera quedado?, ¿qué hubiera pasado con ella, con él, si se hubiera quedado?, ¿en qué sitio recóndito, en qué pueblito de provincia, hubieran tenido que vivir? No sabe si hubiera resultado, ella quería vivir en París.



Esos días de marzo, ay, tan tristes. Un resplandor en el cielo y la silueta del barco y entonces ella se sumó a los zombis que subían por las rampas, hasta su camarote, hasta la cucheta. Horas después, cuanto el barco hubo zarpado, la gente se puso a hablar y sirvieron cócteles en los salones y en cubierta, porque al fin y al cabo se trataba de un viaje de placer.

Un crucero.

No puede olvidar lo sucedido, repasa cada gesto, cada detalle, porque sabe que va a guardarlos con ella siempre. Va a guardarlos bien, va a acomodarlos en algún sitio y se va a casar con el francés. El matrimonio está armado, novio y suegro la esperan en Marsella y de ahí en auto hacia París. En lo que a ella le compete, hará lo que sea necesario para que todo transcurra sin problemas.



Increíble la cantidad de detalles que puede recordar de esas pocas horas compartidas. Un lunar en la espalda de Jorge, puesto ahí en un sitio inapropiado; una palabra que él dijo que no se condecía con la boca que la pronunciaba, palabra por demás grosera y a la vez tan pertinente. Una mirada, especialmente una, que él le había dedicado. La humedad algo grasosa de su piel, una cicatriz en la muñeca, el vello en el pecho, demasiado ralo para su gusto. Había sentido su presencia con tal fuerza, que enseguida supo que no iba a olvidarlo; menos iba a olvidar los cuerpos de los dos, sacudidos por el deseo, respondiendo contra la voluntad.

En los años que siguieron, los treinta años con su marido, hubo francamente de todo, pero aunque nunca dudó de lo que había vivido, supo reprimirlo con eficacia. De no haber podido, ¿hubiera buscado antes a ese hombre, ya que él no podía buscarla a ella, ya que él no sabía su nombre? De cualquier modo, se decidió por la prudencia, por el recato y, todo hay que decirlo, por el confort, hasta que el confort se le volvió insoportable.



Había tenido que salir del país, las circunstancias la habían obligado a casarse con el francés o tal vez, de un modo difícil de precisar, eso es lo que había buscado ella. Sola como la luna en el cielo de aquel barco, se había lanzado a un mundo desconocido; tan expuesta como oculta en ese viaje de crucero, haciendo un borrón con el pasado, tejiendo los lazos de algún futuro. ¡Qué manera de subirse a un barco, de tomarse el buque!

Ahí mismo, bebiendo en cubierta junto a la amiga nueva, habían tenido el tiempo suficiente para explicarse las cosas sin tener que nombrarlas, sin pronunciarse del todo ni una sola vez. Bamboleándose las dos entre verdades y mentiras y el mar como una pampa allá abajo, hasta el horizonte. Pero sabe Dios que Jorge no quiso retirarse, que la siguió visitando en sueños, que no la dejó tranquila, detenido en aquel momento, siempre joven, a expensas de ella que iba envejeciendo. Se le aparecía en las noches, más allá de lo que le ofreciera la vida; hasta que se cansó de soñar, porque siempre llega el momento en que decimos basta. Reverdecieron entonces de un modo real, posible todavía pese a todo, el hotel, la despedida, el barco, todo aquello que había guardado intacto, esas horas compartidas, el triste camino que terminaba en el Eugenio C.



En treinta años, de todo.

Un matrimonio que nunca terminó de cuajar, una suegra que no termina de tragarla, una hija con la que no termina de entenderse. No hemos logrado que lo nuestro fluya, le ha dicho esa hija que es ahora una mujer. Más han fluido, si se quiere, las cuestiones profesionales, trabaja para un laboratorio, un cargo directivo, viaja a menudo a congresos, gana bien, circula por muchas ciudades pero no había regresado a su país al que ahora vuelve por cuestiones de trabajo.

Es una de las razones por las que acaba de aterrizar en Buenos Aires, después de tantos años, en un congreso médico. Nomás enterarse de que iba a viajar, le ha contado a Norma que le gustaría verlo, saber qué ha pasado con aquel hombre, y Norma lo ha buscado en las redes. Desde que contactaron, han hablado por teléfono casi todos los días y es ella quien le ha pedido que se inscriba en el congreso, aunque no se trate de su especialidad.



Él ha vivido dormido hasta que ella lo encontró, no tan igual al que había sido, y sin embargo el mismo. Para comprobarlo, Elena regresa. Si antes, alguna vez, había viajado en barco, ahora lo hace atravesando el aire. Sus vecinos de asiento duermen o, tal vez como ella, recuerdan con los ojos cerrados. Lo único cierto es que en este barco de air france no hay máscaras ni disfraces ni fiesta ecuatorial; aquí ella vuelve con su propia cara y con su verdadero nombre.

