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EL PRESO NÚMERO 9 (22-03-04)



Tras más de seis horas de una intensa caminata montaña arriba un inmenso glaciar se encontraba sobre su cabeza, si veía a su izquierda podía contemplar un espectacular valle que se perdía en la lejanía y que le recordaba de donde había partido esa misma mañana. Relajado sobre una roca contemplaba todo aquel espectáculo que lo rodeaba y la sensación de aquel momento era algo irremplazable por ningún otro placer de la vida. Aquella era su pasión y momentos como aquel eran los que hacían que su vida tuviera sentido y mereciera la pena. Sus compañeros también estaban tan entusiasmados como él y el espíritu de camaradería reinante hacía que la satisfacción se viera fuertemente incrementada.
El día era espléndido, a pesar de que todavía les quedaba mucho camino por delante habían decidido aprovechar aquel balcón para descansar y relajarse bajo los cálidos rayos del sol. Observaban y analizaban el camino que les quedaba por delante, sin duda lo más complicado de la ascensión pero también lo que más les gustaba, afrontarían un sin fin de chimeneas para apostarse casi en lo más alto sin olvidar el durísimo tramo final que sin duda sería la clave del ascenso y del éxito de la expedición.
Imbuido como estaba en el análisis de la ruta comenzó a sentir un fuerte dolor en su brazo derecho lo que le hizo volver a la realidad como si se despertara de un profundo sueño. A medida que este dolor lo iba sacando de su ensoñación una sensación de horror y miedo comenzó a comerlo por dentro, había algo terrible que había olvidado que poco a poco volvía a tomar forma. Por fin se dio cuenta de que no estaba tumbado en una piedra bajo aquel maravilloso glaciar sino que se encontraba en aquella celda que le había servido de refugio durante los últimos años. El olor a cerrado y la falta de espacio contrastaban con el aire limpio y puro de aquella montaña y con la sensación de libertad que sentía mientras observaba aquel maravilloso espacio. Todavía medio aturdido por el sueño la realidad se le iba presentando como algo terriblemente cercano y a cada momento deseaba volver a aquel sueño que lo alejara de aquella vigilia tan cruel y terrible. Pero cada vez era más consciente de lo que realmente estaba sucediendo y como horas antes las lágrimas se asomaron a sus ojos, unos ojos que delataban un tormento y una angustia acordes a la terrible situación en la que se encontraba. A las cinco en punto sería cruelmente ejecutado, bajo la atenta mirada de los mismos jueces y fiscales que lo habían condenado. Por lo que había oído, la muerte por ahorcamiento era una de las más terribles y agónicas, tres o cuatro minutos de un horrible sufrimiento entre pataleos y jadeos buscando una pequeña porción de aire que le proporcionara unos segundos más de vida, una vida que se extinguiría entre los últimos estertores de un cuerpo completamente exhausto por el esfuerzo y la falta de aire. Si tenía suerte con la caída y el peso de su propio cuerpo se rompería el cuello y el sufrimiento sería menor pero sabía que eso no era lo habitual y la tensión y el miedo lo atenazaban fuertemente. Miró con avidez un reloj que alguien le había proporcionado y sus agujas marcaban las dos en punto, tan solo le quedaban tres horas para dejar de existir, había dormido durante dos horas y ahora su vida se extinguía segundo a segundo. Nunca había valorado tanto el tiempo como en aquel momento, se quedó durante un rato ensimismado mirando como el segundero avanzaba sin remedio hacia un nuevo minuto, aquella pequeña aguja se había convertido de repente en su mayor enemigo, tenía que pararla, tenía que detener el tiempo pero sabía que aquello era imposible. Las 2:05, la aguja seguía con su imparable viaje, sin obstáculos, sin demoras de ninguna clase, de una manera lenta pero terriblemente constante.
Ahora ya era demasiado tarde para lamentaciones, ya no había vuelta atrás, los hechos acaecidos en tan solo unos minutos marcaban el punto y final de su existencia. Nunca se habría podido imaginar que este iba a ser su final, muchas veces a lo largo de su vida había pensado de que se moriría y como sería ese día, suponía que en una cama de un hospital rodeado de los que más quería dándole todo el apoyo y fuerza que en ese momento se pueden proporcionar pero nunca hubiera pensado que tendría que sufrir esta terrible pesadilla. Recordaba su infancia, siempre marcada por la felicidad y el cariño de sus padres. Nunca le había faltado de nada y tenía muy buenos recuerdos de aquellos años donde la única preocupación era como hacer que Mazinger Z derrotara a sus enemigos y sin embargo ahora, ahora todo aquello se terminaba, la angustia era tan fuerte que casi no podía respirar y las lágrimas, las lágrimas hacía ya mucho tiempo que se habían secado en sus ojos. Esos mismos ojos que reflejaban todo el terror que un ser humano puede expresar con tan solo una mirada, el mismo terror que los ojos de sus víctimas expresaron momentos antes de su fatídico final, unos ojos que en estos momentos clamaban venganza allá donde estuvieran.
