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Se despertó lentamente, el mundo se mostraba todo empañado hasta que los ojos se le habituaron a la luz. Aún somnoliento esbozó una sonrisa breve que desapareció al intentar recordar sin éxito su sueño. Miró a su derecha e izquierda, como deseando encontrar a alguien; pero no…hoy tampoco. Sus dedos recorrieron la funda de la almohada y se encontraron rodeados de cabello. Desde hace algunos meses había sufrido constantes dolores, cansancio permanente, la aparición de manchas en la piel y de unas ojeras tan anchas y púrpuras que habrían de entristecer su mirada hasta el fin de sus días. Ahora, para aumentar su preocupación, su cabello poco a poco desistía de permanecer sembrado en su cabeza. Se alistó sin mucha prisa ni entusiasmo para un día más, no era que no le gustará su trabajo, sino que su situación personal lo desalentaba. En fin: la regadera, la toalla, la mesita, el café, un cigarrillo y el maquillaje. Espolvoreó su rostro de blanco, luego trazó los rombos negros que coronarían sus ojos, con el mismo color pintó sus labios delgados y finalmente coloreó de rojo una franja que rodeaba su quijada cruzando por la boca. Después de tomar su negro sombrero de bombín salió del edificio sin encontrar un sólo cuerpo que se resistiera a su paso, caminó directamente hacia la esquina y bajó las escaleras.
Cada vez con menos paciencia iba abriéndose paso entre las personas, empujando, sudando, jadeando; un codo en su cara, ahora una espalda en ella, luego otra cara. Al bajar se sintió cómodo, el aire no le era arrebatado y podía estirar sus miembros a voluntad. Su mano sacó una prenda blanca del bolsillo que colocó en el suelo esperando le lloviera dinero. Regresó en la noche con la compañía de unas pocas monedas. Al entrar a su cuarto de renta arrastraba los pies de cansancio, se tiró sobre la cama haciendo gemir las maderas que sostenían el colchón roto y pronto se encontró meditando sobre su condición. Al mismo tiempo se oía que alguien lloraba y suplicaba, otro gritaba y golpeaba. Entre la fina red de ideas y recuerdos que lo atrapó, estaba el doctor que hacía poco lo había revisado: “Usted lo que tiene es un ligero catarro, tómese estas pastillitas y regrese rápido, en unos tres días…son ciento cincuenta pesos.” El recuerdo lo enojaba, sabía que no era un catarro y sabía que el doctor no era doctor, pero si era lo que pudo pagar.
De este modo, los pensamientos iban y venían en la noche, pero había uno que ya estaba aferrado a él desde la aparición de las ojeras. Pensaba que su degradación no tenía nada que ver con una enfermedad del cuerpo, sino del alma. Los gritos cesaron y sobrevino el silencio, quizá habría leves sollozos y quejidos al otro lado del muro, pero de su lado el silencio. Estaba tan ensimismado en sus pensamientos que no se percató de nada; la costumbre poco a poco lo había hecho capaz de soportar el ruido, pero no lograba hacerlo completamente capaz de aceptar su aislamiento. Desde que llegó a la ciudad intentando actuar, lo invadió una terrible soledad. Nunca pudo establecer un contacto real con ninguna de las veinte millones de personas que habitaban el mismo lugar. A veces sentía que podría ser su culpa y se esforzaba, pero pronto se encontraba envuelto en un silencio que lo obligaba a pensar rápidamente en frases forzadas y en preguntas artificiales. Por eso desistió de sus intentos de hablar con la primera persona que encontrase, y desistió en general de buscar compañía. Con todo y eso, de vez en cuando, la esperanzaba le daba comezón y buscaba alguna mirada subterránea que se interesara por él, pero todas se le resbalaban por los lados sin ponerle mayor atención.
