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EL CAMINO DE REGRESO

UNO
Ricardo ve alejarse a Natalia, la sigue con la mirada hasta que ella dobla en una esquina y se pierde. ¿Para siempre? No lo sé, con Natalia es imposible saber algo. Quizás la vea nuevamente, quizás la llame por teléfono, quizás tantas cosas. Ricardo se sienta en la cuneta, saca un cigarro, lo prende. Ricardo fuma, lentamente se consume. No hay rastro de dolor en su cara. Ricardo se acuesta en el piso, cierra los ojos, recuerda, sonríe. Saca una libreta y un lápiz. Anota algo y guarda todo. Se levanta y camina en dirección contraria a la de Natalia. Ricardo también desaparece por una esquina. ¿Para siempre? No sé, me dice Natalia, mientras caminamos, de la mano, hacia su casa, hacia su cuello, hacia sus piernas, hacia su pelo, hacia su cama, hacia cada lugar de su cuerpo. Le digo que pensé que no me acostaría con ella esta noche. Ella sonríe, gime un poco más y se recuesta a mi lado. Duerme, me dice, mañana saldremos temprano. Mañana, digo yo muy dulcemente, no existe. Sólo existe este momento. Y duermo, o creo hacerlo.

DOS
También una marca en la ropa sería indicio de algo. Pero prefiero no pensar en eso ahora. Además estoy distraído, la música llega fuerte y no es muy agradable. El próximo paso lo daré más seguro; sí, fue lo mismo que dije la vez anterior. Quién sabe cuantas veces lo he dicho, cuantas veces lo he practicado, cuantas veces, cuantas. La música, por lo menos si fuese buena música.
Un punto en la pared basta para mantenerse concentrado por un momento, efecto que no logra ningún libro de teoría, por más interesante y bello que sea. Mentí señor cuando dije “me interesa”, ahora siento aversión de lo que usted cataloga como lo máximo. Quédese con su belleza, yo sabré buscar la mía lejos de aquella.
Una marca en la ropa, ya lo sé. Felipe me lo dijo anteriormente. Qué marca, amigo mío, pregunté: no supo responderme. Ricardo nos miraba pero no estaba ahí: miraba aún más allá de nosotros, pues no le interesaba lo que conversábamos. Volver ni a palos, por nadie, decía una y otra vez. La marca en la ropa y Ricardo por fin regresó. Y dijo: “por algo ya no estoy con ella, hermano”. El comentario se mantuvo en el ambiente hasta que llegó otro invitado, atrasado como de costumbre. Una botella lo antecede. Juan aparece, va directo donde Ricardo y lo abraza. Permanecen así largos minutos. Una lágrima va por la mejilla de Ricardo, y cae sobre la camisa de Juan, dejando una extraña marca que ahora recuerdo con nitidez.
Ricardo nos presentó a sus tres invitados: Natalia, Diego y Pablo. Una marca, repetía Felipe. O tal vez un defecto. Segunda opción: una marca o un defecto. Aquí comienza otro problema, le comenté a Diego, quien se unía a nuestra conversación.
Antes: ¿Quién era Natalia? Una bella mujer por cierto. Comenzamos a conversar cerca de las cuatro, después de explicarle a Diego todas las opciones. Sí, él aportó ciertos datos, pero aún así todo estaba muy confuso. Pues bien, Natalia me contó con bastante alegría que también sabía hebreo. Mi sonrisa pronto se esfumó. Ricardo, fumando en un rincón, me miraba con rabia y pena. Adiviné que una lágrima gruesa dejaba una marca en su camisa; busqué cualquier excusa y abandoné una prometedora conversación, que de todas maneras no llegaría a buena parte. En ese momento pensé que nunca dormiría con Natalia.
¿Estás seguro que quieres saberlo?, le pregunté a Diego. Miró a Felipe y Felipe le devolvió la mirada. Volvió la vista hacia mí, y yo miré a Felipe. Felipe me miró y en un instante las tres miradas se encontraron; luego formaron el famoso círculo tabú (curioso, pues éramos tres). Por fin Diego asintió y comencé mi relato.
(Mientras, Ricardo se confesaba con Juan).
(Mientras, Natalia conversaba con Pablo y me miraba).
(Mientras, Ricardo miraba a Natalia; de vez en cuando me miraba a mí).
Diego, amigo –dijo Felipe-, aún sigo pensando que la idea es buena. No importa que no se lleve a cabo ahora, pero estás cordialmente invitado a participar, una vez que llegue a concretarse.
Felipe, amigo –dijo Diego-, aún sigo pensando en participar de la idea. No importa que no se lleve a cabo ahora, pero estaré disponible, así que espero se concrete.
La reunión terminó cerca de las cinco. Lo bueno fue conocer a Natalia, a Diego, y por supuesto la no venida del gringo Deivid W. Lamb.

