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LA CABEZA
1989
Lola O. Soler

Hay una cabeza humana colgando de la entrada de la choza. Es muy pequeña, pero es definitivamente humana. Una cuerda atada a uno de los rizos del rubio cabello hace que la pálida y arrugada cara se balancee suavemente con la tenue brisa. Los ojos están cerrados, y su expresión es sosegada, como si estuviese en un profundo estado de meditación. La cabeza es diferente de las otras que se ven en las demás chozas de la aldea. Es una cabeza europea, de hecho es francesa.

John está sentado con las piernas cruzadas sobre una esterilla. La única decoración en la choza, aparte de la cabeza, es un viejo machete, colgado sobre la pared, encima de su propia cabeza.
Siro está sentado frente a él. Es joven, fuerte, y según los ayudantes de John, muy temperamental. Es el hijo del jefe de la tribu, y chapurrea bien el inglés.

- ¡Siro! – pregunta John, mientras bebe el vino de arroz con los ancianos de la aldea, que le rodean sentados en el suelo, iluminados por la temblorosa luz de las dos lámparas de keroseno que se encuentran colgadas de un palo en el centro de la choza de invitados – ¿Es la cabeza a la entrada de mi choza la de aquel famoso explorador francés que fue asesinado en la jungla?
Siro no responde, le dirige una mirada siniestra, la pregunta parece enfadarle, y continua bebiendo de su recipiente de madera.
-¡Bueno, no importa! – murmura John, quien se preocupa de haber ofendido a su anfitrión. Desde luego no es de muy buena educación hablar de cabezas humanas durante la cena, piensa, y menos en la cena de bienvenida, y aunque se decía que la tribu de los Dusun no había cortado ninguna cabeza desde 1925, era mejor tener cuidado, ¡por si acaso!

A John siempre le habían interesado los temas relacionados con tribus remotas, de costumbres ancestrales, y habiendo estudiado a esta singular tribu, se sentía doblemente fascinado por sus tradiciones, especialmente la de coleccionar y encoger cabezas, como los jíbaros, por eso, cuando le comunicaron que su próximo proyecto se desarrollaría en la mayor isla de la tierra, Borneo, y concretamente en la zona tribal de los Dusun, se sintió pletórico. Había aceptado el puesto casi a regañadientes, pues se había acomodado a vivir en la gran ciudad, casi convirtiéndose en una rata de oficina, todo el día escribiendo informes y proyectos, que estaba seguro no leía apenas nadie, a los cuales se les colocaba un número y languidecían en los enormes archivos del peculiar ministerio donde estaba asignado, y adonde había llegado procedente de la ONU., de su programa de voluntarios pero cuando supo que venía aquí se sintió feliz. La teoría del proyecto le encantaba, construir colmenas, hacer cestos, y plantar arroz o plátanos en la densa jungla, especialmente encaminado a que las mujeres pudieran valerse por sí mismas, y no depender tanto del hombre, si esto se consiguiese, la aldea entera se beneficiaría.

