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“INFIERNO EN EL CIELO”

“¡Oh vosotros los que entráis,
abandonad toda esperanza.!”
Dante A.

Soñó que había fallecido ya y que unos seres semejantes a serafines, lo transportaban, tiraban de él o tal vez solamente lo acompañaban (aún no lo sabia) en medio de nubes limpias y vertiginosas y de murmullos de voces altamente magnificas y casi sin tropiezos hacia un lugar (podría tratarse también, de un espejismo) como demasiado fulgurante y apartado; ubicado más allá del tiempo infinito y de los estragos de la esperanza y de la muerte.
Podía sentir el roce de la música y el sonido aplastante de los aplausos y la risa allá arriba, mientras oscilaba con las manos apretadas en el abdomen y una alegría entre incrédula y victoriosa que iba vomitando por los bordes indefinidamente separados de los labios. Podía disfrutar holgadamente (aunque no lo deseaba) de este viento menos amargo y más cauteloso que de costumbre; que le llenaba los pulmones y le renovaba sus tejidos innecesarios. Comprendía, que era ahora el momento en que lograría extender sin dificultad la mirada, hasta el limite de esa lejanía que se le antojaba escueta y que se le revelaría sin mucho esfuerzo de su parte, el enigma de este infinito ingrato a los ojos de los otros. Sentía que podía palpar, además, el tiempo sin movimiento y sin distancias o escuchar todas juntas las modulaciones e imperfecciones, de todos los sonidos ambulantes. También podría (si se lo propusiera) percibir, el indefinido rumor del mezquino desplazamiento de lo absoluto e incorruptible (porque aquí si era posible) o conocer las causas y los efectos de todas las consecuencias acumuladas a lo largo de la historia. Todo le era mostrado ahora. Todo lo comprendía su imperfecta naturaleza, o se le simplificaba a la verdad, que él conocía. Todo parecía desmontarse y reducirse o se recomponía, como preparándose para recibirlo. El sueño había comenzado en una calle enmarañada de edificios transparentes y vehículos esparcidos en el asfalto, rezumando calor y muerte presurosa. Y ahora seguía entre estas nubes sin sentido, cercanas a ese cielo sin espacio, donde imaginaba ansiaban su llegada. Debió de sucederle una muerte rápida y desconcertante, que le había borrado cualquier impresión de las causas y las circunstancias. Sus recuerdos se reducían a aquella calle soleada y a este momento sin origen, si entre ambos acontecimientos ocurrió alguna otra cosa, no lo sabia; pero tampoco le importaba saberlo. Concentraba todos sus esfuerzos (en realidad tampoco sabía si era capaz de esforzarse) en arribar inmediatamente a aquel sitio que postergaba su entrada, con el cual se mantuvo mientras existía siempre enquistado y ausente, y del que nunca se había atrevido a averiguar nada.
Estaba aproximándose, llegaba por fin. Las cosas que veía adquirían al penetrar por sus pupilas, formas inconclusas, indeterminadas, absurdas, que su cerebro no alcanzaba a aprehender; por eso las olvidaba en el mismo instante en que pasaban a formar parte de su memoria. Y era por eso (en realidad, él creía que era solo por eso) que nada de aquello quedaba en el lugar destinado a los recuerdos, solamente las imágenes luminosas y cambiantes. Esa visión sorprendente y comprometedora que se le diluía conforme aumentaba y se acercaba, cada vez más claridad, luz y ceguera... de repente, en sus ojos se fue revelando la diferencia. Aparecían frente a él, ciertas imposiciones que empezaron a interponerse entre su cielo. Primero fueron unas pequeñísimas hojuelas de ceniza que aparecieron amenazándole el rostro, después, sobre el fondo transparente fueron aflorando intermitentemente las caprichosas espirales, fugaces e intolerables de lo que debía ser una especie de humo grisáceo y denso; seguidas de las esculturas rabiosas y piramidales, rojizas y resplandecientes del fuego. Trató de organizar sus impresiones, trató de convencerse que le mentían, que nada estaba ocurriendo, que todo seguía su curso normal, que nadie por mas que se lo propusiera seria capaz de arrebatarle lo que le habían indicado le correspondía. Sin embargo, demasiado pronto sus sentidos sufrirían el primer gran desconcierto, escuchó las voces apagándose, retirándose como en un pozo espantosamente profundo; dando su lugar al crujido difuso y terco producido por el crepitar del fuego. El calor fue penetrando en su sueño, pausadamente, como si le costase atravesar la barrera impuesta por su conciencia y la noche, sobre su piel el sudor se hizo viscoso y real; abrumadamente palpable y concreto, además, un incomprensible dolor feroz y espinoso le iba ganando sus nervios sensitivos. Buscó, con unos ojos casi cerrados e intensos las nubes celestes y el azul bondadoso y sensible, en un intento desesperado por no olvidarlas. Buscó aferrarse desesperadamente a las diminutas figuritas que hacía poco lo acompañaban, pero las veía ahora alejándose, batiendo un remedo de alas y de adioses. Descubrió de repente en algún lugar de su consciente que se trataba solamente de un sueño absurdo y repudiable, de esos sueños que se pueden desterrar o destruir y que lo mejor para él, sería que buscara la manera de despertarse. Comenzó en ese momento a agitarse bruscamente, a movilizar desordenadamente manos y pies, y a girar la cabeza. Dejó de respirar también y se impuso la tarea de levantar contra su propia inercia, los párpados entornados. Luego que se dio cuenta que el sueño continuaba allí cada vez más próximo y acechante, más palpable e inevitable; como último recurso, busco arrojarse a las llamas cruentas e interminables para que el dolor y el miedo lo liberaran de la pesadilla. No pasó mucho tiempo en sentir que lo estaba logrando, hasta casi podía observar el fuego retirándose, hundiéndose en el vacío... pero volviendo aparecer ahora sobre el colchón, sobre las paredes de madera y en el cielo raso. Vio sus pies que empezaban a arder y el techo derrumbándose cerca de la puerta de salida. Comprendió entonces, de un solo golpe, que no tenía escapatoria y que irremediablemente debía morir aquella noche, sin la fe necesaria para no tener miedo y sin esperanza y entendió también que había tenido una sola oportunidad, una; pero que esta no había sido suficiente y que el lado oscuro de su conciencia que le hizo la revelación mas el cortocircuito que inició el incendio, eran solamente diminutas porciones de su indescifrable destino.

Septiembre de 1998














Texto agregado el 16-12-2002, y leído por 297 visitantes. (1 voto)


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