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La Rosa y el Amor

Usualmente veo en los rostros de la gente la misma pregunta. Desean saber el por qué de mi soledad amorosa. Les intriga saber en qué mundo estoy inmerso, si tengo algún problema de timidez social, o simplemente si le temo al amor. La verdad, debo reconocer, que un día, hace ya años, conocí el amor.

Lo conocí, pero de manera brusca y efímera. Lo conocí mirándolo, sin poder tocarlo, a través de un gran ventanal pulcro, desde donde se podía apreciar una rosa que se deslizaba, se escondía suave y sigilosamente. La verdad, yo percibí su huída lenta, sentí su temor en el flujo de mi sangre, pero nunca busqué aquella puerta, aquel umbral.

La rosa continuaba moviéndose con esa timidez característica del temor encubierto. Yo miraba, sólo miraba.

En un momento dado la rosa comenzó a retorcerse sutilmente. El fin del tallo comenzaba a rozar sus pétalos. El pequeño botón abierto de la rosa, del cual colgaban sus hermosos pétalos, comenzó a girar lentamente, en señal de profundo dolor, mientras su tallo se retorcía también, grácilmente, como el movimiento de una pequeña cuncuna.

Al ver esto, comencé a acercarme al vidrio. Vi que del interior del botón manaban pequeñas gotas de agua que se deslizaban lentamente por los pétalos. No eran muchas. Fueron años después que me di cuenta que no eran gotas, sino lágrimas.

La rosa, súbitamente, comenzó a perder su color, a desteñirse, a marchitarse en su posición. En ese momento profundo juraría que me miró a los ojos. Con dicha mirada apoyé mis dos manos en el vidrio y comencé a observarla suavemente, ésta vez con una preocupación que se hacía cada vez más honda. Mis dos manos abiertas y mi mis labios muy cerca del vidrio comenzaron a empañarlo lentamente. Proferí palabras cariñosas, palabras de amor, acaso los juramentos más inmaculados que haya hecho jamás, pero el vidrio evitaba que llegaran a sus oídos.

Así, sumido en impotencia, vi el estertor de la rosa, y sólo me queda imaginar, en lo más recóndito de mi mente, su último suspiro. Recuerdo que la impotencia se trocó en desesperación, en ímpetu, y hasta en violencia. Busqué con la mirada por todas partes aquella maldita puerta que me daría con mi amor muerto, pero no existía. Sin pensarlo dos veces, salté e ignoré las llagas y la sinfonía aguda de los cristales. Al tomar la rosa como ambas manos, me di cuenta que efectivamente estaba muerta, y que yo la había matado. La sangre que manaba por mi rostro y por mis manos ya no importaba. La verdad, ya nada importaba.

La acaricié por unos momentos, recogí todos sus pétalos y juré que nunca la olvidaría. Todavía yace en mi velador y reconozco que, a veces, en las noches, prendo una vela con la esperanza de que haya resucitado.

Creo que nunca podré olvidarla.






Gato H.

Texto agregado el 22-04-2005, y leído por 114 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
22-04-2005 Simplemente....bello!!! vicenti_ka
22-04-2005 Simplemente....bello!!! vicenti_ka
 
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