No creía en el más allá y ahora se enfrentaba a lo más terrible que un hombre se puede enfrentar, la soledad y el desconocimiento. Ya sabía a lo que se enfrentaría en las próximas horas pero ¿y después?, esa incertidumbre lo hacía más terrible si cabe y ahora no estaban papá ni mamá para tranquilizarlo y decirle que no se preocupara.
Sus pensamientos iban de un lado a otro sin parar y su actividad interior era frenética, algo que contrastaba con la tranquilidad y la calma que reinaban fuera de su celda. Estaba aislado en una zona donde sólo se ponía a los presos que iban a morir, era una estancia oscura de amplias paredes de roca viva, una mohosa cama en una esquina y un pequeño retrete eran todo el mobiliario que poseía y allí, solo consigo mismo, debería pasar sus últimas horas.
Las 2:53, el gotear de minutos se había convertido en una intensa corriente que fluía con fuerzas renovadas después de una fuerte tormenta tal y como había visto infinidad de veces en sus continuos viajes por las montañas. Ya nunca las volvería a ver, no volvería a sentir el calor del sol en su cara ni vería más atardeceres, ni tan siquiera observar un pico nevado o un pájaro en vuelo, no aquello ya no era para él, el futuro se había terminado, era el fin del mundo, el fin de su mundo.
En su cabeza se agolpaban de forma frenética e incontrolable multitud de imágenes que le recordaban muchos momentos de su vida y que hacían que se sintiera mucho peor. Era como un cruel y macabro recordatorio de lo que había sido su existencia, como si alguien le fuera contando toda su vida, su infancia, sus juegos, su adolescencia, su primer beso, su primer robo, su primer crimen... , era una locura, él no se merecía nada de aquello, era la sociedad la que lo había abocado a hacer lo que hizo y ahora era él el que estaba pagando por todos ellos, era como Jesucristo pero él nunca sería recordado como un mártir sino como un malhechor que había pagado por sus crímenes. De repente comenzó a gritar como nunca lo había hecho antes, se movía de un lado a otro, saltaba, se golpeaba contra las paredes pero nada podía aliviar su tensión. Las drogas que le habían administrado parecían no hacerle efecto y su desesperación aumentaba de forma constante. Si tuviera cerca algo con que sacarse la vida no lo dudaría ni un momento pero habían sido muy cautos en ese aspecto y nada de lo que tenía a su alcance podía valerle para sus fines. ¿Es que no había sufrido ya demasiado?, ¿No tenían suficiente con el tormento que estaba padeciendo?, si pudiera los mataría a todos, los odiaba, eran seres despreciables que no se merecían un final mejor que el suyo.
Cerró los ojos y de nuevo su mente se volvió a llenar de imágenes del pasado, era curioso que ahora que llegaba su final los recuerdos se volvían tan reales que parecía que acababan de suceder. ¿Qué era lo que pretendía su mente? ¿acaso era un mecanismo de defensa o por el contrario buscaba ahondar más aún en el sufrimiento que estaba padeciendo? No lo sabía pero el caso es que de nuevo se encontraba junto a sus padres, estaban en una especie de parque infantil y él jugaba en los columpios, su madre lo empujaba y él reía feliz y entusiasmado. Su padre, sentado en un banco, los observaba sin perder detalle, lucía una enorme sonrisa y en su cara se reflejaba una gran satisfacción que hacía que se sintiera el niño más feliz del mundo. Por un momento se dejó arrastrar por aquel sentimiento de felicidad pero pronto se perdería en la oscuridad de aquel profundo pozo en el que se encontraba. Cuando volvió en sí su instinto lo llevó inmediatamente a dirigir la mirada a la pequeña esfera que tenía entre sus manos, las 3:23, ya no quedaba mucho para que se cumpliera su destino. ¿Quién había trazado aquel camino?
Un día alguien le había contado una historia sobre la reencarnación, algo en lo que nunca había creído y ni siquiera se había planteado y era ahora cuando se preguntaba si todo aquello del Karma y del Dharma tendría algún tipo de fundamento. Nunca había sido una persona religiosa pero ahora se le hacía necesario creer en algo, buscar algo en lo que apoyarse y así poder mantener algún tipo de esperanza. Pero si existía un Dios ¿porqué lo dejaba morir?