Él se ha bajado hace un momento del tren, viene desde su provincia, desde un pueblo pequeño, con una entrada de álamos. Apoyado a una columna, cerca de los andenes, nomás con verla así de lejos, se puso nervioso, encendió un cigarrillo, se acomodó el pelo, aunque lo lleva tan corto que no necesita acomodo. Ahí donde está, recién llegado, la ve barrer con los ojos los andenes, la cabeza hacia un lado y hacia otro, como un pájaro a punto de posarse en un cableado de alta tensión.

Supo que lo había reconocido cuando la vio detenerse, recomponer la falda y caminar hacia él, tan campante, ¿Cómo estuvo el viaje?, un beso y otro beso, la parisina
 
Clorinda,27.12.2018
Gracias Leticia! Felicidades a todos! Buenas lecturas! ¡Chin, chín!!!
 
Clorinda,11.01.2019
EL ÁLBUM
de Antón Chejov

El consejero titular Kraterov, delgado y afilado como el pararrayos del Almirantazgo,
adelantose, y dirigiéndose a Jmijov, dijo:
—¡Excelencia! ¡Movidos y conmovidos hasta el fondo del alma por el acierto de su
jefatura de muchos años… y por sus desvelos paternales!…
—Durante el curso de diez años completos —añadió Sakusin.
—Durante el curso de diez años completos… ¡Nosotros…, vuestros subordinados!…,
¡hoy!…, en este día memorable para nosotros…, es decir… ¡en este día!…, nos
permitimos ofrecer a vuestra excelencia, en testimonio de nuestro respeto y profunda
gratitud, este álbum que contiene nuestros retratos, deseando que en el curso de su
destacada vida…, durante largo…, largo tiempo… ¡hasta la misma muerte!…, no cese de
damos…
—¡Sus paternales admoniciones en el camino de la verdad y el progreso!… —
intervino Sakusin enjugándose la frente llena de sudor.
Era indudable que tenía muchos deseos de hablar, pero, sin duda, no había preparado
su discurso.
—¡Y que también por largo tiempo permanezca izada la bandera en el camino del
genio, del trabajo y de la satisfacción de la propia conciencia!…
Por la rugosa mejilla izquierda de Jmijov resbaló una lágrima.
—¡Señores! —dijo con voz temblorosa— ¡No esperaba…, no esperaba… que iban
ustedes a celebrar mi modesta jubilación! ¡Me siento conmovido…, demasiado
conmovido!… ¡Hasta la tumba conservaré el recuerdo de todo esto, y créanme!…
¡Créanme, amigos! ¡Nadie les desea tanto bien como yo!… ¡Lo que hasta ahora haya
podido pasar… habrá estado dirigido para su provecho!…
Aquí el consejero civil Jmijov se abrazó al consejero titular Kraterov, que, no
esperando este honor, palideció de entusiasmo. Luego el superior hizo un ademán que
quería decir que la emoción le impedía hablar y lloró como si en lugar de hacérsele
ofrenda de aquel álbum se lo estuvieran quitando.
Después de serenarse un poco, de pronunciar unas cuantas sentidas palabras y de dar a
estrechar su mano a todos, bajó la escalera acompañado por gritos de júbilo, se sentó en la
berlina, y, seguido de un coro de bendiciones, se marchó. Dentro de la berlina, y sintiendo
que una serie de hasta entonces desconocidas y gozosas emociones afluía, a su pecho,
lloró otra vez.
En su casa le esperaban nuevas alegrías. Allí, su familia, amigos y conocidos, le
recibieron con tal ovación que llegó a parecerle que, en efecto, su vida había sido de tal
utilidad para la patria que si él no hubiera existido en el mundo la patria lo hubiera pasado
muy mal. Al banquete de la jubilación se unió un conjunto de brindis, discursos, abrazos y
lágrimas. En una palabra…, Jmijov no hubiera esperado en modo alguno que sus méritos
fueran apreciados con tanto calor.
—¡Señores! —dijo antes que se sirvieran los postres— ¡Desde hace dos horas me
siento satisfecho por todos los sufrimientos que afligen al hombre que trabaja…,
digamos…, no por fórmula, sino por la conciencia del deber!… Yo siempre…, durante mi
mandato…, he sustentado este principio: «El público no está a nuestro servicio, sino
nosotros al del público». ¡Y hoy he recibido la mejor recompensa! Mis subordinados me
ofrecieron un álbum… ¡Vedlo aquí! ¡Estoy muy emocionado!
Las caras de fiesta de los invitados, inclinándose, se pusieron a examinar el álbum.
—Es un álbum muy bonito —dijo Olia, la hija de Jmijov—. Por lo menos habrá
costado cincuenta rublos. ¡Qué preciosidad! ¡Qué encanto!… Tienes que dármelo, papaíto,
¿oyes?… Yo te lo guardaré. ¡Qué bonito es!
Terminada la comida, Olechka se llevó el álbum a su habitación y lo encerró en el
cajón de su mesa. Al día siguiente arrancó de él a todos los funcionarios, los tiró al suelo y
en su lugar colocó los retratos de todas sus amigas de internado. Los funcionarios cedieron
su puesto a las capitas blancas. Después Kolia, el hijo de su excelencia, recogió a los
funcionarios e iluminó sus uniformes con tinta roja. A los que no tenían bigote les pintó
unos bigotes verdes, y a los que no tenían barba, unas barbas marrones. Cuando ya no
quedaba nada por pintar, recortó figuritas con los retratos, les agujereó los ojos con un
alfiler y se puso a jugar a los soldados. Una vez recortado el consejero titular Kraterov, le
clavó en una cajita de cerillas y de esta guisa le llevó al despacho de su padre.
—¡Papá!… ¡Mira qué monumento!
Jmijov se echó a reír y besó conmovido la pequeña mejilla de Kolia.
—¡Bien!…, traviesillo… Vete a enseñárselo a mamá. Que lo vea ella también
 
