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A Héctor Díaz Lemus,
por su decisión



Un rechinar de neumáticos lo alertó.
Se disiparon los baños de barro medicinal como volutas de cigarro. Una mentada de madre se coló por el vidrio lateral del automóvil borrándole a Domínguez sus recientes vacaciones en las Termas de Puyehue. Nuevamente se había engañado a sí mismo por ese defecto –para algunos, virtud- de escaparse de la realidad aunque fuese por unos segundos.
Se despabiló que manejaba su fiel V16 y tenía que virar en Vicente Pérez Rosales para dirigirse a su parcela en Llanquihue. Por el parabrisas supo el motivo de tan repentina frenada: el semáforo sin luz había ocasionado un accidente que podía arreglarse con palabras entre un motociclista y quien latigaba una yunta de caballos. Se dio cuenta que sus oídos despertaban con la voz de Joaquín Sabina que cantaba:
Cuando la muerte venga a visitarme, que me lleven al sur donde nací, aquí no queda sitio para nadie, pongamos que hablo de Madrid…
Poema que competía en volumen con el celular que, desde el asiento del copiloto, anunciaba la entrada de una llamada.


*

Domínguez no tenía reparos en eso de fugarse de lo visible y tocable, desvarío que lo hacía mirar perdidamente el entorno y volver como si nada. Por sus gafas merodeaban suplementeros con cartones de la suerte, estudiantes con nariz de payaso haciendo malabares y campesinos ofreciendo por unas monedas sus verduras recién arrancadas del terrenito cercano a la ciudad. En más de una ocasión llegó a casa con algo que no podía recordar dónde y cómo lo había conseguido. Común era encontrarse con una biblioteca de folletos de autos, promociones de supermercados y vales de bombas de bencina en el asiento trasero. Lo era también recibir bocinazos acusándolo por el taco que provocaba cuando se dormía con los ojos abiertos y sus dedos se deslizaban por el volante como si estuvieran tocando piano. El espejo retrovisor era testigo de amenazantes y empuñadas manos. La mirada miope de Domínguez bajaba a la caja de cambios y al pedal del acelerador. Se sorprendía por ese puente del plácido letargo a la voluntaria acción; una sonrisa esbozaba al amigarse las yemas del gordo, índice y medio con la perilla del dial, viajando de la Amplitud Modulada del “Diario de Cooperativa” al programa “Servicios legales”, de la radio Estrella de Llanquihue. “Eres entero a-e-me, a-e-me de amante melancólico”, le reprochaba con sarcasmo su mujer.
No sólo la música lo llevaba a otros ambientes. La lectura dominical en el Parque Industrial le inyectaba una dosis de éxtasis. Jóvenes que exhalaban fuego de sus bocas, otros que dominaban espadas y pelotas en el aire, y unos pocos con el torso desnudo que, al ritmo de la capoeira, hipnotizaban al transeúnte y a Domínguez, quien los mezclaba con los personajes de su libro creando otra novela. No se percataba del tiempo hasta que el atardecer invitaba a los transeúntes a abrigarse en un boliche de música folclórica y sencillo menú de sandwiches y tragos. Un encendido de faroles anunciaba el despertar de la Luna. También de él.
Cuando viajaba en tren vivía la misma experiencia. Su nariz pegada al vidrio lo llevaba a reconstruir su infancia en el campo con alegría y sin prisa. Sentía esa calidez y escarcha de la Araucanía, uniendo retazos de fotografías sepia y volviendo luego a la realidad con un leve golpe en la cara por el traqueteo de los rieles. “Qué ironía -meditaba- despertar de un sueño por unos durmientes”.
Una vez al mes repetía el trayecto Puerto Varas-Temuco para ver y conversar con sus padres. Del último encuentro, el otoño se había despedido hacía meses y la celebración de las Fiestas Patrias pasó sin noticias, cartas ni llamados telefónicos.
