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Se había acabado, mi matrimonio quedó concluido esa misma tarde. Él salió airoso del asunto del divorcio y se llevó una buena parte de mi fortuna, jamás lo hubiera pensado. Cuando nos conocimos todo era maravilloso y duró así mucho tiempo. Creía que había llegado a conocerle y que nos entendíamos, pero él quería un hijo y yo no podía dárselo. Era tan orgulloso que ni siquiera aceptaba uno adoptado. Aún tengo fresco en mi memoria el recuerdo de aquella tarde y de lo que hice después, no quería llorar, al menos no delante de él. Salí de la sala, mientras Dani aún celebraba su victoria con el abogado. Había dejado el coche en la puerta, pero pasé de él. Empecé a caminar sin saber hacia donde, con la cabeza llena de frustración y desasosiego, la tarde dio paso a la noche, ésta caía fría. Me arropé con mis brazos y seguí caminando, ahora por inercia, con la mirada perdida en el vacío. Pasé por el puente de piedra que unía las dos partes de la ciudad, yo acababa de dejar la más nueva y al fondo, frente a mí, se veía la antigua. No acabé de cruzarlo, me asomé lentamente y la quietud se apoderó de mí mientras miraba aquellas escasas aguas turbias. Me acerqué más... pronto me descubrí subida en la vieja piedra mirando hacía abajo e inclinándome cada vez más, el puente estaba perdiendo su atracción y casi me dejaba volar hacia abajo. De pronto, un sonido me sacó de mi abstracción y el puente me atrajo firmemente contra él. El llanto de un niño... fui corriendo, desde luego, esperando encontrar a su madre con él. Busqué por todos lados y al final di con la criatura, estaba bajo el puente, envuelto por completo en una sábana blanca, parecía no tener más que unos días por el peso y el tamaño. Lo desenvolví con cuidado y casi se me escurre de entre los brazos al gritar. Era... horrible, apenas parecía humano. No obstante, aquel fue desde entonces el hijo que nunca pude tener. Desde aquel día el niño fue creciendo en mi regazo, oculto a la luz pública. Mi vida había dado un gran giro en tan sólo un día.
Los primeros meses fueron los más duros, no podía dejarlo sólo y tampoco podía dejarlo a cargo de nadie, así que estuve todo el tiempo encerrada en casa. Sin trabajar, sin salir a la calle, sin dar apenas señales de vida. Pero no importaba, el dinero me sobraba y no vi mejor manera que esa de gastarlo. El niño fue creciendo y a la edad de dos años aún no sabía articular palabra. Parecía un animal. Cuando quería comer enseñaba los afilados dientes que le habían brotado y se llevaba la mano a la boca. Cuando tenía sed juntaba los labios y pasaba su puntiaguda lengua produciendo ruidito continuo. Cuando tenía sueño se arrastraba sin que me diera cuenta hasta mi cama. De vez en cuando sacaba la lengua para indicar que estaba contento o agachaba la cabeza para expresar descontento o tristeza. Entonces decidí enseñarle a hablar poco a poco, tampoco podría enviarle al colegio y tarde o temprano acabaría enseñándole a escribir también. Empezó con el abecedario...
El niño aprendía rápido. En dos semanas ya sabía el abecedario y su correcta pronunciación, ahora empezaría con la unión de letras y luego la formación de palabras. Al niño parecía que le gustaba aquello, de vez en cuando reía y se pasaba la lengua por los colmillos y ella ya empezaba a experimentar lo que siente una madre hacía su hijo. Ella notaba los ojitos con los que le miraba su pequeño, tan tiernos y expresivos... parecía que tuviera una inteligencia escondida delatada únicamente por aquellos ojos de un color burdeos intenso y penetrante. A la vez, Ana cada vez lo veía más inquieto. Ella suponía que era la edad, el niño aprendía cosas nuevas cada día y ya empezaba a relacionar palabras, pero aún no sabía coordinarlas en una frase coherentemente. Tenía fijación por una palabra: eso disito. Ana le preguntaba en versión infantil que qué significaba esa palabra y él sonreía y la volvía a repetir una y otra vez. Ana no le dio importancia, los niños suelen inventarse palabras o hacer construcciones verbales indescifrables, únicamente válidas para ellos. Pasaron los días, las semanas, los meses... el niño había crecido en tres años el equivalente a uno de ocho o diez y había adquirido mucha fuerza. Ana ahora podía salir con más frecuencia y dejar al niño solo, pero ya no le gustaba la calle y apenas se le veía fuera de su casa. Un día sorprendió a su hijo en la cocina hurgando en cajones y armarios, había cogido un cuchillo de partir carne brillo bonito dijo y se abalanzó sobre Ana, la agarró del cuello y atravesó su cabeza hasta llegar a la nuez. Ana se desplomó contra el suelo con el niño aún encima. Éste empezó a reír y a mirarla con aquellos ojos que tanto maternalismo transmitieran a Ana meses atrás. Entonces el ser sacó el cuchillo y metió las manos en la brecha. Tiró hacia u lado y otro hasta abrir un agujero algo mayor y extrajo la masa encefálica. Luego se la comió lentamente y al acabar dijo: sesos, exquisitos.


Extraído del libro "El Lado Oscuro del Cuento" de Víctor Morata Cortado

Texto agregado el 12-11-2005, y leído por 95 visitantes. (0 votos)


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