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De repente sintió su gélido aliento esparcirse por su rostro cadavérico. Aún sin abrir los ojos, escuchó conversaciones del otro lado de la habitación, reconociendo entre el murmullo apabullante que presentificaba un acto mortuorio, la voz de su médico, que durante su vida había presenciado los polos de su existencia. Agudizaba su oído para escuchar con mayor claridad las palabras que aquel galeno profería.

-Se hizo todo lo que se pudo, pero… era algo que ya esperábamos después de tantos meses de cruel agonía.-

Se llenó de total pavura y un estremecimiento invadió su ser, queriendo desmentir aquella falacia, aquella grave aseveración que lo conducía hasta el límite del terror, donde se confunde lo increíble con lo certero.
Gritaba con bullicio mudo, desgarrando desde sus entrañas los dolores perecederos que antes lo habían esclavizado a una existencia de trémula agonía. Sus ojos, aún cerrados cual capullo que niega abrirse al sol y fenece en medio de la obscuridad, sus ojos cerrados ante la ávida ausencia de imágenes tan solo podían capturar recuerdos de su memoria, escenarios de su nefasto vivir, tan solo podía mirar como se iba agrietando su alma, ya sin esperanzas de reconstruir su agotada existencia.

Sintió un gran dolor, pero no el dolor que ya conocía y que ahora era su amigo, era un dolor cósmico que lo embadurnaba de lágrimas tan saladas como el mar que servía de morada al único ser que había amado realmente, morada de la mujer a la que por temor a perder para siempre; ya que sus alas se abrían al despuntar el alba; le había construido con sueños un albergue en las profundidades del mar, donde ambos serían eternos, obligándola a sumergirse en su mar de lágrimas y temores.

Era una tarde de Mayo cuando el sol embriagante se apoderaba de sus cuerpos descubiertos en la arena, Equis advierte en los ojos de Lía el despliegue de sus alas cuando dirige su mirada a lo alto de las nubes, perdiéndose en el crepúsculo y difuminándose entre las palomas y los rayos del sol.

Pero el miedo cerval lo gobierna, al sentir que a su Lía la perdía por momentos y que el contemplar su cuerpo desnudo sobre la arena no bastaba si él no podía ser dueño de sus sueños. Fue entonces cuando un remolino de sentimientos gobierna su proceder, ejerciendo sobre él el poder que le confiere la sustancialidad de sus propios deseos. Imaginaba sus cuerpos desnudos en el interior del mar, donde nada ni nadie los podría perturbar, donde sus cuerpos unidos formarían un solo sepulcro de sempiternos amores y sus almas serían libres en este océano de deseos.

La tarde caía suavemente sobre los cabellos de Lía, tiñéndolos de Jade azul y confundiéndolos con el mar, sus sombras proyectadas en la arena reflejaban la quietud del mar y la furia de las tormentas, la brisa rozaba sus cuerpos con una suave caricia como si cada partícula de aire llevara consigo la textura blanda de un algodón y los elevara sobre nubes de ensueño.

Equis la toma del brazo y ambos se dirigen en dirección al sol, cuando el agua alcanzaba el nivel de los labios de su amada, él la besa con el frenesí de la borrasca y el ímpetu del rayo, haciéndola volar a través de los ojos de su amado, pero Equis no se daba cuenta que Lía solo desplegaba sus alas hacia el crepúsculo llevándolo consigo en su costado y que su único cielo se hallaba en los ojos de él. Ella se encontraba en un éxtasis tan profundo que no se dio cuenta el momento en que estando bajo el agua dejó de respirar y pronto cerró los ojos con la suavidad de las olas y descendió frágilmente hasta su morada, descendió hasta su sepulcro.

Equis igualmente, cerrando los ojos se sumergió en un estado de total inconciencia; hasta que un día despertó en medio de paredes blancas y el olor límpido de una habitación de hospital, olor repugnante que le recordaba la vida, ahora sin su amada. Advertía cada día la ausencia de sensaciones, ya su cuerpo no le pertenecía, pero su alma tampoco, ésta se había escapado con su amada en medio de deseos, sueños y temores.

Su cuerpo inmóvil yacía en una lúgubre cama, rígido como la muerte y tan pálido como un cadáver, tan pálido como el rostro que ahora debe tener su amada Lía. Sus ojos tan solo podían recorrer las cuatro paredes de aquella habitación y pensaba en su Lía, deseba estar con ella, sin su alimento de vida, sin su elixir sagrado, tan solo podía desear la muerte. Y se negó a comer, su rostro iba adquiriendo el color verdoso de los cadáveres, ya no modulaba sonido y sus ojos permanecían cada vez más cerrados, su respiración cansada se hacía más lenta y pese a los intentos médicos por salvar su vida, era imposible luchar contra su deseo de muerte.

En sueños rescataba a su amada, escapando en el esquife que recorría el Leteo de aguas obscuras como la noche que dibujaba el rostro pálido de Lía en el manto estelar. Eran uno en la inmensidad de un cielo prometedor, conjugando apetitos como andróginos puros de amores infinitos. Pero mayor era su tormento cuando al despertar tan solo de hallaba en medio de sus rancias culpas. Este sería su castigo y dándose cuenta de ello, deseó con más fervor ser abrazado por la amante nocturna, por la muerte siniestra que apresaría su cuerpo descompuesto. Deseaba con más ahínco sumergirse en la obscuridad de la noche y hallar entre los velos nocturnos el rostro de su ángel, rescatar su blanca figura y recorrerla con su osamenta para que en un abrazo mortuorio se impregnasen por siempre y en la eternidad de un beso fundir sus almas.

Cada día creía que su anhelo se iba cumpliendo, pues moría día a día, pero la vida aún lo sujetaba, malgastada vida de olores y flores que tanto maldecía, inescrupulosa existencia que lo sujetaba con tal fuerza que sus físicos dolores tan solo se convertían en un ensayo de la muerte, dolores que disfrutaba hasta el paroxismo, pues ya se acercaba su hora.

Aquella noche en que despertó presa de un terrible presentimiento, advirtió que sus dolores habían desaparecido exaltando de esta manera su ánimo, era buen presagio, y creyó alcanzar un estado de paz absoluta, creyó ver cumplido su anhelo. Pero… por qué escuchaba aún las voces de su médico al otro lado de la habitación? Por qué esa afirmación que confirmaba su fallecimiento? Cómo era posible, se preguntaba – cómo, si aún estoy aquí? Dónde está Lía? Fue entonces cuando se dio cuenta que ese era su castigo – permanecer – esa era su gehena, porque su alma se había condenado una tarde de Mayo cuando el sol embriagante se apoderaba de sus cuerpos descubiertos en la arena.

Texto agregado el 08-01-2006, y leído por 92 visitantes. (0 votos)


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