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La leyenda
Existe un río cuyas aguas dan la inmortalidad;
en algún lugar habrá otro río cuyas aguas la borren.

JORGE LUIS BORGES

Yo no lo conocí. Cuauhtémoc García -Dexter para los amigos- habló por primera vez de él aquella noche que regresábamos de la fiesta en honor a las gemelas Kalifa Iturchaga, cuando las nueve cervezas le visitaron el lugar de las ideas. Platicó, recuerdo perfectamente, que había pertenecido al ejercito de Claudius Imperator, que había luchado contra los guerreros cosacos en la batalla de Ibn Aladr. Entre los caballos berberiscos y árabes, él se elevó con toda la magnificencia del mundo, dueño del poder que manaba de su cuerpo sostenido por Tizio Caio Sempronio, tribuno militar de una de las legiones de Roma, tras haber recibido treinta y dos heridas de lanza y cuatro de espada, ninguna tocó su punto germinativo. También dijo que se casó, luego de trescientas victorias, con una princesa coleccionista de lunas. Después de la derrota –la única– ante los invasores del Norte, fue víctima de un hechicero procedente de Tierra del Fuego. Torturado por un dolor de cabeza que lo hizo dormir apenas entramos a la ciudad, Dexter no pudo recordar cuál fue el maleficio.

Tal historia me hizo pensar en la soberana de las veleidades y en el ángel decapitado a la sombra de las baldosas en primavera. Supuse que, de alguna manera, la leyenda debería tener una conexión directa con el sueño que me asaltaba desde mucho antes que el hombre se reconociera como hijo de la palabra: tras la roca de los sacrificios, una niña blanca aparecía acariciándome y yo sentía el calor de su pecho, mientras cantaba el mudo poema de Los caminos secretos, en pago por la libertad que siempre he sentido negada, me curaba las diez mil heridas que me causaron las estrellas, salpicaduras de un astro de piedra lanzado en las aguas eternas; su voz, inaudible, era dulce como el verde de sus ojos y su piel era tan suave que más de una vez pensé estaba hecha de nubes. Desde entonces me duele la soledad cuando sangra en mis labios el nombre prohibido. Mientras sentía la suavidad del olvido, el humo de un cigarro y la tos de Dexter me hicieron fijar los ojos en el camino, donde ya la aurora despegaba sus ojos de lechuza.


Mucho tiempo después, casi dos meses, ya más sobrio, con sólo dos tequilas encima, Dexter olvidó en la cama una fotografía bastante maltratada, tomada en uno de sus tantos viajes a las zonas del silencio; en ella se veía una colosal roca sentada sobre una colina, a lo lejos, el sol de la tarde se apagaba en las aguas del mar océano. Alguna vez dijo que en esa imagen aparecía la piedra donde, con caracteres desconocidos, estaba escrita la leyenda de Sir Lorenzus, príncipe de los Cufos, condenado a padecer lo indecible en el cuerpo de un gallo. Según los datos que aparecen en la Antigua Enciclopedia de los Mundos Perdidos, Tomo IV, página 2345 –traducción directa del cufo clásico, incompleta y sobrescrita de derecha a izquierda–, Lorenzus XXXI perteneció a una familia de saltimbanquis que cruzó la ciudad de Esmnr Al Dobjnt el 13 de febrero de algún año a. de C. En una de las galas presentadas en palacio, el bello equilibrista conoció a Ejn Djna, hija del rey Ohjn Ikjw y única heredera al trono, con quien contrajo nupcias después de haber vencido a los trescientos sesenta y cinco guerreros que custodiaban la belleza sagrada. Empezó así la leyenda de aquel joven fiero en la batalla, aquel combatiente que vino de lejos para vencer a la muerte y que, sin embargo, no logró la victoria ante los bárbaros del Norte, por lo que fue condenado por Ghd Qpe a vivir emplumado por tres eternidades. Cuando por fin venza a los señores de Trnda, Lorenzus obtendrá el beso liberador que lo hará entrar en La Ciudad de los Inmortales. Dexter mencionó un día que Lorenzus estaría ahora en su tercera y última metempsicosis; aun cuando, como dijo aquel ciego que encontré en un laberinto hace ya más de dos mil años, dilatar la vida de los hombres es dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes, incluso suponiendo que las eternidades de los gallos sean el equivalente a la eternidad de un amor en tiempos de guerra, y aún así, la probabilidad de que Lorenzus siga vivo es mayor a la posibilidad de una mariposa en el corazón del tirano, matador de verdades.


Atando cabos he llegado a la conclusión de que mi sueño reproduce exactamente la historia de Lorenzus, ahora Lorenzo; más: Lorenzo es el fantasma que habita los ojos de los que buscan su corazón perdido en el silencio. Este Lorenzo de quien hablo, plumas blancas que cubrieron las testas aztecas en aquella batalla donde murieron las raíces que ahora me pueblan las venas, habita muy cerca, más cerca de lo que imagino. Noche a noche, los sueños me llevan a contemplar el rostro de su princesa, viva también desde el principio de las eras. Sin embargo, a veces, el tiempo me ciega con su luz mercurial. Lo mismo que él, yo sigo goteando los recuerdos de aquel hechicero, soy descendiente de la luna y de la gran gallina verde que volcó sobre sus plumas la agonía de los pordioseros. Mi noche se volvió testigo de los pájaros sin cielo; sé que Lorenzo sigue aquí, entre nosotros, recordándome que la vida se paga con una caricia. En algún lugar de esta tierra ha de despertar a la mujer de ojos verdes y cabellos con golpes de sol. Lorenzo, cisne blanco que cuida la nuca de los desposeídos, está aquí, aguardando el beso que lo liberará de su cárcel perpetua, esperando el vuelo a las montañas de hielo, fuga del verde matinal. No, yo no lo conocí, pero, como él, soy presa de un hechizo; mi tiempo, como el de él, ya no se mide por horas ni por días, tampoco se mide por años, mi tiempo se cuenta por siglos; hace dos eternidades y media un nigromante me condenó a padecer la eterna esperanza, desde entonces he vivido cubierto de plumas, esperando la libertad para reunirme con la luz de mi destino. Hoy sólo soy yo, curiosamente me llamo Lorenzo, y canto todos los amaneceres al tiempo que me ha olvidado. Tal vez mañana, después de la última victoria, mi princesa entrará por esa puerta y acabará con esta espera, tal vez mañana... tal vez mañana... o en otra eternidad.
LUIS ENRIQUE GÓMEZ VANEGAS

Texto agregado el 29-04-2005, y leído por 140 visitantes. (0 votos)


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