Clorinda,29.08.2019
PELOPINCHO
Autor: Martín Etchandy
Primera parte:

La pesadilla que se extendió a lo largo de muchos años y de la cual acabo de despertar, comenzó un día muy puntual de mi vida: el día que mi papá trajo la Pelopincho a casa.

Lo recuerdo bien porque yo había deseado muchísimo esa pileta, la había estado pidiendo desde que tenía uso de razón y por esas cosas inexplicables de la vida mis padres, que no tenían mayores problemas económicos, no me la habían comprado.

Fueron entonces largos años de zambullirme en piletas de vecinos, primos y amigos. Nunca en la propia. Jamás la hermosa sensación de “poner la manguera para que se llene”, de chapotear cuando se me antojara (inclusive a la hora de la siesta), de invitar a mis compañeros de la escuela a casa. Por el contrario, la eterna condena de angustiarme ante la inminente llegada del verano sabiendo que dependería de la caridad ajena para poder disfrutar de unos fabulosos chapuzones.

Pero un 6 de enero, Día de Reyes, el despertar me sorprendió con una imponente caja al lado de mis zapatillas en el garaje. Recuerdo el éxtasis que me produjo leer la palabra mágica: “Pelopincho”, con las medidas en letra muy clara y la infaltable leyenda “Industria Argentina”. Yo era muy grande en ese momento, había cumplido los doce años en septiembre del año anterior y estaba preparándome para abandonar la infancia.

El regocijo al contemplar la caja vino junto con la amargura de saber que era un regalo tardío, muy tardío. Ya habían pasado esos años en los que mi tamaño infantil era el ideal para ese tipo de pileta e ingresaba en una etapa en la cual mi físico era más apropiado para grandes natatorios que para un metro ochenta de lona, plástico y palos metálicos.

Sin embargo apelé a mi corrección y, como buen hijo, agradecí el obsequio a mis amados padres. Era un enero extremadamente caluroso y con mi papá la armamos esa mañana. A las doce del mediodía colocamos la manguera para que se llenara. Y a las cuatro y media de la tarde la pileta estaba repleta de agua limpia y transparente, lista para unos chapuzones que se anticipaban memorables.

No fue difícil decidir quién sería el primer invitado de esa tarde. Durante años Marcos, mi vecino y amigo de toda la infancia, un par de años más chico que yo, me había albergado en su casa para que disfrutara libremente de su pileta.

Solía asistir casi todos los días de la semana. Solamente alternaba algún sábado o domingo con piletas de mis primos u otros amigos porque mi madre sentía que era por momentos abusiva mi constante presencia en la casa de los vecinos.

Además, el niño que pasa una tarde entera disfrutando una pileta tiende a salir de ella con desmesurado apetito. La invitación a un amigo a bañarse suele incluir el derecho a una sucesión de ingestas tales como chocolatada, galletitas, gaseosas y a veces también un helado de palito.

Moverse en el agua despierta el hambre, los padres de niños en edad natatoria bien lo saben. Mientras mi papá daba los toques finales al armado, corrí hasta la casa de Marcos para contarle la buena nueva y, por supuesto, invitarlo al tan ansiado “estreno” de la Pelopincho. Esa tarde no pude pegar un ojo en toda la siesta.

Mi mamá preparó una jarra de jugo de naranja y compró dos paquetes de pepas para disfrutar junto a mi amigo y el resto de mi familia. Papá había anexado a un costado las reposeras y una mesita en la cual colocamos vasos plásticos y servilletas de papel.

Marcos llegó muy puntual, a las cinco, el horario en que había sido convocado, con su habitual malla azul con un símbolo deportivo estampado, la que más usaba de las dos que tenía. Antes que entusiasmo, lo que se imponía en Marcos era la curiosidad.

Había venido a jugar tantas veces a ese patio enorme que la instalación de la pileta le generaba una legítima incógnita. Cuando la vio, la elogió brevemente, y antes de que llegaran mis viejos ya se estaba sacando las ojotas para el primer chapuzón.