La capital de Malasia le divertía sobremanera, su potpurrí de gente y culturas le entretenía mucho, y lo mismo acudía a una discoteca de última moda, que a una boda india o a un nacimiento chino, sin contar las fiestas de los locales, los “orang asli” que eran los malayos originales, de mayoría musulmana.
El procuraba mezclarse con todos, pero últimamente se relacionaba más con la población de extranjeros que como él vivían y trabajaban en la cosmopolita “city” de Kuala Lumpur, especialmente desde que había llegado su esposa, una española a quién tampoco le molestaba viajar, aunque era más cómoda aún que él, y había decidido no acompañarlo en este primer viaje a Sarawak, se reuniría con él más tarde, cuando su propio grupo de trabajo llegase a Kota Kinabalu, en un par de semanas, se desplazaría entonces a visitarle, pero volvería pronto a la civilización, y aún le quedarían a él otro largo mes hasta su regreso.
Así que decidió que era mejor disfrutar de su inesperada y forzada soltería, y dedicarse a aprender un poco más de aquella peculiar tribu, que no llevaba demasiados años en contacto con el exterior, y todavía se les notaba la genuina sorpresa ante los extraños inventos que él había traído consigo, entre los que se incluían una afeitadora a pilas y varias botellas de vino, que esperaba le durasen al menos la mitad del tiempo que iba a pasar allí, pues no podría seguir bebiendo mucho tiempo el incoloro vino de arroz, que le producía un espantoso dolor de barriga.
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Carmen se encontraba contenta, por fin había podido deshacerse de John unos días. Últimamente bebía más que nunca, y cada vez estaba más obsesionado con la vuelta a las raíces, casi no se mezclaba con la comunidad de extranjeros que había en la ciudad, mayormente funcionarios de embajadas y de diferentes organismos, aunque cada vez era más numerosa la presencia de compañías extranjeras también, incluyendo una famosa cadena hotelera española. A John le había dado a sus casi cincuenta años de vida, por el misticismo, como un retornar a su antigua vida de “hippy”, y cada vez se sentía más harto de trabajar con maletín y corbata, así que cuando le dijo que había una oportunidad de visitar y trabajar en un proyecto de una remota aldea, de no sabía que tribu, para un par de meses, le animó a hacerlo, quizás le vendría bien para mantenerse sobrio unos días, y al mismo tiempo podría averiguar si realmente le interesaba vivir de una forma tan primitiva.
A ella no le importaba de vez en cuando tener alguna aventura exótica, pero realmente lo que le gustaba era escribir eternas notas sobre las personas que iba conociendo en sus viajes, el baile flamenco, y disfrutar de la compañía de sus amigos de diversas etnias malayas, entre los que se encontraban representadas las tres principales, su amiga Lida, china, Vas, indio, y Debbie, una “orang asli” llena de vida, que siempre andaba viajando por el mundo.
Pero quería mucho a John, y trataba de mantener un equilibrio un poco precario entre sus ideales y la forma de vida elegida, lo que conllevaba a infinidad de discusiones sobre las verdaderas metas en la vida de cada uno.
Ella misma había aceptado un viaje a la zona en la que se encontraba su marido, llevando a un grupo de flamenco como parte de una promoción gastronómica que se estaba llevando a cabo en el país, y aunque estaría una semana en un lujoso hotel, le había prometido que se pediría dos semanas de vacaciones para poder estar junto a él, y ver así si a ella le encandilaba la vida de la selva tanto como a él. La verdad es que se había decidido en un pronto, le vino la idea de que si conocía a ese misterioso grupo de nativos, que según John, se habían dedicado a cortar y encoger cabezas hasta hacía bien poco, armada con una buena cámara de fotos, podría escribir algún artículo para una revista de viajes, ganarse algún dinerito extra, y de paso probar en el mundo del periodismo. Carmen era una emprendedora nata, y siempre andaba planeando y metida en mil diferentes historias, así que lo organizó todo, adelantando su fecha de partida, cuanto antes se pusiera manos a la obra, mejor.


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John encontró la ocasión de volver a hablar del tema de la cabeza con Siro, varios días más tarde, cuando éste regresó a visitarlo, para organizar la recogida de Carmen, su esposa, quién había adelantado su viaje. Él era el encargado de autorizar la salida de la única camioneta hasta el pequeño aeropuerto, que se encontraba a varias horas de camino, y también de acompañarle, según la costumbre de la zona y por normas de la organización.

La euforia que le embargaba ante la llegada de su amor, hizo que retuviese a Siro en la choza hasta bien entrada la madrugada, bebiendo más y más del insípido vino de arroz, hasta que decidió echar mano de una de sus botellas, que aún tenía reservadas, y alargando la mano, agarró su vieja mochila.
- Siro, ¡tengo un regalo para ti! – Siro le miró.
- ¡Viene de España!, - añadió John.
- ¿Speña?, ¿eso lugar?
John sonrió.
- Es un país. Mi esposa es española – dijo John mientras abría su cartera y sacaba una foto que entregó a Siro.
- ¡Ah! Mujer guapa “musho”! – dijo éste, mientras miraba detenidamente la foto.
- Ahora está en “Kuala” – continuó sonriendo John – pero viene mañana a reunirse conmigo en la aldea. Hay muchas mujeres como ella en España, de hecho, ¡las españolas son las mujeres más bellas del mundo!
- Mi marchar “Speña”, mi quiero mujer española! – contestó Siro mientras se señalaba el pecho.
- ¡Bueno!, primero te daré tu regalo, -respondió John mientras arrastraba su mochila, metió su mano y sacó una de las botellas, que entregó a Siro, mientras leía la etiqueta.
– Vino de Rioja, mejor que el vino de arroz. Si te gusta el vino, te gustarán sus mujeres, - continuó John – ellas son iguales al vino, ricas, suaves, ¡de cuerpos llenos y turgentes!