Despertó lentamente. Otra vez la misma sonrisa…no pudo recordar. Delgados cabellos sobre la almohada, un cansancio que se le pegaba como costra a la espalda y su insoportable soledad le acongojaban. El tiempo se arrastraba circularmente para él. La regadera, la toalla, la mesita, el café, un cigarrillo y el maquillaje. Una nota estridente invadió el andén, se abrieron las puertas y se sumergió en el mar de gente. Bajó donde siempre y sacó la blanca prenda de su bolsillo. Sus actos siempre nuevos y su degradación eran los que le permitían saber que no se había atorado en un día que se repetía indefinidamente. Pero había algo ese jueves que lo molestaba más de lo común. El aire se le resistía, el corazón se le apretaba, la cabeza le daba vueltas y sentía que podía desfallecer en cualquier momento. Decidió marcharse temprano a casa y dormir toda la tarde. No sabía que sería una tarea imposible, el estar en su apartamento no mejoró ni un poco la situación. Se percató de la vecina sumisa y del esposo abusivo que solía ignorar; esta vez, sus gritos le perforaban el cerebro. Sin notar transición alguna se encontró en un torbellino de ruido que subía como un enjambre por las ventanas. Cerró de golpe todo contacto con el exterior, pero el ruido se colaba por todos lados, incluso por el suelo. Le era insoportable, daba vueltas con las manos apretadas contra su cabeza, los automóviles parecían rugirle en la cara y sonaban sus bocinas con rencor. El hombre golpeaba del otro lado, la mujer gemía, él se revolcaba sin saber el porque de las cosas, solo sabía que estaba desesperado, que necesitaba que todo callara. Comenzó a aullar una sirena que pronto quedo atorada en el tráfico, justo bajo sus ventanas, entonces se puso a gritar y las lágrimas se le escapaban raspándole todo el párpado. Oyó que retumbaban multitud de pasos, gente saliendo de la boca del metro, y con ellos alcanzaba a oír los vagones raspando el acero de las vías; pasos que le caminaban por dentro y vagones que le cruzaban de oído a oído. Sus ojos escapaban de lado a lado, buscando, pero sin encontrar. La mujer gritando de temor o de dolor, la ambulancia, sus manos oprimiendo su cabeza, las bocinas, un golpe seco, otro grito, un dolor penetrante, más pasos, sus oídos lastimados, los vagones arrastrándose, sus músculos contraídos soportando la tensión, el metal crujiendo, sus uñas arañándole el rostro, nadie a su lado, todo el estruendo producido por la ciudad, buscaba angustiado, todo el estruendo producido por todas esas personas, quería encontrar para liberarse de esa ruidosa soledad, tantas personas allá afuera y nadie.
Tuvo que salir corriendo, para intentar escapar del ruido y para seguir buscando, quizá no estaba muy conciente de eso pero corrió como nunca lo había hecho. De pronto se encontró en un lugar de la ciudad donde nunca había estado y donde caminaba un gran número de gente, también se percató que el ruido había dejado de lastimarle desde hace algún tiempo. Entonces la vio. Pasó lentamente, volteando en su dirección, como escondida detrás de todas las personas. El tiempo dejó de arrastrarse y simplemente se detuvo para ellos. Su cabello era negro y su tez clara, pero lo más bello eran sus ojos. Su mirada color miel penetró en él, tan hondo, que sintió le rompía los huesos y lo hacía desplomarse desmembrando su soledad. La mujer le mostró una sonrisa que lo invitaba a soñar. En ese momento comprendió, la había soñado repetidamente sin ser capaz de recordarlo. El cabello, la piel, los ojos, la boca, todo era tan claro, sólo ella podría acompañarlo y amarlo, sólo ella lo podría salvar. Intentó atravesar el muro de personas para tocarla, empujó y corrió, buscó entre los rostros y las miradas, pero era demasiado tarde. Era como si la mujer hubiera sido devorada por la multitud y hubiera sido arrastrada a algún lugar sin nombre del que nunca podría regresar.