“Tirémonos juntos”, dijo, y la idea me encantó, pues ¿qué mejor que estrenar mi nueva pileta junto al amigo que tantas veces me había invitado a la suya? Acepté enseguida y un minuto más tarde Marcos estaba parado sobre uno de los caños, haciendo equilibrio para darme tiempo a que yo me ubicara del lado opuesto. Así lo hice y entonces Marcos gritó entusiasmado: “¡A la una, a las dos y a las… tres!”.

Fue en ese instante que los dos nos tiramos de cabeza, con mucho cuidado, por supuesto, dada la limitada profundidad del agua, uno de cada lado para dosificar mejor el espacio. Imposible describir la felicidad al sentir el agua fresca en el cuerpo, el delicado sonido del chapoteo con los pies, la felicidad del momento.

Fueron segundos mágicos, de una intensidad absoluta. Cuando mi cabeza emergió, busqué de inmediato la mirada de Marcos, la cual intuí sería tan radiante como la mía. Pero, para mi estupor, no encontré mirada alguna, ni cabeza, ni brazos, ni piernas: Marcos no estaba en la pileta, se había esfumado.

Como en un truco de magia minuciosamente pergeñado. Como en un encantamiento. Me puse de pie y mi vista se desplazó al exterior suponiendo que quizás mi amigo estaba gestando una broma y había logrado salir de la pileta con velocidad suprema. Pero no vi nada, excepto la puerta que daba al patio y la figura de mi papá que aparecía a través de ella: “¿Y Marcos? ¿Todavía no llegó?”, preguntó en ese momento que quedaría por siempre produciendo estragos en mi memoria.

Los años que siguieron fueron devastadores. Múltiples explicaciones de mi parte a terceros sobre lo sucedido —que no hacían más que ahondar el misterio alrededor de Marcos y el extraño incidente que lo quitó definitivamente de nuestras vidas—, visitas a un psicólogo, interrogatorios de la Policía, buzos de la Prefectura explorando en la Pelopincho, detectives contratados por la familia de mi amigo, entre otros padecimientos.

Una periodista perversa, de esas que abundan en los medios masivos, dejó deslizar la hipótesis de que mi adorable padre podría haber acabado con la vida de Marcos y que su cuerpo estaría enterrado en el patio de la casa. Fue cuestión de días para que la Policía ordenara excavaciones y dejara nuestro patio arrasado de nogales, higueras y durazneros.

En la escuela, me convertí en un niño salido de un capítulo de Los expedientes secretos X (de no haber sido personajes de ficción, seguramente Mulder y Scully hubieran realizado pesquisas en mi barrio) y, por supuesto, jamás logré que otro amigo quisiera pisar mi casa de allí en adelante. En el colegio, los profesores me aprobaban de manera automática y era común ver temblar sus manos al momento de anotar mis calificaciones.

El rostro de Marcos inundó las boletas de la luz y también las calles del país a través de numerosos afiches. En algún momento, sus padres decidieron poner punto final a las averiguaciones y se radicaron en los Estados Unidos, probablemente con la intención de empezar una nueva vida. El episodio fue quedando en el olvido, superado en la prensa por otros casos más escabrosos en los cuales los cuerpos sí aparecían.

Solamente una persona no pudo olvidar lo ocurrido: yo. Durante todos esos años, el episodio de la zambullida de Marcos en mi pileta se proyectó una y otra vez en mi mente, como un maléfico intruso al que solo lograba apaciguar con algunas dosis de Sedatol, medicamento recetado para calmar mi ánimo.

Hace aproximadamente dos meses mi esposa apareció con la fantástica posibilidad de un viaje a las Cataratas del Iguazú. Había visto una promoción en internet (de esas tan ventajosas que uno termina sospechando que más tarde o más temprano será engañado de alguna forma) y me convenció de aprovecharla. Nuestro décimo aniversario de casados estaba a la vista y era una buena manera de celebrarlo.

El viaje, en un confortable colectivo, se pasó más rápido de lo previsto. Tras instalarnos en el hotel comenzamos a realizar las típicas excursiones y el segundo día de la estadía fue el turno de las cataratas del lado argentino.

Lo mejor del paseo fue el arribo a La Garganta del Diablo, ese descomunal salto de agua que lo deja a uno extasiado ante semejante manifestación de la naturaleza. Mientras le pedía a un grupo de turistas alemanes que se hicieran a un lado para poder sacar una foto (esa es una de las desgracias de visitar las Cataratas, los amontonamientos de turistas que no te dejan apreciar el paisaje), sentí que una mano palmeaba mi espalda.

Al darme vuelta me encontré con un hombre de unos treinta y dos o treinta tres años que lucía una remera y gorra de los San Francisco Giants y un vistoso par de zapatillas. De su cuello colgaba una importante cámara fotográfica. Tenía toda la apariencia de ser un norteamericano, de esos que se encargan de arruinar cualquier sitio turístico al que se acerquen (y se acercan a todos). “¿Qué puede querer este yanqui conmigo? ¿Que le saque una foto?”, pensé en ese momento.