Siro le miraba, pero no dijo nada, observaba fascinado el reflejo de la lámpara sobre el cristal con el oscuro líquido. Entregó la botella a John, que abriéndola, sirvió vino sobre los dos cuencos de madera que estaban en el suelo. Siro asió uno de los cuencos con ambas manos, examinó su interior a la poca luz reinante en la choza, y olfateándolo, puso un dedo dentro.
- Rojo – dijo – como la sangre humana.
- ¡Rojo!, como los labios de las españolas – le contestó John.
Siro se acercó el cuenco a los labios y tomó un sorbo. Hubo un momento de tenso silencio, mientras el nativo saboreaba deleitado el desconocido y templado vino.
- ¡Bueno! – dijo, mientras John asentía con la cabeza -¡mí “musho” contento con mujer del país de este vino!
- ¡Sí!, Carmen es mi segunda esposa, ¡es maravillosa! – volvió a asentir John.
- ¡Tú dar foto a mí, y yo contar historia del francés!


John quedo en silencio durante un momento, pero finalmente cogió su cartera y tomando la foto se la entregó a Siro
- ¡Toma!, ¡es tuya!
Siro contempló largamente la imagen de la mujer, morena, de pelo largo y rizado, se la adivinaba feliz, reclinada sobre la baranda de un viejo velero, el sol del Atlántico se reflejaba en sus ojos, negros como las noches de la jungla. Puso la foto en el único bolsillo de su destartalada camisa, en el pecho, a la altura de su corazón, se apoyó sobre la pared de la choza y comenzó su historia.

- En 1925, un hombre blanco, que luego supimos era francés, fue encontrado inconsciente cerca de nuestra aldea, con un machete en la mano. Nuestra gente no había visto nunca a un hombre blanco, mi abuelo le encontró. Lo llevó hasta su choza, le puso en el suelo, ahí mismo.

Siro señaló hacía el lugar donde John dormía.
– Nuestra aldea pensó que era un dios, le trajeron muchos regalos, mujeres para amar, monos para comer y vino de arroz para beber. El francés tomó de todo, pero una noche bebió demasiado vino de arroz. Anduvo borracho y tambaleante a través de la aldea, hasta que tropezó y cayó sobre una piedra afilada, se cortó la mano y dejó caer su machete. Mi abuelo vio la sangre manar de su mano izquierda, ¡no era un dios! Corrió hacia él, empuñó el afilado machete, ese mismo que cuelga sobre ti, y emitiendo el grito de guerra de la tribu le cortó la cabeza, que, como has podido comprobar, también continúa aquí.

Siro señaló a la cabeza encogida, que arrojaba su larga sombra sobre el suelo de la choza y terminaba sobre las rodillas de John.
Éste, agarró la botella de vino y bebió largamente de ella. El chillido de un mono se oyó por encima de los árboles, mientras las fantasmales sombras proyectadas por la lámpara, bailaban sobre la oscura piel de su anfitrión.

Siro sonrió y John se relajó, sintiéndose cada vez más borracho. Tomó otro trago del vino rojo sangre y miró al indígena. Sus ojos se encontraron por un momento, John levantó su mano izquierda y la cerró fuertemente.
- ¡Siro! – murmuró John con voz estropajosa – ¡enséñame como reducir una cabeza humana hasta el tamaño de este puño!

Hubo un largo silencio, la cara del nativo se tornó aún más oscura, parecía que le hervían los ojos, calientes y rojos. La lámpara cerca de la esterilla chisporroteó, una mariposa de la noche se había posado sobre ella, mientras que una ligera brisa mecía la rubia cabeza que colgaba de la entrada.
El silencio crecía por momentos, el balanceo de la cabeza era hipnótico. Delante y atrás, ida y vuelta, izquierda a derecha, derecha a izquierda…

-¡Mierda! – gritó Siro, dando un fuerte golpe con el puño cerrado sobre la esterilla en la que los dos hombres estaban sentados, hizo que uno de los cuencos derramara el espeso vino que contenía, formando un enorme charco carmesí entre los dos.
Los ojos de John parecían querer salir de sus órbitas, y las gotas de sudor que poblaban su cara parecían talmente de sangre, mientras que el rojo vivo del líquido derramado titilaba débilmente bajo la luz de la lámpara.
-¡De acuerdo!, - volvió a gritar Siro, mientras que apuntaba con su dedo violentamente hacia la tétrica cabeza. – Te enseñaré a reducir una cabeza de tu tamaño a la del francés, ¡¡si tú me das a tu esposa!!

