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Presto se nos echan encima las navidades y Pedro sigue incógnito. No hay nada de maravilloso en esta celebración para él estúpida y sin sentido, sin color, sin sabor... Cuando era niño aún disfrutaba en su ignorancia de la fecha, pero conforme había ido creciendo y madurando las cosas habían ido tomando otro cariz, sus recuerdos parecían serlo de otra gente que la que le rodeaba cada año. Su familia, su querida y falsa familia. Era todo muy confuso, pero Pedro había aprendido en estos últimos años a diferenciar la realidad de la ficción, y aunque bien pudiera ser realidad en muchos hogares no lo era en el suyo. Todo se presentaba decepcionante, la sola idea de unas navidades más en familia creaba en él un malestar notable y una necesidad inevitable de vomitar. No podía hacer más que dos cosas: quedarse mudo y quieto durante la velada o no aparecer. Prefería esto último, se sentía engañado, no por las navidades y esos cuentos que te cuentan de crío que sí quieres te los crees y si no, no hay regalos, sino por la hipocresía que le había envuelto sin tan siquiera darse cuenta, por los mimos y besos de sus tías y el ánimo de sus tíos, no siendo más que dulces preludios de una cruda puñalada a sangre fría. Ese año no les dejaría que siguieran actuando, desde luego echaría de menos a los pocos en los que podía confiar (aún), pero bien valía la pena desaparecer durante una temporada. Lo más lejos posible...
Las calles estaban desiertas, de vez en cuando se veía a alguien que llegaba apurado a casa con algunos paquetes bajo el brazo y sonrisa cómplice, sonrojado por el frío. Algún borracho entonando las típicas canciones navideñas con ciertas variaciones obscenas y los escaparates llenos de luces parpadeantes y juguetonas. Y allí estaba él, ni siquiera estaba abierto el bar, ningún bar donde pudiese tomar una copa. Le apetecía ver gente conocida, gente con la cual se llevaba bien y congeniaba, gente que no tenía prisa por volver a casa y con ganas de charlar. Lamentablemente todos tenían algo que hacer o celebrar, por imposición o por costumbre. Y Pedro se seguía preguntando el por qué de esa celebración, él no era católico, creía en algo, lejos de lo que era aquello. Cierto que une a la familia, pero, a veces, más valdría que no fuese así. Y luego todo ese dineral derrochado en pos de los centros comerciales que desde hace años tienen el negocio montado con eso de los reyes y Papá Noel, la era consumista, el efecto dos mil, el fin del mundo... vende, ¡todo eso vende! La noche se presentaba más fría de lo normal, pronto empezarían a abrir los locales y se podría embriagar hasta perder el conocimiento de su propio nombre, mientras, en las dos horas que le quedaban, sólo podía andar de un lado a otro para no enfriarse demasiado. Un cigarrillo en los labios y parecía hacer menos frío, el vaho se mezclaba con el humo denso del tabaco y Pedro parecía una chimenea. A veces, mientras caminaba veía a la gente sonreír o carcajear por los ventanales de sus salones, toda la familia cantando y riendo sin parar mientras brindaban una vez más por los años venideros y en concreto ese. Todo parecía pura felicidad, y Pedro se preguntaba cuánto de incierto habría en cada una de esas risotadas, cuánta gente reiría falsamente por la broma pensando en cómo joder al prójimo... todo era una gran mentira, él lo sabía y la gente que disfrutaba de esas encantadoras veladas también, y reían con la sana intención de, como en un sueño, disfrutarlo al máximo antes de que se acabase y despertaran sumidos en la más auténtica de sus pesadillas, pero sus ojos eran tristes, pensaban todos lo mismo: “ojalá que esto sea así siempre, no quiero despertar...”. Pero luego despertaban y se encontraban envidiados por sus hermanos, amenazados por sus cuñados y repudiados por sus padres y suegros, todos a una. Pero eran felices, aguantando, sufriendo y esperando... Pedro se había cansado de esperar. Siguió caminando, es lo único que podía hacer.