Pero el hombre, para mi sorpresa, me miró con cierta emoción y, tras unos segundos de silencio, exclamó: “¡Esteban! ¡Esteban Andrade!”. Al detener mi vista en sus ojos, al escuchar esa voz enfervorizada, al contemplar con mayor detenimiento los demás rasgos de su rostro, un feroz escalofrío me atravesó desde los pies a la cabeza, pues en tan solo un puñado de segundos pude reconocer tras ese atuendo de turista a la persona que jamás imaginé que volvería a ver.

 
Clorinda,29.08.2019
PELOPINCHO
Martín Etchandy
Segunda parte:

Sí, era él, Marcos, mi amigo de la infancia, el niño esfumado, el responsable de tantas horas de insomnio y nerviosismo, el que nunca emergió esa tarde de enero de mi Pelopincho. El estado de shock producido por su presencia me hizo tambalear y abrir la boca, mientras mi mirada quedaba petrificada y las piernas empezaban a flaquear.

De no haber sido considerable la altura de la baranda y el enrejado de protección a los visitantes, muy probablemente hubiera conocido la Garganta del Diablo con mayor detalle que nadie, “desde adentro”, por decirlo de alguna manera, porque sentí que mi cuerpo se aflojaba y perdía el equilibrio. Empecé a buscar, con mis manos, un punto del cual aferrarme.

—¡Tranquilo, Esteban! Soy yo, tu amigo — dijo enseguida para tranquilizarme, sin suponer que lo que me provocaba pánico era justamente eso, que fuera él, mi “amigo”, quien estaba frente a mí—. ¡Soy yo, Marcos Lucero! En realidad desde hace varios años todos me llaman Mark, pero a vos puedo decirte la verdad, nos conocemos desde mucho tiempo. ¿Te sentís mejor? Te paso la botellita de agua para que tomes un trago.

Respirá hondo, mirá que hermoso paisaje, ¿lo ves? De a poco mis alterados nervios se recompusieron del shock inicial y sentí las piernas un poco más firmes. Noté, además, que recuperaba el dominio de mis manos.

A todo esto, mi señora continuaba sacándose fotos con un contingente de japoneses, sin tener la menor idea del susto que acababa de recibir. Miré a Marcos durante unos segundos y solamente atiné a decir “Hola” y la que seguramente debe haber sido la frase más estúpida de toda mi existencia: “No esperaba encontrarte por acá”.

Marcos sonrió y, acto seguido, me presentó a Glenda, su esposa y a Michael y Rodney, dos niños idénticos y rollizos que inmediatamente deduje eran sus hijos. —¿Estás solo? —preguntó a continuación. —No, por allá está mi señora —señalé con el dedo, intentando que Marcos visualizara a mi esposa en medio de la legión de turistas nipones.

—¡Te casaste! ¡Mirá vos! Nosotros estamos juntos desde hace nueve años. Contame algo, ¿qué fue de tu vida? ¿Cómo has estado durante todo este tiempo? Por momentos no supe si la pregunta era bien intencionada o se trataba de una burla perversa. ¿Me preguntaba cómo había estado durante “todo este tiempo”? ¿Qué se suponía que debía responderle? “Todo bárbaro, a no ser por un trauma del tamaño de un globo aerostático que me atormentó desde la niñez, más precisamente desde la última vez que te vi, cuando por algún motivo que desconozco te evaporaste del universo”.

La tentación de arrojarle alguna frase de ese tenor existió, pero algo me hizo sentir que no sería de mucha ayuda si lo que quería era mantener la calma. —Bien, qué sé yo, con los problemas que tiene todo el mundo, ¿no? Pero no puedo quejarme. ¿Vos? —arrojé sin dudarlo, pues si Marcos tenía cierta curiosidad por saber de mi vida durante todos estos años, yo tenía directamente desesperación por desentrañar el misterio que había trastocado por completo mi existencia.

Con absoluta serenidad y tomándose el tiempo necesario, Marcos accedió a hablar de su presente y, lo más importante, reveló lo sucedido aquella tenebrosa tarde en la cual nuestras vidas se habían cruzado por última vez. Su esposa y los hijos siguieron camino por su cuenta, quizás para que nuestra charla fuese más íntima, y yo opté por enviarle un mensaje desde el celular a mi señora diciéndole que la esperaba más tarde en el restaurant del Parque Nacional Iguazú, ya que no podía distinguirla en medio de la maraña de asiáticos que la rodeaban.

Marcos y yo comenzamos a desandar tranquilos la larga pasarela que conduce a la Garganta del Diablo. Nuestros pasos eran livianos y pausados, quizás para permitir que las palabras asomaran con mayor tranquilidad y fueran oídas con el detenimiento necesario. Los hechos, tal cual Marcos los expuso, sucedieron de la siguiente manera.