Entre las espesas brumas que poblaban su cabeza, sin abrir siquiera los ojos, adivinó los fuertes rayos del sol que se filtraban por entre las hojas trenzadas del tejado de la choza, mientras que una peluda y morena mano lo sacudía hasta despertarle totalmente. Siro arrojó una talega llena de fango junto a las esterillas donde dormía John, mientras que levantaba al mismo tiempo la mosquitera que llegaba hasta el suelo y que le envolvía. Un ojo sanguinolento le miraba desde la masa de negro fango. No pestañeaba.
-¡Dios mío! – Gritó John, mientras se sentaba de un salto sobre su duro regazo, aún medio dormido, y con un traqueteante dolor de cabeza que le empezaba en la nuca y parecía perderse dentro de él - ¡Has matado a alguien!
- ¡Hah!, nuestra generación no tiene tanta suerte – dijo Siro mientras miraba hacia el viejo machete que colgaba de la pared -¡Esta es una cabeza de mono, pero nos servirá!

Hizo una pausa, y miró largamente a John, que se palpaba la cabeza y no entendía nada de lo que estaba ocurriendo.
- ¡Escucha! – Volvió a repetir Siro, apuntando hacia la talega –Este fango negro viene de unas cuevas termales situadas bajo la cascada de Laka, que está a unas dos millas de la aldea. Este fango es muy espeso, la cabeza de mono se entierra dentro, con un ojo abierto, para mirar a los dioses. El fango termal se secará lentamente en dos semanas, y romperá el cráneo, encogiéndolo, y cada día será un poco más pequeño

John miró a Siro, asombrado de que éste le contase uno de los más escondidos secretos de su tribu, mientras intentaba recordar que había pasado durante la noche. Cuando bebía mucho, siempre le pasaba lo mismo, sufría una especie de amnesia, la cual Carmen le reprochaba infinidad de veces, avisándole de que un día le pasaría algo grave, y lo olvidaba todo, pero generalmente, durante la mañana iba recordándolo poco a poco.


Sacó su cuaderno de notas y comenzó a escribir lo que Siro iba diciendo; no había nada escrito sobre el proceso usado por la tribu Dusun para reducir cabezas. Él lo había buscado durante años, era el gran secreto de los “cazadores de cabezas”, y ahora, por fin, iba a aprender ese secreto. De repente se detuvo, algo le vino a la cabeza.
-¡Esto es muy raro! – Pensó - ¿De qué hablamos anoche?

Miró hacía la puerta de la choza, donde se encontraban dos cuencos de madera y varias botellas de vino vacías.
-¡Vino!, ¡le regalé el vino! – mientras pensaba, su mano alcanzó su cartera y la abrió. La foto de Carmen no estaba allí, se puso aún más pálido si cabe.

Empezaba a recordar, ¡ella llegaba hoy! ¡Tenía que salir corriendo a buscarla, era un largo camino hasta el aeródromo, y no podía dejarla sola en aquel diminuto aeropuerto, robado a machetazos a la espesa jungla que lo engullía todo, especialmente si se hacía de noche, Carmen se sentiría horrorizada.
- ¡Siro! ¡No me cuentes nada más!, - dijo John atropelladamente – ¡debemos salir a buscar a Carmen al aeropuerto!, llegaba a media mañana, no podemos retrasarnos. Me lo cuentas todo luego, cuando regresemos, ¡o mañana!

Se puso en pie precipitadamente, acomodándose sus arrugadas ropas como mejor podía, y atusándose el pelo, mientras se dirigía rápidamente hacia la puerta de la choza.

Siro continuó pausadamente con su explicación, ignorando la urgente partida de John, quién no había notado los dos grandes bolsos de viaje ni las dos cajas de vino que se encontraban apiladas junto a la puerta, ni a la sonriente mujer que se acurrucaba, sorprendida, junto a ellos.

- …¡Un poco más pequeña, hasta que llega al tamaño de tu rodilla! Entonces pelamos el fango de alrededor de la cabeza y la dejamos a remojar en el agua…

Texto agregado el 14-09-2005, y leído por 159 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
15-09-2005 Muy buen relato y bien trabajado!! "lo que hace el vino" y el del arroz!! mis felicitaciónes y por supuestos mis votos***** besossss nilda. PA: Luego de leer el que te recomiende!!!!! lee a "arielhijodenilda" nos dedico a nosotros sus padres una narración que me ha llenado de orgullo y me quito un poco de tristeza que acumulaba mí triste corazón. (viaja a México el 26 de este mes") nilda
 
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