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De pequeño era hiper quinético. Al llegar a la pubertad ese exceso de energía se transformó en una libido alta y constante alimentada por una imaginación romántica e ingenua; la única forma de calmarme que encontré fue consumir cigarrillos. Más adelante llegué a convencerme que poseía una personalidad propensa al uso de drogas y, sin poder ser catalogado como un adicto crónico debo confesar que sí cometí más de un abuso: Al llegar a los veinte años llegué a creer que moriría a los sesenta. Al llegar a los veinticinco años, llegué a creer que moriría a los cincuenta. Al dejar las drogas o el cigarro - porque voluntad nunca me ha faltado - retornaba en mí una libido furiosa. Comencé entonces a leer como un hambriento, cada diez páginas cerraba el libro por alguna idea que me embargaba y escribía, escribir no me satisfacía, era un sucedáneo momentáneo, al retornar a la lectura el fenómeno se repetía..., entonces me fui oscureciendo, y buscando poco a poco material más oscuro, difícil y macabro. Ello me fue separando cada vez más del mundo de la gente de todos los días. Logré salir de dicho embrollo con el descubrimiento de la actividad física. Busqué trabajos que exigían una intensa actividad muscular y descubrí la posibilidad orgánica de fabricarse uno mismo la propia droga que el cuerpo amerita: extenuación física en ayunas (despierta las glándulas hormonales paralelas al efecto del consumo de heroína). Consumición de carbohidratos justo antes del trabajo forzado (la sangra se acelera y se carga en el cuerpo a medida que se queman rápidamente las energías, ello redunda en un incremento de la actividad mental similar al consumo de la marihuana o de cualquier sustancia psicodélica). Y fui experimentando..., y fui experimentando en la ecuación concerniente entre lo que se consume y las energías que se queman mediante la actividad física. ¡Eureka!.



Opté entonces por trabajos duros en los que no necesitaba hablar con nadie y, a medida en que quemaba energías iba profundizando en mis propios pensamientos hasta que éstos adquirían las características de visiones extáticas. Recuerdo una vez, lavando platos en un restaurante Neoyorkino como se formó un paisaje en mi mente y vi caer una pirámide del cielo, yo me hallaba junto a una mujer de la misma tribu de "mi gente" y, cuando la pirámide tocó el suelo, hubo una explosión ambarina que eliminó la conciencia de los habitantes de ese período planetario y todos corrieron y trataron de huir despavoridos como hormigas; la mujer a mi lado y yo nos soltamos las manos (el mundo ya no nos pertenecía), recuerdo que me encerré en el baño del pequeño restaurante a llorar, luego me sequé la cara y continué lavando los platos. Al día siguiente de lo que les acabo de redactar...



Alfredo, el camarero, me dijo entre lágrimas que su tío había muerto. Al igual que yo, él estaba prácticamente solo en una ciudad inmensa. Hicimos una pequeña colección de amigos y fuimos juntos a su casa a pasar junto a él su pena.



Era un amigable loft en Brooklyn, Williamsbourg, zona negra latina y ortodoxa judía en su parte meridional. Bajando de la línea J del metro se atravesaban cuatro mundos completamente diversos hasta llegar a la casa de mi amigo, compartida, no está demás decir, con dos chicas estudiantes Colombianas (Ana y Gabriela) y un chico Japonés adicto a la guitarra eléctrica. (No está demás aclarar tampoco que en las grades urbes el compartir los espacios domiciliales es una cuestión de necesidad y de conveniencia y nada tiene que ver con el hecho de seren o no parejas; el respeto por la privacidad de los demás es básico para la propia supervivencia).



No suelo consumir alcohol pero esa noche no iba a hacer reparos; tres rondas de cerveza, muestras de fotos del tío muerto en la víspera, tres rondas más, cuatro, cinco. una botella de ron en honor al tío, otra más, también en honor al tío, una vaca entre los nueve, se van cuatro a la calle a las dos de la madrugada; y se va la luz y en la calle se escuchan gritos alarmados, no hay un solo bombillo encendido a la redoma y la gente teme por saqueos.



Hay dos velas en la casa, encendemos la primera, las chicas se hallan durmiendo en amplios cojines; John, el chico japonés nos hace compañía y es una grata compañía, el cabello le cae en cascadas en las sienes y con la poca luz su espíritu se materializa en cualquier cosa, se convierte para mí, en esos momentos, en el espíritu protector de la casa, a veces parece chico, a veces parece chica, otras veces su rostro es como una pantalla en la que se proyecta cualquier cosa y de pronto me doy cuenta que me está proyectando seres que me avisan de un peligro.



Alfredo cae de lado completamente borracho y se le escurre la baba, le quito los zapatos y le desabrocho el botón superior de la camisa y con una fuerza sobrenatural moral le quito la correa, de tal manera puede estar tirado como le de la gana sin que pague al día siguiente por ello. El chico Japonés lee los gestos y en ese momento se bate sola una ventana de un solo golpe furioso y entra el viento silbando bajo la puerta. Los pocos que están despiertos se sobresaltan, una de las chicas Colombianas gime en sueños y yo no tengo a quién decirle que aquí hay una presencia. En la calle se escucha el grito excitado de los gatos y se escuchan pasos tras la puerta. Tomo la mano de Alfredo que en ese momento está durmiendo y la aprieto suavemente, en ese momento regresa la luz.


Texto agregado el 30-09-2005, y leído por 144 visitantes. (0 votos)


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