Esa tarde del 6 de enero, día inicial de la pesadilla, sucedió un fenómeno al cual seguramente jamás podrá encontrársele una explicación racional. Pareciera ser que, en el preciso momento en que Marcos se arrojó a la pileta, por motivos imposibles de discernir, se produjo un desplazamiento espacial de su cuerpo y, en consecuencia, al momento de emerger del agua lo hizo en una pileta de la ciudad de San Francisco, California, en los Estados Unidos de América.

Era una Pelopincho que la familia Arnoldson había recibido por equivocación del servicio postal, quizás una compra de una nostálgica familia argentina radicada en dicho país. Lo cierto es que los Arnoldson no pudieron resistir la tentación de abrir la caja y pronto la pileta terminó armada dentro de su jardín de invierno, debidamente climatizado para contrarrestar las bajas temperaturas de la época.

En aquel momento trascendental de su relato, Marcos hizo el mejor esfuerzo para describir con sus palabras la sorpresa de aquella familia cuando un niño desconocido del tercer mundo emergió del agua con mirada desconcertada. Los tres hijos de la familia empezaron a gritar desesperados, temiendo que se tratase de un fantasma o, peor aún, de un niño iraní con toda la intención de despellejarlos vivos en represalia por la política exterior del país del norte.

A esos primeros instantes de pánico y confusión le siguieron otros de mayor serenidad dado que la señora Arnoldson era casualmente profesora de español y en pocos segundos pudo entablar un diálogo con el visitante. Enseguida supo que Marcos venía de Argentina (“bifes”, “gauchos”, gesticuló a sus hijos para que entendieran y se tranquilizaran) y que su llegada había sido totalmente involuntaria y sin explicación a la vista.

No pasó mucho tiempo para que los pequeños comenzaran a fraternizar con él y entonces Marcos dejó de ser una amenaza a su seguridad para convertirse en un nuevo y simpático amiguito siempre dispuesto jugar. En aquella época, los videojuegos de EEUU eran por lejos los más novedosos y atractivos y Marcos no pudo resistirse a la fascinación que le producían.

A eso debe agregársele su disfrute de la comida chatarra, consumida por la familia en dosis ilimitadas y que Marcos había tenido vedada por sus padres, fervientes cultores de la comida “sana”. La posibilidad de hamburguesas, hotdogs y papas fritas a cualquier hora del día eran para él como regalos divinos que llegaban a su vida para llenarla de felicidad, grasas y calorías.

El señor Arnoldson —que ocupaba un importante puesto en una corporación de productos electrónicos— y su comprensiva esposa no tuvieron reparos en adoptar a Marcos como un hijo más y muy pronto el pequeño sudamericano recibió todo el afecto y confort que eran capaces de brindarle. Tomaron su llegada como un milagro que no quisieron difundir, puesto que la irrupción de un niño extranjero e indocumentado en la pileta hogareña no parecía ser un antecedente apropiado para personas como los Arnoldson, siempre interesadas en ascender en sus círculos profesionales.

En poco menos de un mes lograron ponerse en contacto con los padres argentinos de Marcos y tres semanas más tarde les enviaron los pasajes para que pudieran reencontrarse con él y conocer los Estados Unidos. El señor Arnoldson le ofreció al papá de Marcos un trabajo menor pero bien remunerado en su empresa y no pasó mucho tiempo para que los Lucero decidieran radicarse en los Estados Unidos en búsqueda del “sueño americano”.

La familia jamás reveló el verdadero motivo de su mudanza al extranjero ni el reencuentro con su hijo. Después de tamaño escándalo y despliegue de pesquisas, sumado a las falsas acusaciones en la prensa, llegaron a la conclusión de que lo más conveniente era mantener todo en secreto. Desde entonces, han llevado una existencia no exenta de ciertos progresos y curiosidades.

La madre de Marcos ha ganado cierta posición social y prestigio a partir de la promoción, producción y venta de garrapiñadas, alimento novedoso e irresistible para el paladar siempre predispuesto a lo calórico de los sobrinos del Tío Sam. Su emprendimiento comercial cuenta con varias sucursales a lo largo de la costa oeste del país. Ivana, la hermana mayor de Marcos, terminó formando pareja con el prestigioso actor John C. Reilly y en la actualidad habitan una mansión en Beverly Hills.

Sin dudas, la nueva vida en los Estados Unidos ha resultado muy ventajosa para ellos y eso explica, de algún modo, el escaso interés por regresar a su país de origen. Finalizado el relato, y tras haber escuchado algunos detalles de mi vida durante los últimos años (mis experiencias quedaban empequeñecidas ante tamaña aventura y giro de los acontecimientos), Marcos tuvo algunas palabras afectuosas hacia mí. Recordaba nuestras tardes y tantos momentos compartidos durante esa infancia pueblerina, desprovista de responsabilidades y llena de juegos y risas.

Esa niñez sencilla y feliz, previa a todos los espantosos episodios que luego ocurrirían, etapa que empiezo a recuperar a partir del reencuentro con mi amigo. Cuando la charla parecía llegar a su fin, y mientras en mi teléfono celular se amontonaban los mensajes de mi esposa, inquieta por saber en dónde me encontraba, Marcos tuvo un último gesto amistoso, palmeándome la espalda con cariño.