TRES
Una imagen cinematográfica. Ir al cine, ver una película; luego volver a casa, y esa imagen que vuelve una y otra vez a tu cabeza. Escuchar un cassette: la música de “Paris-Texas” penetra lentamente por tus oídos. Una vez en la cama, dispuesto ya para dormir unas cuantas horas, ves nuevamente aquella imagen. ¿Por qué pasa eso? Duermes, duermes, duermes. Despiertas a las cuatro de la mañana y te dan ganas de ver una película antigua. ¿”It happened one night”? Sí, y descubres sin asombro que Clark Gable es un gran actor, y que es orejón. La frase de la película: “No te caigas de ninguna ventana”, dicha por el padre de la protagonista.
Natalia se ríe cuando le cuento esto último, me abraza y me besa. Me mira a los ojos. Me dice: “enséñame”. Yo le digo: “trataré”. Y nuevamente me besa. Se levanta, va hacia la ventana y me dice: “¿qué quieres de desayuno?”. Yo le respondo: “a ti”. Ella no dice nada, sólo sonríe; pronto se da vuelta y me dice: “tú tampoco te caigas de ninguna ventana”. Le respondo: “trataré”.

CUATRO
En algún momento dije que no estaba destinado a dormir con Natalia. ¿Quieres saber qué pasó? Al final fui a su casa y dormí con ella. Al otro día también me invitó. Y desperté con ella, y vimos una película, y me sirvió desayuno, y todo eso. Felipe, no sé como pasó, nos miramos, sólo nos miramos; nos fuimos del brazo y Ricardo nos vio. Todo estuvo bien. ¿Qué piensas Felipe? Ella me gusta, ya no está con Ricardo. ¿Qué piensas Felipe? Pero Felipe no piensa, está absolutamente borracho. Nos juntamos a las cinco de la tarde en su casa y comenzamos a beber. La verdad es que él comenzó a beber, pues yo no paré de hablar de Natalia y mi vaso estaba intacto. A las nueve fui al baño. A las diez él fue al baño. A las once fue nuevamente al baño. A las doce me fui, totalmente sobrio.

CINCO
Natalia ya no está, se fue de la casa. Me dijo que no la llamara por un tiempo, que ella se comunicaría conmigo. Me dijo que se iba al sur, a la casa de unos amigos. El trayecto a la estación lo hicimos casi en silencio, mirándonos de vez en cuando, abrazados, conversando algunas cosas (las últimas palabras tal vez, por eso son tan importantes para mí). Tomó el primer bus que partía a Los Lagos. Y me hizo el más triste gesto de despedida que jamás haya visto (fue más triste que el anterior, hace casi un año atrás).
Felipe y Diego me miran. No saben que hacer o que decir. Tampoco estoy esperando alguna palabra, me basta con que estén ahí, escuchando lo que tengo para contar. Se miran entre sí. Yo miro el reloj y digo que tengo que irme, tengo que hacer clases; los dos se ríen y me piden que vuelva luego, para que los acompañe a no sé que parte. Les digo: “trataré”. Ellos dejan de reírse. Nos despedimos, y cuando salí de la casa, una (o varias en realidad, pero para lo que voy a decir en este momento, solo basta con una) lágrima bajó por mi mejilla, cayó sobre mi camisa, y dejó una marca; no logro recordar su forma.