Cada viaje era una siembra de esperanzas. Si su vieja estaba mejor de los achaques propios de quien ya cumplió los setenta de una vida dedicada al cuidado de tres hijos como si fuese un voto más que prometiera cuando se casó. Del papá, su mejor hincha de tiempos futboleros en el colegio, Domínguez anhelaba verlo lleno de energía pese a estar en una casa de reposo. Sin embargo, cada ida lo devolvía más al sur con una cruz, al recordar su voz más débil; verle andar a ritmo de temblor y tantearle sus manos sin fuerza ni para recoger un cuchara. Aquella vital mirada que conoció gobiernos radicales y golpes de estado sólo sabía del día a eso de las diez y media, siempre y cuando evitara ladinamente tomarse los calmantes en la noche anterior.
Ese asilo plagado de remedios, vómitos, orines y naftalina, donde un televisor blanco y negro era el cartero de lo que pasaba afuera, le provocaba náuseas a Domínguez, más al darse cuenta que las narraciones de su padre se originaban en la confusión de un hombre que rememoraba lo que jamás sucedió. En más de una ocasión, como hijo y cliente con las cuentas al día, alzó su voz ante la dirección de la clínica por las dosis y reglas de convivencia exigidas. La lejana risa de su taita lo apaciguaba y las caricias de su madre lo hacía acurrucarse para escuchar las campechanas noticias de una lengua que se asomaba y escondía entre una alicaída dentadura.
-Oiga, mijo, hay que hacer la cosecha de papas antes que se venga el aguacero del Dieciocho, mire que si no, vamos a perder sus güenos quintales ¿paró la oreja? Dígale una palabrita al maestro Macario, que le preste las máquinas, después arreglo con él por lo de los caballos que le pasé pal’ rodeo del año pasado ¿se acuerda?… Dominguito, hablando de animales, mándele un recado a don Tiberio, el del fundo de Los Yáñez, dígale que voy pa’allá como en… unas dos, o tres semanas… mejor, no le diga na’, dígale que dije yo que lleve a talaje al ganado, las vacas y los terneros, que me huele que deben estar bien flacuchentos con esta sequía… ¿No se la vaya a olvidar? Ah, me olvidaba, recoja toda la caca del corral de las ovejas y la tira en el cultivo de los claveles y rosas que tiene la mamá detrás de la noria… mire que debemos pensar pa’ más adelante con esa venta, porque la de miel y mora del verano se viene malena canta el tango…
Historias que se repetían cada treinta días. Frases nacidas de la senectud de un padre, a quien el sol regalaba un brillo del cielo en sus ojos al ver a su hijo, al menor, allí, siendo todo oídos. Imagen para una postal salvo por esa lastimera realidad de enfermeras y comidas para huelguistas y pacientes siquiátricos. Una paradoja salpicada de preguntas si sacaba lustre a aquellos concurridos domingos con platos de entrada y fondo, sin que faltaran ensaladas chilena, de apio palta, flanes caseros, jarras de vino con durazno o frutilla en la mesa de mantel floreado, quedando estómago para un té de hoja y tiempo para el comadreo de ellas, y juego de brisca de los hombres.
Un anciano que no dimensionaba su realidad. Ella tampoco que, mientras simulaba mirar con interés un huérfano jardín con un fondo de paredes carcomidas por la lluvia y el viento, tejía y deshacía el punto de un chaleco para su nieto. Le volvía el brillo a sus ojos cuando compartía con otras vecinas sus recetas de pastel de choclo, cazuela de ave con chuchoca si no “se pierde el aroma a campo”, o el budín de pan duro remojado que, después de una hora en el horno, se embetuna con mermelada. El viejo sacaba de su chupalla, cada vez que iba su concho, añoranzas de juventud. Como su marca de diez segundos en los cien metros planos ¡sin zapatos! O sin haber terminado las Humanidades estar más de cuarenta años en una industria textil hasta que la expropiaron, ganándose el respeto de pares, jefes y dueños.

