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El baldón


“Ella se sentó a la mesa. La señora de fulano. El tío mengano. Todavía con acento de inmigrantes. El esquivaba aquellos ojos, que eran pozos de tristeza, ojos que pasaban los días mirando por la ventana. No tendría que haberla dejado nunca”.


Siempre vienen a mi memoria estas palabras cuando pienso en mi madre. Lo irónico es que el libro en que fueron escritas trata de una niña enferma, postrada, poseída ni mas ni menos que por Luzbel, lo que la hacia maltratar involuntariamente a su madre.

Sin duda alguna mi madre fue la persona que mas quise en mi vida, y así se lo dije antes de morir, mientras me desvanecía y mi sangre se frenaba, en el ultimo instante de lucidez pude proferir aquella oración llena de dolor que ultimó mi alma y acabo por arrancarme la vida.

Nací en el 57´ , en un hospital llamado San Juan de Dios. Como todo niño pase mis años retozantes bajo la inexorable tutoría de mi madre ya que mis padres eran separados y con mi no nos veíamos muy a menudo.

La relación madre-hijo siempre fue muy cariñosa, normal para se exacto, pero luego comencé a sufrir algunas transformaciones en mi proceder. El primer antecedente que recuerdo sobre este cambio ocurrió cuando aun era bastante pequeño, mucho antes de que me descubrieran la epilepsia. Por alguna razón, la cual no logro evocar, yo estaba muy enojado con mi madre, ella me reprendió y me encerré en mi cuarto. Iracundo, arremetí con una imagen de yeso de la Virgen Maria, este cayo y se quebró en dos partes. La figura en el piso, cortada a la mitad, daba un aspecto visceral que me hizo sentir contrito, mas aún, maldito. Me fijé en el rostro de la virgen, este parecía por fin justificar su compungida expresión, aquella mirada que me parecía tenebrosa y que daba a mi pieza es atmósfera de iglesia, vacía hasta el eco y solo llena de arrepentimiento y miedo. Mi madre se sorprendió y me interpeló despreocupadamente por un breve lapso, luego me dijo:
- Freddy te dejo sólo para que reces y le pidas perdón al Tatita Dios.
Obviamente me puse a rezar diligentemente.

Ahora pienso que quizá ese tipo de reacciones casi benevolentes que mi madre tenia hacia mi mala conducta fue lo que dio pie a que cada ves la tratara peor.

En mi niñez se fue acentuando este comportamiento, el que mis familiares denominaban como atrevido y sin respeto, y en cierta medida era verdad, yo me portaba pésimo pero quería a mi familia como cualquier persona, los amaba y hubiese dado todo por ellos.

Cuando llegue a la adolescencia fue cuando empecé a comportarme como un animal. Vuelvo a reiterarles que yo amé a mi familia, son lo único que tuve y los únicos que me tuvieron, pero aún no tengo explicación para mis acciones, son realmente vergonzosas. Yo la insultaba, pero no eran simples vituperios rencorosos que uno emite entre dientes, sino que eran gritos; blandía mi lengua y pronunciaba los insultos con una voz grave que dañaba mi garganta, mis bramidos se escuchaban en las casas aledañas, aún más que antes. Escupía injurias, mientras que en mi rostro lívido mis ojos se desorbitaban y miraban todo de manera entrecortada, como cuando las nubes pasan rápidamente por delante del sol, mi vista shockeada y sin razón como la de un pez se complementaba con mi ceño fruncido exageradamente lo que hacia elevar la parte exterior de mis cejas por arriba de mi cien, en mi nariz se notaba la respiración exacerbada, mi boca se desfiguraba levantando con los músculos faciales mi labio superior, expresión que se alternaba, según los grados de ira, con un puchero indolente, mientras mis manos gesticulaban amenazantemente. Golpeaba los muebles, quería destruir las cosas, reacción siempre ulterior a la frustración. Pero ¿cuál era el causal de semejantes pataletas contra una persona tan bella?, creo yo, banalidades que me avergüenzo de mencionar.

Luego del ciclón me calmaba, me arrepentía tanto que pensaba que la única forma de mostrar a mi madre mi cariño era hiriéndome a mi mismo, ¿de que otra forma podía hacerlo para que me creyera?, tantas veces prometí a mi familia no volver a repetir estos sucesos, por más que lo intentara sucedían inevitablemente e inclusive mientras comenzaba a enfurecerme en mis episodios, mientras que del fuego, que después seria explosión, se percibían solo chasquidos de la insana combustión, pensaba en mis promesas, pero la ira es muy persuasiva, solícita en sus argumentos al punto en que crea un negativo de tus razonamientos lúcidos.

Fue en mis llantos de remordimiento cuando comencé a sentirme extraño, cada vez se hacia más evidente una tiritera causada por la desolación, me daban aleatorios reflujos estomacales y los espasmos no cedían a mi temor, mientras yo evocaba lo que siempre decía mi madre con su característica parsimonia:
- Freddy, trata de calmarte, con esas rabietas no solucionas nada, sólo vas a lograr que te de un ataque. Cálmese hijo.
Ella tenía razón. Me levante con mis sollozos, mientras mis músculos saltaban como golpeados por corriente, sentí un humo bochornoso en mi cabeza, mi cuerpo espástico se arqueo violentamente y vomité un grito descontrolado que termino por cegarme, di un desvalido paso en la lobreguez y caí.

Mientras miraba por la ventana de la consulta, fija la vista en aquellas nubes tan extrañas e irreales, pensaba en lo inefable de los sentimientos, en lo difícil que se me hacia expresarme a cabalidad, eso siempre constituyó un problema en mi relación en el hogar al no poder dar explicación de mi actuar a mi familia que nunca se rindió en preguntarme lo que pasaba por mi cabeza (incluso mi distante padre), siempre, más que preocupados, ocupados en mi y en este momento tan trágico obviamente estaban conmigo, sentados uno a cada costado, cuando el doctor me sentencio diciendo:
- Señor Freddy Cortés, usted padece de epilepsia.

Cuando cumplí los dieciocho años ya debía permanecer en cama el día entero, lo que no evitaba mis enajenamientos aunque ya no eran tan fuertes debido a mi endeble estado de salud y a los medicamentos.

Mi madre dejó su trabajo para poder atenderme, y tuve que ver desde la postración como mi hermano crecía comportándose como yo, fue un calvario para mi madre y un estigma para mi, ¿qué clase de ejemplo fui?

En mis últimos años, y antes de que el deterioro me lo impidiera, dedique mi tiempo a la reflexión y la literatura ya que mi estado no me permitía mayor agitación que esa. Un día de 1989, cuando ya pocas palabras lograba pronunciar, y mientras mis ojos se desorbitaban, ya no de ira, sino que esta vez por falta de vida, le dije a mi madre que por favor me perdonara, y nuevamente llore en sus brazos y nuevamente me perdonó. Con mi vida pague mi perdón, así lo quise y así es como tenía que ser.

Texto agregado el 20-04-2005, y leído por 123 visitantes. (0 votos)


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