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No estaba segura de que el curso me sirviera para escribir mejor. Me lo recomendó un amigo, «perderás el miedo a escribir, ya verás». Nada tenía que hacer aquel mes de agosto. No había nadie en la ciudad y los árboles clamaban al sol que se escondiese tras ellos. Así que decidí apuntarme al curso.
El profesor era un hombre de unos treintaicinco años, delgado, con una mirada que decía más de lo que expresaba. Nos mandaba ejercicios como escribir un relato en primera persona, luego en segunda y después en tercera, o nos pedía que escribiésemos un cuento a partir de dos palabras que nada tienen en común aparentemente. Se llamaba el binomio fantástico. Pero lo que más me gustaba era lo que él llamaba “escritura soñada”: Joan, así se llamaba el profesor, decía que era como despertar de un sueño y tratar de ordenar las imágenes soñadas sin aparente relación, pero usando palabras escritas por nosotros en lugar de sueños. Se trataba de escribir sin pensar, dejando que un ágil golpe de muñeca plasmase en el papel lo primero que se nos pasaba por la cabeza.
Cada día me interesaba más el curso. No por lo que escribía, que era poco y sin ganas, sino por Joan. En mitad de aquel verano solitario me enamoré de él. Por la mañana iba todas las mañanas a la Barceloneta para broncearme y volvía hasta casa caminando para fortalecer los muslos y el culo. Hasta me puse un día el vestido azul con el escote más amplio de todos los escotes.
El curso era de lunes a viernes, todo el mes de agosto, en las aulas de la Fundación Brunet. Yo llegaba siempre quince minutos antes de que comenzase la clase para ver llegar a Joan con su maletín de cuero marrón. A mediados de mes me atreví a hablar con él. Cruzamos frases estúpidas y sonrisas a destiempo antes de entrar a clase. Al salir me invitó a tomar una copa. Era viernes y yo llevaba el vestido azul.
Me llevó al Raval, a una taberna llamada Primaverano. Tomamos cuatro o cinco copas antes de que dejase de contarlas. Joan tenía treintaisiete años y vivía solo, ninguna mujer a sus espaldas, ni viva ni muerta. Después de la taberna fuimos a su casa. Vivía en un estudio con cuarto de baño (espectacular) y cocina americana, «suficiente para mí solo». Sirvió cuatro copas en una mesa de cristal, dos para cada uno, «así no puedes decirme que sólo tomarás una». Pero no tenía ninguna intención de tomar sólo una copa.
Nos acostamos en el sofá (aunque después me enteré que se convertía en cama). Después me habló de todos los viajes que había hecho. Miré las fotos que cubrían todas las paredes. París, Berlín, La India, Marruecos, Nueva York. Joan conocía medio mundo, y parecía llevar algo de cada lugar, un sabor o un aroma, en sus ojos. Pensé que debía haber amado a muchas mujeres diferentes y que sí ahora me elegía a mí era de agradecer por mi parte.
Una noche, después de clase, me dijo que tenía un plan especial.
- Quiero que conozcas a alguien.
Caminamos durante más de una hora rodeados por el oasis de frescor nocturno
que calmaba las altas temperaturas del día. Las casas cada vez iban siendo más bajas y más sucias, y no se veía una sola corbata desde hacía veinte minutos. Entonces llegamos a un parque. Para entrar pasamos bajo un arco de piedra de no mucha altura. Me sorprendió que el parque estuviera abierto casi a las doce de la noche. El lugar parecía sacado de un cuento: farolas de carbón y limón, bancos de madera oscura desgastada, casi pegados al suelo, y decenas de plátanos que parecían enormes garras esperando a que el cielo llorase para respirar mejor. Nos metimos por un camino que parecía no llevar a ninguna parte. Cogí la mano de Joan.
- No te preocupes –me dijo
Apenas veía el suelo donde pisaba. La oscuridad estaba apunto de acobardarme.
Giramos por otro camino, más estrecho aún. Al final se veía un grupo de gente iluminado por una de las farolas.
- Joan.
- Tranquila, son amigos míos –le dije
No supe si alegrarme o preocuparme más. Al fin y al cabo conozco a Joan desde
hace menos de un mes, pensé. Pero es profesor, no puede ser un vagabundo que duerme en el parque por las noches.
Llegamos a su altura. Ninguno de ellos se giró para mirarnos. Había cuatro hombres y una mujer. Los hombres discutían:
- A mi no me gusta el final.
- Ni a mí.
- Pues yo creo que es perfecto.
- Sí, pero para otro concurso.
La mujer miró a todos. Joan me susurró al oído:
- Ella es la mejor de todos
La mujer habló entonces.
- Creo que deberíamos empezar desde el principio. Tu poema tiene algo –miró al que lo había escrito -, pero podemos mejorarlo entre todos.
El chico, apenas tendría veintitres años, sacó una libreta y un lapicero. Y entre los
cinco reescribieron el poema. Son felices, me dije. En sus ojos pude ver un resplandor que no había visto nunca. Sus miradas parecían carentes de preocupaciones banales, de egoísmo.
Joan se despidió pero nadie le contestó. Igual que nadie le había saludado.
- Son muy tímidos–me dijo-.
- ¿No son amigos tuyos?
- Así es. Les dije que vendrías conmigo. Y aunque aceptaron no les gusta mucho.
Pero no te preocupes, no estaban enfadados. Son así.
- ¿Quiénes son?
- Son poetas. Todas las semanas vienen aquí para escribir. Uno de ellos es
informático durante el día. El mayor de ellos es el dueño de un supermercado. El más joven trabaja como repartidor. Otro es abogado. Y ella estudió filosofía, trabaja como agente de seguros. Escriben poemas y los envían a concursos literarios sin ningún premio en metálico, o con un premio escaso. Ganan casi siempre. Escogen un nombre diferente para cada concurso. La mujer firma como Dickinson. Es la que más concursos ha ganado.
- ¿Y por qué no mandan sus poemas a concursos en los que puedan ganar más
dinero?
- No escriben para eso. Escriben poemas para no sentir que se mueren un poco más
cada día. Si ganaran dinero por ello ya no sería igual. Son de otra época, de otro mundo. Nadie comprendería que cinco personas se reúnan en un parque por la noche para escribir. Puede que incluso los encerrasen por soñadores. Por eso no les gusta recibir visitas -Joan pasó el brazo por detrás de mí y me agarró el hombro con una mano. Salimos del parque y me acompañó a casa. En el portal nos besamos como el profesor y la alumna enamorados que huyen de la incomprensión.
Al final el curso no sirvió para ayudarme a escribir. Pero sirvió para conocer a Joan, uno de los poetas del parque. Porque él era uno de ellos. Firmaba sus poemas como Rimbad. Tardó en confesármelo. Pero yo lo supe la misma noche en que les conocí. Supe que Joan era el sexto del grupo, el último poeta.
Al final del curso se atrevió a leer un poema que, según él, era anónimo. Hablaba de un hombre y una mujer que se enamoraron casi sin querer, igual que podían no haberse conocido siquiera. Los alumnos aplaudieron a rabiar. Yo me quedé quieta, sonriendo con los brazos cruzados y mirándole. Acababa de decidir que aquel era el hombre de mi vida.



Texto agregado el 21-01-2006, y leído por 88 visitantes. (0 votos)


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