*

Domínguez se percató de la luz verde del semáforo. Su celular seguía iluminando una llamada que, por el visor, reconoció que era del asilo. Su corazón se puso a latir más rápido y unas gotas de transpiración descendieron por la frente, señales de realidad al mover sus labios al ritmo y letra de la cinta:
La pupila archivó, un semáforo rojo, una mochila, un peugeot, y aquellos ojos miopes y la sangre al galope por mis venas y una nube de arena, dentro del corazón, y esta racha de amor sin apetito, los besos que perdí, por no saber decir: te necesito…
Afuera olía a combustible. Señal de ciudad pero también brotaba la frescura del campo entre sandías y melones calados por el accidente. Escuchó una voz interior. Sumó, restó y concluyó algo que tenía como una puntada en el pecho: la estadía de sus padres por tres años en ese geriátrico debía terminar. Había que dejar odios y rencillas de antaño -como que ellos no aceptasen su matrimonio con una mujer embarazada de cinco meses sin querer dar el sí en la iglesia-. Todo ese resentimiento acabaría porque los extrañaba. Y los quería como fuera, y para ellos, él era lo a más la mano pues la parentela cercana había partido a la capital, y algunos estaban bajo tierra; su hijo mayor siguió la vocación docente en una escuelita en Ancud y el del medio dedicaba horas al turismo en Caburgua.
Domínguez era la respuesta, y él mismo se aprobaba asintiendo con la cabeza. Revivía a su madre bordándole el apellido en la cotona café con leche, y al padre que, tras la salida del turno de noche, le dejaba su colación en el velador. No hay otra salida, meditaba con expresión afirmativa estampada en el espejo. “Debo rescatarlos”, susurró mientras la fila de vehículos comenzó a avanzar. Los traería a su casa en las cercanías del segundo lago más grande del país. Les tendría un verde y amplio terreno donde cultivar frutas, verduras, criar gallinas, pavos, lo que quisieran, pero por sobre todo un espacio para reconstruir parte de su pasado.
Un halo de felicidad iluminó el interior del V16. Intentó acelerar, doblar en la autopista y contestar el teléfono, todo al mismo tiempo. Decirles que iría a buscarlos ahora ya, que tomaría la 5 Sur y en algunas horas los abrazaría. Que no los quería volvería a abandonar, que le perdonaran aquel destierro. Se escuchó reír y vio como otros coches tocaban el claxon para eludir ese lento tránsito. Una fuerza ajena le estimuló a salir veloz, aunque el semáforo había prendido su ojo amarillo. “Nunca es tarde…”, pronunció firme y hundió el pedal del embrague, hizo cambio y aceleró más con el alma que con el pie. Vislumbró en la carretera a sus padres alegres y sorprendidos, igual como en la ocasión que les obsequió el título universitario y la medalla de campeón de liga escolar. Esa sonrisa quedó grabada en el espejo retrovisor, al tiempo que se agachó, tomó el celular y les gritó: “¿Aló, viejos? Los quiero! Perdónenme, los voy a buscar…”.
Un derrumbe de hojalata y cemento, acompañado de trizaduras de vidrio y chirrido de neumáticos, se coló con esa respuesta. La conversación se cortó por unos segundos. Fuera del vehículo yacía sangriento su cuerpo y a centímetros el teléfono, aún encendido que dejaba escuchar sollozantes voces. “Los voy a buscar… no se preocupen… los voy a buscar, como que me llamo Domínguez”, murmuró antes de perder la conciencia.

Texto agregado el 29-11-2005, y leído por 163 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
03-02-2006 Muy bueno amigo Katzle... el final me impresionó bastante. Es verdad, yo pensonalmente, me pierdo. Y mientras como camino o duermo, visito mundos y recuerdos paralelos. Al final pareciera que la vida, nos traiciona y cuando queremos cambiar para bien, nos juega una mala pasada. Muy bueno lo tuyo. Te sigo leyendo. rafudo_
29-11-2005 Muy buen texto. Aunque el final previsible, muy bien contado. Me ha gustado. Algor
 
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