SEIS
Estoy escribiendo, digo por decir algo. Diego y Felipe están callados. Nunca se han interesado en lo que escribo, así que no esperaba recibir una respuesta que indicara que quisieran saber algo acerca de mi escrito. Pero lo hicieron. Y me preguntaron mucho acerca de eso, y creo no haber estado preparado para responder lo que ellos querían saber. Traté de hacer lo mejor que pude y salí del paso. Luego de una hora de preguntarme hasta los más mínimos detalle se callaron. Se mantuvieron así hasta mi siguiente comentario. “Ayer vi a Natalia”. Tuvieron la misma expresión de incredulidad que la vez anterior, cuando les dije que Natalia se había ido.
Hace tres meses se fue al sur. No supe de ella hasta la tercera semana. Había prometido no llamarla y me contuve durante todo ese tiempo. Pero un día martes la llamé; fue muy vergonzoso. Ella contándome cosas de su estadía en Los Lagos, yo queriendo escuchar alguna palabra que me diera esperanzas. Le dije que la extrañaba y ella me dijo “hace bien estar solo”. No pude contenerme. Varias lágrimas cayeron. Me despedí como pude, ella me dijo “no llores”, y lloré aun más. Desde ese día no volví a saber de ella hasta ayer. Me llamó a las cinco de la mañana y me dijo que volvía a Santiago, que ya estaba mejor, y si podía ir a buscarla. A las seis y media estaba en la estación. Ella llegó a las nueve. “¿Había cambiado?”, preguntó Felipe. Le dije que estaba igual de linda que siempre. Y ellos se rieron, como siempre, no porque Natalia no fuese hermosa (lo es, y mucho, Diego, dije, y él me contestó afirmativamente), sino porque saben que yo no puedo decir algo malo acerca de ella. Tenía algo en su rostro, algo que yo recordaba de épocas pasadas, pero no lograba saber que era. Nos abrazamos durante un largo lapso de tiempo, y noté que algo no encajaba en la imagen que yo tenía de ella. Había algo de más, algo que ella no se había llevado de Santiago, algo que trajo del sur. Ella tenía una marca en su cuerpo, una marca que yo no conocía, una marca que tenía un significado doloroso, sobre todo para ella.

SIETE
Hoy veré a Natalia nuevamente. Felipe estaba anotando algo en una servilleta, y cuando le dije eso, hizo una pelota con el papel y se la guardó en el bolsillo. Entonces esta información no te sirve, –señaló.

OCHO
Vi a Natalia.

NUEVE
Estaba con Felipe y Diego. Les conté que había escrito un cuento llamado “Natalia”. Me pidieron que se los contara. Aquí está.
“Natalia”
“Natalia dijo que se llamaba. Bueno, por lo menos durante todo el tiempo que estuve con ella la llamé así. A mí me gustaba ese nombre, pero ella lo odiaba. Pasábamos horas y horas conversando, riéndonos. Hasta planeábamos nuestro futuro. La recuerdo mucho. A pesar de todo lo que le hice. Fue un día sábado. Todo el día habíamos planeado lo que íbamos a hacer. Iría a buscarla a su casa, la llevaría al cine, iríamos a comer algo por ahí y volveríamos temprano. Todo perfecto. Llegué pronto a la casa. Conversé un rato con su madre, hasta que me dijo que tenía que salir. Esperé largo rato, tratando de irme lo más lejos de esa casa sola, de Natalia sola conmigo, de Natalia que se me iba sin saberlo. No había razón para sentarse a conversar en el sillón, ya era tarde, en verdad era tarde para darse cuenta de que no nos podíamos separar, cada vez nos besábamos con más fuerza, ya no había fuerza de voluntad para decir no, incluso si lo único que hacíamos era dañarnos. Por favor no, esto no está bien. Perdóname Natalia, que imbécil. No quise hacerte daño, lo único que quería era estar contigo. No te preocupes, ya pasó. Esta puede ser la última oportunidad para decirle la verdad. Te quiero. Siempre te he querido. Estoy enamorada de ti. Pero, ¿qué te pasa?. No importa, estaré bien, aunque no me quieras como yo te quiero, aunque en estos momentos sienta unas ganas terribles de matarte, aunque en este momento el cuchillo atraviese tu cuerpo y yo quede toda ensangrentada, aunque yo muera estando todavía viva, no te preocupes, estaré bien”.
Ese es el cuento. Los dos se levantaron y me sirvieron un trago. No se volvió a hablar acerca del tema durante toda la noche.

