Mi padre falleció este año. Era una calurosa tarde de verano, el aire sofocante de la habitación se enrareció o nosotros ayudamos a enrarecerlo con nuestra expectante emoción cuando sus ojos desprovistos de brillo se quedaron fijos mirando más allá de lo concreto. Lo contemplamos con esa angustia categórica que nace en el corazón y que no tarda mucho en transformarse en presentimiento. Nuestra respiración se detuvo solidarizando con su agonía silenciosa y con sus jadeos acompasados. Lo miré con atención, era sólo la cáscara de un hombre con su piel corcheteada a los huesos. Mis hermanas aguardaban con las lágrimas a punto de evaporarse, mi madre, atosigada más por el miedo que por el sufrimiento, lloraba quedamente. Mi hermano que sufre síndrome de down, rezaba en otro lugar un desfigurado Padrenuestro. La vida de mi padre iba rumbo al desembarcadero, y ese atardecer estival arrojaba siluetas luctuosas; alguien lanzó un grito en la calle, ignorante de este doloroso desenlace, una radio sonaba a lo lejos y en este dormitorio que ya casi era una capilla ardiente, la existencia de este hombre se apagaba como un cirio. De pronto, sin mediar palabras entre nosotros, lo supimos. Mi padre inspiró muy hondo, algo se rompió en su interior cual si la Parca hubiese comenzado su faena desgarrándole de un certero guadañazo el corazón. Sus labios se apretaron y se desfiguraron como si estuviesen soportando la arremetida de una despiadada fuerza. Después se quedó mudo y quieto, con la mirada absorta ante el secreto develado. Recordé aquellas noches de Año nuevo en que el conteo inverso aceleraba nuestros latidos, recordé los festejos, los brindis y los abrazos, recordé mil cosas antes de morir yo también un poco para solidarizar acaso con aquel ser que comenzaba a ser recuerdo…