Nuestras miradas se encontraban ya sin la sofocación y el vértigo del principio. Me pidió, antes de despedirse, que guardara el secreto sobre nuestro reencuentro y la vida que compartía junto a su familia, quizás con el temor lógico de que la difusión de todos los acontecimientos de su vida anterior pudiera tener consecuencias negativas sobre su existencia actual en San Francisco.

Prometí cumplir con su pedido. Muy pocos recuerdan hoy el caso de Marcos y a veces no conviene despertar a los fantasmas de su letargo, más aún cuando los medios de comunicación están al acecho de todo suceso que apunte a la conmoción y el rating fácil. Antes de despedirnos, estrechamos nuestras manos y sus labios entregaron unas últimas palabras: “Estoy tan contento. Nunca pensé que te volvería a ver”.

Esa frase que un rato antes me hubiera dejado al borde de la ira llegaba, conversación mediante, acompañada por ese afecto sincero de las mejores amistades.

Cumpliendo con su voluntad, jamás conté a mi señora o a alguna otra persona lo sucedido esa tarde en la Garganta del Diablo. Si hoy escribo estas líneas es solamente para mí, porque el ejercicio de poner lo sucedido en palabras será sin dudas un bálsamo que ayudará a cerrar viejas heridas. Hoy sé, con seguridad, que la pesadilla por fin ha terminado. Puedo volver al patio de casa sin temblar al contemplar el espacio en el cual esa tarde armamos la Pelopincho.

Puedo volver a cerrar los ojos sin temor a ser despertado por el sonido de pies chapoteando en el agua. Puedo pensar en Marcos como en un amigo lejano pero de algún modo presente.

Y ahora también sé que si las personas fueran más atentas, y no se dejaran llevar por el entusiasmo de desembalar y armar las piletas con tanto apuro, y prestaran atención a una pequeña etiqueta cosida en la parte inferior de las mismas, verían lo que yo no vi esa tarde en que la armamos junto a mi papá.

Esa etiqueta en la que, debajo de la marca y la leyenda “Aprobada por normas IRAM”, es posible leer en letras muy pequeñas la frase que indica: “Advertencia: el uso de esta pileta puede producir desplazamientos espaciales involuntarios”.
 
Martilu,29.08.2019
EL FIN ÚLTIMO: EL LECTOR
Jorge Arturo Flores



Olvidan muchos eruditos de las letras que el fin último de toda obra literaria es el lector y no los amigos
ni los críticos oficiales ni el grupo literario que los acoge con aplausos ni los analistas que gustan
disecar el texto como una cosa, quitándole toda humanidad.
Como lo olvidan, se llevan sorpresas.
Por ejemplo, ciertos libros que ellos miran con desdén, son fácilmente cogidos por el mundo lector y
las obras que elevaron a las nubes en medio de ditirambos y loas pretenciosas, duermen el sueño
de los justos en los anaqueles de las librerías, siendo adquiridos únicamente por amigos del autor,
algunos parientes y ciertos sabihondos que gustan de las oscuridades.
Sobre este punto, ciertamente, hay posiciones contrarias.
Hay quienes se interesan en el nudo narrativo, la tensión dramática, el desenlace, etc. Algo así como
la configuración principio, medio y fin. Si eso lo atrapa, no dejan el libro y se sumergen en un
cosmos admirable y maravilloso, ensoñando, haciéndolos pensar.
¡Qué mejor!
A contrario sensu, los doctores que cogen el texto y comienzan una vivisección de él, apartando,
cortando, analizándolo por partes, buscando causas y analogías, encasillándolos en escuelas y modas,
investigando cada detalle, cada palabra, cada asociación, ¡qué placer encontrarán ! Indudablemente
lo hallan en su tarea, pero ¿dónde está el brillo de los ojos de alguien que lee ensimismado,
dónde el éxtasis de quien se arrebata por el interés de un libro, donde está la mística, el gozo, la
alegría de leer? Sí, seguramente también podrían tenerlo, pero nos mostramos escépticos con su
sinceridad.
Esto, porque el lector es natural, recibe los embates de la lectura en forma clara. En cambio ellos,
los eruditos, los académicos, los estudiosos, los investigadores… ¡Ay Señor.!
El tema es complicado y admite matices. Evidentemente.
Pero sostenemos que el fin último de toda
creación literaria es el lector y hacia allá debe
caminar el creador, sin desviarse.
Los que encuentran delectación, si la encuentran,
asesinando, perdón, auscultando fríamente el texto,
allá ellos. Respetable enfoque.
Nos alineamos, sin duda alguna, con el bando de
los que gozan, sufren, lloran, ríen o se emocionan
con los libros.
Es más humano.
EL FIN ÚLTIMO: EL LECTOR
 
rhcastro,05.09.2019
Tengo muy poco tiempo para leer, pero muchas gracias muchachas por mantener vivo este foro que nos cultiva.
Me encantó tu aporte Martilu. Este foro está como para empaquetar y guardar en casa. Gracias.
 