DIEZ
Puedo ver desde acá el río que se forma en nuestra calle cuando llueve y que parece llevarse todo lo malo, pero es sólo agua que transcurre y que lleva suciedad, o no es suciedad, sino sólo trozos de naturaleza que se desprenden para iniciar un viaje hacia quizás qué parte.
Me gustaría ahora desprenderme de esta casa y viajar hacia ti, hacia el refugio que había en ti y que me hacía tan bien. Pero eres sólo un recuerdo, una foto y una carta amarilla, antigua y casi olvidada que guardo en una esquina de mi memoria. También está en una esquina de esta casa que ya no recuerdo, pues es enorme y no puedo recorrerla solo. ¿Te acuerdas cuando vivíamos en distintas partes de la casa? Cada cierto tiempo en nuestra pieza, luego en el segundo piso, en el invierno en el subterráneo pues era más acogedor. Ya no tengo esa costumbre: nuestra ex – pieza, ahora solo mía, es mi casa, no mi refugio ni nada parecido, sólo un lugar para estar, para dormir, y para, de vez en cuando, mirar el agua, verte pasar vestida de rojo, o quizás desnuda, esbozando una pequeña sonrisa arrojada hacia ninguna parte. Luego te vas sin siquiera mirarme y desapareces entre dos calles y yo vuelvo la vista hacia adentro y también desaparezco entre las cosas que aún quedan y el día para mí por fin termina.

ONCE
Cierro la ventana y la cortina. Mi mundo privado nuevamente queda constituido. Prendo la radio y ya no quedan programas que escuchar (esto puede sonar pesimista: no es así. Todas las noches de los martes las radios transmiten hasta las diez). Un cassette, ¿pero cuál? Tengo ganas de escuchar un tango olvidado (¿o era oxidado, Fito?). Otra vez la pregunta, ¿pero cuál? Dos posibilidades: Gardel o Piazzolla, el clásico o el contemporáneo, el morocho o el italiano, el que canta como los dioses o el que hace maravillas con el bandoneón (¿el bandoneón que suena es de Ástor, Fito?).
Tomo los dos cassettes: cada uno trae fotografía en la portada. Gardel, el clásico Gardel de la gomina y los dientes inmaculadamente blancos (¿existirá alguna foto donde aparezca despeinado y con restos de comida entre los dientes?), mirando desde un ayer en blanco y negro (siempre tuve la duda: ¿en el pasado todo se veía en blanco y negro? Lo admito, soy un hijo de la televisión, pero por suerte quedé huérfano), desde el Buenos Aires mítico y fabuloso, no desde Francia ni desde Uruguay. Gardel es argentino y punto, che, se nota en su canto y su estampa. Y si no lo creen, ahí están los tangos que interpreta para corroborarlo todo.
Por otro lado está Piazzolla, que me ofrece un tango distinto pero tan bueno como el de Gardelito. Mira enclavado en un tiempo indefinido, en un lugar indefinido. Grabado en Milán dice la carátula. Pero, ¿lo que se ve atrás es Milán? Es sólo un estudio de grabación. Quizás este se encuentre en pleno barrio de la Boca, aunque a alguien le moleste el hecho.
¿Gardel o Piazzolla?
Es tarde, muy tarde.

DOCE
Son casi las tres de la mañana, mejor dicho lo intuyo, pues hace mucho tiempo que el reloj mural no funciona. Era muy bello. Recuerdo que cuando lo vi, quería encontrarte y contarte acerca de él. Por casualidad tu también lo viste y me lo compraste. Hacíamos el amor a su ritmo, dejando de lado a veces a nuestro compañero de ruta y desvelos. Su sonido fue muchas veces mi único acompañante: durante largas noches esperamos pacientemente tu vuelta, en cada tic-tac yo escuchaba la puerta abrirse, luego un pequeño murmullo, y el silencio, que se quebraba cada segundo, que me hacía estremecer, pues con cada segundo que pasaba tu llegabas y luego en el silencio te ibas, y volvías al siguiente segundo, hasta que un día no aguanté más y el reloj mural se convirtió sólo en un recuerdo de aquellos días y noches de tango, de risas y de amor, eterno en esos momentos.