Al volver una de las frías esquinas de la calle casi cae sobre un amasijo de ropa que contenía a un hombre envuelto en su interior, un mendigo. Apenas pareció inmutarse, solamente levantó una botella y dijo:
- ¡Eh, chaval!, ¿Quieres un trago? – aquel hombre dejó ver su desaliñada barba y una sonrisa sin apenas dientes a la que no pudo resistirse Pedro - ¡Venga coño, que pareces helado y esto calienta un huevo!
Pedro agarró el cuello de la botella y tras un corto periodo de titubeo se la acercó a los labios y empinó el codo. El ron entró con fuerza, provocando un infierno en su estómago que le resucitó del frío. Tosió y dio un segundo trago más generoso. Esta vez entró más suave y se deleitó con el sabor de aquel licor barato.
- ¡Ey, te he dicho un trago, no toda la botella, muchacho!- alargó la mano mientras seguía sonriendo. Siempre sonreía. Luego de dar las gracias, Pedro y aquel hombre se quedaron mudos y quietos, el hombre siempre sonriendo entre trago y trago. - ¿Te has perdido muchacho?
- Me llamo Pedro – dijo muy puesto en su sitio, con seriedad y firmeza.
- No te he preguntado tu nombre, muchacho, digo que si te has perdido o algo así. – Nunca dejaba de sonreír y Pedro se preguntaba dónde estaba la gracia.
- No, no me he perdido.- Pedro no estaba dispuesto a contar sus intimidades o a hablar más de la cuenta con un extraño, aunque no parecía mala gente a su parecer prefería guardar un poco las distancias.
- Esta noche en la calle solamente hay mendigos y muertos, ¿tú qué eres? – la sonrisa de aquel hombre se hacía incisiva y estaba empezando a agobiar a Pedro.
- No soy un mendigo – no estaba para bromas.
- No tienes pinta de ser un muerto.
- No me digas. – Era lo único que le faltaba a Pedro esa noche, un mendigo harapiento y apestoso que le hinchara los cojones.
- Bueno, yo he visto muchos y la verdad, no tienes pinta de ser uno. – Sonriendo, siempre sonriendo...
- A la mierda viejo – no sabría decir la edad que tendría aquel hombre, pero con relación a la de Pedro, sin duda era un anciano. Escupió a la carretera y se dio media vuelta. Se sentía incómodo con aquel tipo y no tenía por qué aguantarlo. Hizo amago de irse, pero el hombre le interrumpió.
- ¡Espera muchacho! ¿Llevas un pitillo o dos? Son para esta noche tan especial... – fue la única vez que no sonrió, su cara se tornó triste y afectada. Por dentro seguro que se estaría riendo a más no poder. El mismo numerito de todos los días para ganarse la vida.
- Toma – sacó tres cigarros y se los puso en la mano, a lo cual el hombre respondió con una amplia sonrisa.
- No tendrás unas monedillas para un café ¿verdad? – la sonrisa creció.
- No pienso darte nada más viejo, toma cuarenta duros y date por satisfecho – era una noche fría, negra y solitaria. Aquel hombre no dejaba de sonreír.
A Pedro le pareció ver un extraño destello en los profundos ojos del anciano y un escalofrío le recorrió la espalda. No debería estar allí, no esa noche, hacía un frío glacial y apenas iba lo suficientemente abrigado, aquel hombre no paraba de sonreír y se estaba mosqueando al borde del enfado. No era una noche para salir de casa, solamente hubiera tenido que aguantar. Entonces el hombre volvió a hablar, sacando a Pedro de su abstracción.
- No tendrás un alma vieja y gastada en desuso ¿verdad?¿Sabes?, eres un muchacho afortunado – y se abalanzó sobre Pedro, envolviéndolo con sus harapos y dejando de él nada más que huesos. –Ya no tendrás que volver a pasar por esto. Solamente hubieras tenido que aguantar, Pedro. La calle es muy peligrosa muchacho, nunca se sabe lo que te puedes encontrar. Se avecina un año lleno de sorpresas. Ja, ja, ja...
Las campanadas sonaron y enseguida el alboroto inundó las calles, todos gritaban y saltaban de alegría celebrando la entrada del nuevo año. Todos excepto uno, que ya no estaba. El anciano sonreía, siempre sonreía y se levantó de un salto gritando:
-¡¡Feliz Año Nuevo!! ¡¡Feliz Año Nuevo!! Ja, ja, ja...


Extraído del libro "El Lado Oscuro del Cuento" de Víctor Morata Cortado

Texto agregado el 12-11-2005, y leído por 81 visitantes. (0 votos)


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