mialmaserena,25.09.2019
La tristeza
Anton Chejov

La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, extiende su capa fina y blanda sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.
El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima lo sacaría de su quietud.
Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palo de sus patas, aun mirado de cerca parece un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.
Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.
Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.
-¡Cochero! -oye de pronto Yona-. ¡Llévame a Viborgskaya!
Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.
-¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?
Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.
-¡Ten cuidado! -grita otro cochero invisible, con cólera-. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha!
-¡Vaya un cochero! -dice el militar-. ¡A la derecha!
Siguen oyéndose los juramentos del cochero invisible. Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabara de despertar de un sueño profundo.
-¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! -dice en tono irónico el militar-. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!
Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados y no puede pronunciar una palabra.
El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:
-¿Qué hay?
Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:
-Ya ve usted, señor… He perdido a mi hijo… Murió la semana pasada…
-¿De veras?… ¿Y de qué murió?
Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice:
-No lo sé… De una de tantas enfermedades… Ha estado tres meses en el hospital y a la postre… Dios que lo ha querido.
-¡A la derecha! -óyese de nuevo gritar furiosamente-. ¡Parece que estás ciego, imbécil!
-¡A ver! -dice el militar-. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!
Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el látigo.
Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escucharle.

Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo.
Una hora, dos… ¡Nadie! ¡Ni un cliente!
Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y jorobado.
-¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecs por los tres!
Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante, acepta; lo que a él le importa es tener clientes.
Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como solo hay dos asientos, discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.
-¡Bueno; en marcha! -le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda-. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo…
-¡El señor está de buen humor! -dice Yona con risa forzada-. Mi gorro…
-¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos.
-Me duele la cabeza -dice uno de los jóvenes-.Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas de caña.
-¡Eso no es verdad! -responde el otro-. Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.
-¡Palabra de honor!
-¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo.

Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe atipladamente.
-¡Ji, ji, ji!… ¡Qué buen humor!
-¡Vamos, vejestorio! -grita enojado el chepudo-. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale de firme a tu caballo perezoso. ¡Qué diablo!

Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, lo insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:

-Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada…
-¡Todos nos hemos de morir! -contesta el chepudo-. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es insoportable! Prefiero ir a pie.
-Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo -le aconseja uno de sus camaradas.
-¿Oye, viejo, estás enfermo? -grita el chepudo-. Te la vas a ganar si esto continúa.

Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.
-¡Ji, ji, ji! -ríe, sin ganas, Yona-. ¡Dios les conserve el buen humor, señores!
-Cochero, ¿eres casado? -pregunta uno de los clientes.
-¿Yo? !Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie… Solo me espera la sepultura… Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.

Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el jorobado, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama:
-¡Por fin, hemos llegado!

Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Los sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal.
Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.
Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría al mundo entero.
Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar con él conversación.
-¿Qué hora es? -le pregunta, melifluo.
-Van a dar las diez -contesta el otro-. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la puerta.

Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha convencido de que es inútil dirigirse a la gente.

Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo.
-No puedo más -murmura-. Hay que irse a acostar.
El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote.

Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde, acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada, irrespirable. Suenan ronquidos.
Yona se arrepiente de haber vuelto tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso-piensa- se siente tan desgraciado.
En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la mirada.
-¿Quieres beber? -le pregunta Yona.
-Sí.
-Aquí tienes agua… He perdido a mi hijo… ¿Lo sabías?… La semana pasada, en el hospital… ¡Qué desgracia!
Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar.

Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro… Su difunto hijo ha dejado en la aldea una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a escucharlo, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndolo! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.

Yona decide ir a ver a su caballo.
Se viste y sale a la cuadra.
El caballo, inmóvil, come heno.

-¿Comes? -le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo-. ¿Qué se le va a hacer, muchacho? Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno… Soy ya demasiado viejo para ganar mucho… A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto…

Tras una corta pausa, Yona continúa:
-Sí, amigo… ha muerto… ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera… Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?…
El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido.
Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.
 
RHCastro,25.09.2019
Me conmovió hasta las lágrimas este texto, almaserena. Gracias por compartir.
 
Marcelo_Arrizabalaga,25.09.2019
Muy bueno. Conmovedor. Me encanta este cuentero ruso.
 
godiva,06.11.2019
EL NIÑO AL QUE SE LE MURIÓ EL AMIGO, un cuento de Ana María Matute (España, 1926)

Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre: “el amigo se murió. Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar”. El niño se sentó en el qui­cio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. “Él volverá”, pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hoja­lata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no vi­niese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar. “Entra, niño, que llega el frío”, dijo la madre. Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos, y pensó: “qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada”. Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y le dijo: “cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido”. Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.
 
godiva,08.11.2019
EL SUICIDA

Enrique Anderson Imbert (Argentina, 1910-2000)

Al pie de la Biblia abierta –donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo– alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.

Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.

¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.


Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.

Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que le pescan el pez.

Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.

Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.
 



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