TRECE
Nada, no busco nada, no miro a nadie, no comparto mi dolor, no hay nadie con quien compartirlo. Ya no queda nadie, nada. De todas maneras ya no estoy, desde el momento que saqué mis manos de tus senos, desde que huiste de mí; ya no soy el mismo, ya no. Me pierdo de todo, voy sin rumbo fijo hacia quizás que parte de mi mente.
No quiero, no quiero verte. Y no respondo por los daños hechos.

CATORCE
Mirada perdida contra la pared. Ladrillo, pintura, foto, una línea, manchas. Tu figura se dibuja mientras yo sonrío y al mismo tiempo una lágrima triste cae al suelo, haciendo menos árido el paisaje. Veo el contorno de tus labios, recorro tus pechos y tu espalda, admiro tus piernas y tu lejana entrepierna.
Tu cara, tu pelo, tus brazos ya desaparecen para convertirse en otras cosas que no son gratas. El cielo se cierra, se torna gris y comienza a llover. Todo se oscurece, también la pared.

QUINCE
Una muerte. Una dolorosa y triste muerte es lo que necesito. Desaparecer al fin. Sólo quedará mi recuerdo en las lágrimas que se derramen, pero pronto éstas se secarán y ya no estaré más.

DIECISÉIS
Ella dijo: “por fin he dado un poco de calma a mi vida y luz a mi hogar”. Yo dije: “lamento no haber estado ahí, lamento no ser parte de tu vida”. Ella dijo: “tú siempre serás parte de mi vida”. Yo no dije nada más. Ya había decidido que hacer y no podía dar marcha atrás. Lo que señalé acerca de lamentar no ser parte de su vida fue solamente un comentario que no requería respuesta. Sabía que no estaba considerado como parte de ella. Le dije que estuviera bien, que se cuidara, y que nos veríamos en el futuro. Y que recordara que la quería mucho. Ella me dijo adiós. Nada más. Luego cortó. Recién ahí dije adiós. Y nunca más supe de ella. Un día domingo, cerca de las seis de la tarde. Prendo la radio y comienza a sonar la siguiente canción: “Hasta entonces nunca me habían aterrado de esa forma los aeropuertos. Lléname de besos, lléname de abrazos, creo que anunciaron tu vuelo. Entre lágrimas tu figura es devorada por la gente, y una fiera mal oliente clava en mi alma sus afilados dientes, sus afilados dientes. Quedo con el sabor metálico de la soledad, y deshojo el calendario. Tengo miedo tengo frío y dudo, y hago repaso. Fugaz indeterminado como un sueño ha comenzado esta historia y no sé en verdad si fue real. Quien me iba a decir, que te iba a encontrar una noche casual, yo ejerciendo de torpe sentimental. Que haces aquí, a punto estaba de marcharme, que bueno es encontrarte, y tu y yo inmóviles, y en torno a nosotros giraban colores, pasaban horas, rostros, pasaban horas, rostros. Pero nada de esto era importante, así que háblame de ti, y no pares. Apenas te dejaba la música con su metralla cuéntame, como era todo antes. Aunque seriamente dudo si en verdad hubo un antes, sólo recuerdo bien, con nitidez, que hubo un después. Entre empujones entre la gente, me acerco torpemente, con taquicardia adolescente en aquel bar donde no entra ni un rayo de luz, sé que fuera, sé que fuera amanece, sé que fuera amanece. Nuevos encuentros, nuevas confesiones, y de repente me veo, perdido en un aeropuerto. Con las pesadillas que día a día me acompañan cotidianas, con las que me atormento. A que son bailan tus caderas, que sudores te alimentan, tengo tanto miedo, de que olvides, el camino de regreso, el camino de regreso”.
La canta Ismael Serrano. Terminó la canción y apagué la radio, la luz, todo. ¿Había algo más por hacer?

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Texto agregado el 03-09-2005, y leído por 278 visitantes. (0 votos)


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