Los días que siguieron al acontecimiento fueron difíciles para el actor, ya que seguía buscándola a pesar de su cada vez más deteriorada salud. Estaba completamente convencido que debía encontrar a aquella mujer, lo demás se daría mágicamente. Mágicamente también, pensaba con seguridad, su soledad quedaría olvidada en alguno de aquellos vagones. Pero el tiempo pasaba, y ahora parecía deslizarse rápidamente hacía un vórtice ya próximo. Cada día el hombre se redescubría, más deteriorado que antes, no hubo noche alguna que le concediera prórroga. Su piel comenzó a revelar cada una de las venas que se extendían por debajo de ella, y comenzó a apretarse cada vez más contra sus costillas. Sus músculos estaban cada vez más atrofiados, como queriendo desaparecer por debajo de sus erosionados huesos. Lo que quedó fue un cuerpo encorvado y pequeño, sin dientes ni cabello, con una mirada ojerosa y triste; que a pesar de su condición seguía buscando.
Pasaron días con sus respectivas noches, y cada noche con su respectivo sueño; que en realidad era el mismo, era ella. Su consuelo era que podía recordar al amanecer los ojos ámbar que amablemente lo contemplaban, el cabello opaco que pronto estaba navegando con las manos, el cuerpo delicado que lo envolvía y la sonrisa que lo seducía y que siempre le extendía una invitación. Eran sólo ella y el, no se necesitaba más como ocurre siempre que hay una ella y un el, el monstruo de la ciudad sobraba entero.
Despertó, pero esta vez no pudo sonreír; fue entonces cuando se supo todavía vivo pero ya sin su deteriorado cuerpo. Aún así, se sentía abrumado, débil y como siempre, solo. Lo único que le quedaba era la esperanza de encontrarla, creía que la mujer de sus sueños podría redimirlo y acompañarlo hasta morir, sin importar su estado. La búsqueda le consumía, e incluso sin un cuerpo la soledad seguía degradándolo. Se iba extinguiendo, como si fuera disolviéndose en el aire igual que el humo de un cigarro. Dedicó su existencia a buscar por toda la ciudad, sobra decir que ya no necesitaba dormir o comer; así que día y noche vagaba por las calles intentando encontrar a aquella mujer, que sin ella saberlo, le prometía compañía y apoyo. De este modo pasaron días y luego semanas en los que la vida se le iba desprendiendo tristemente.
Llegó el punto en el que no era sino un delgado hilito transparente que se arrastraba por las paredes. Sabía que estaba a punto de dejar de existir cuando milagrosamente la vio nuevamente, volteando en su dirección, pero seguro de que ella no podía verlo. Haciendo un inmenso esfuerzo que parecía imposible para un ser de su condición, la siguió por entre calles repletas de hombres y mujeres que ni aunque queriendo hubieran podido percatarse de su presencia. La hermosa mujer entró en un edificio colonial, subió al segundo piso y entró en su departamento. Lo que quedaba del actor se deslizó por debajo de la puerta, esperando poder acabar, finalmente, con esa asquerosa soledad que siempre había sido inmensamente más grande que él. Ella estaba sentada en su balcón, mirando un insípido atardecer. Él, se escurrió dando lástima, a punto ya de desvanecerse, hasta alcanzar la delicada mano. Se trenzó entre los dedos y subió suavemente, en forma de caricia por todo el brazo, erizando la piel que abrazaba sin brazos y besaba sin labios. Continuó subiendo por el hombro desnudo y después por el finísimo cuello hasta la mejilla. Se acercó, ya lentamente por el inmensurable esfuerzo, a los rosados labios; y cuando estuvo a punto de alcanzarlos y de dejarse verter sobre ellos; dejó de existir. En ese momento, la mujer miró al cielo y esbozó una sonrisa que invitaba a soñar.

Texto agregado el 28-08-2005, y leído por 141 visitantes. (0 votos)


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