Un sonido fuera de su celda lo hizo sobresaltarse y su corazón comenzó a bombear sangre de una forma frenética. Rápidamente se levantó y se acercó a las rejas que lo separaban del pasillo y pudo distinguir una figura que se acercaba a él a través de la oscuridad de aquella angosta estancia. ¿Sería ya la hora?, miró su reloj y las agujas marcaban las 4 en punto de la tarde, una hora era toda la distancia que había entre él y la muerte. Su corazón seguía latiendo sin control, todo su cuerpo estaba empapado en sudor y comenzó a sentir una extraña sensación de ahogo, las piernas le temblaban sin que pudiera controlarlas y un frío interno lo hacía estremecerse como nunca lo había hecho. Las náuseas eran la evidencia final del terrible tormento que estaba padeciendo, vomitando un blanquecino y espeso líquido que no llegó a identificar y que le suponía un tremendo agotamiento físico que hacía que su malestar se fuera incrementando rápidamente.
La figura siguió avanzando hasta llegar a la altura de su celda, era un hombre al que nunca había visto, vestía un traje oscuro y en su mano derecha llevaba un pequeño maletín. Se paró justo enfrente de él y con una seña le indicó que se acercara, tembloroso y aturdido el reo se acercó con pasos lentos y vacilantes. El hombre abrió su maletín y sacó una jeringuilla, con otro gesto le pidió que se remangara y sacara el brazo a través de la reja y acto seguido le inyectó el contenido de un pequeño frasco. Casi al instante su cuerpo experimentó una relajación extrema que lo obligó a tumbarse en su colchón y esperar mansamente a que la oscura dama lo viniera a buscar.
El sonido de las llaves en la cerradura lo despertaron bruscamente de su ficticio sueño para mostrarle de nuevo la cara mas dura de la vida, con dolorosos y lentos movimientos provocados por el entumecimiento de los músculos se incorporó y comenzó a caminar. El carcelero le indicó que lo siguiera. La realidad hacía ya tiempo que había desaparecido y como si de una película se tratara observaba una frenética actividad a su alrededor que contrastaba con el adormecimiento de su cuerpo y de su mente provocados sin duda por el efecto de las drogas que le habían suministrado aunque el pánico que padecía era extremo. Tras la última curva del corredor ya se podía apreciar el solitario patio ocupado tan solo por un espeluznante patíbulo con una soga en su parte más alta. La observaba sin pestañear, tan inofensiva para los demás como mortal para él. No se creía merecedor de aquel castigo y a todo con el que se cruzaba se lo hacía saber. Ahora las drogas ya no podían paliar todo su sufrimiento, iba a sentir plenamente todo el proceso de su ejecución, sufriendo segundo a segundo todo aquel martirio. Tan solo cincuenta metros lo separaban de la soga que acabaría con su vida. En el patio había pocas personas, tres o cuatro jueces, algunos familiares de sus víctimas y otras que no lograba identificar y por supuesto en lo alto del patíbulo el hombre que pondría la soga alrededor de su cuello, el mismo que lo empujaría al vacío y a la muerte. ¿Acaso era ese hombre mejor que él?
Comenzó a subir los peldaños, clavó su mirada en el suelo y los fue contando:
Uno, siempre le habían gustado las escaleras. De niño jugaba a subirlas de dos en dos y muchas veces caía y se hacía daño en las rodillas, pero allí estaba mamá para ayudarlo y curarle sus heridas. Ahora estaba solo.
Dos, aquel peldaño era más oscuro que los demás, ¿cuántos más antes que él habrían subido por aquellas escaleras?
Tres, su mirada seguía fija en el suelo, la tarde era fría y gris y el único ruido era el crujir de aquellas viejas escaleras que lo llevaban directamente al infierno.
Cuatro, ya no pensaba en nada, el final era tan inminente y el miedo tan atroz que apenas se podía mantener en pie.
Cinco, tropezó y cayó al suelo dándose un fuerte golpe en la barbilla que lo sacó de buscada inconsciencia para traerlo de nuevo a la realidad.
Seis, el mismo contra el que se había golpeado, el mismo que le recordó que iba a morir.
Siete, decían que el siete era un número mágico y que buena sería la magia para alejar aquella pesadilla pero la magia nada podía contra la muerte.
Ocho, el cuerpo volvía a convulsionarse y el sudor afloraba de nuevo en su piel, sus poros expulsaban toda su maldad y purgaban así la parte física de su persona.
Nueve, este era el último escalón y el más doloroso, ahora ya estaba a la misma altura que la muerte.
Sin mediar palabra el hombre que lo había acompañado desde su celda se retiró y el verdugo lo colocó sobre la trampilla que se encontraba frente a la soga. Con un rápido y hábil movimiento paso la cuerda alrededor de su cuello y la ajustó.
Con la cuerda alrededor de su cuello, las manos fuertemente atadas a su espalda y a punto de ser ahorcado uno de los jueces comenzó a leer todos los cargos por los que había sido condenado a aquella pena pero sus palabras pronto se desvanecieron en el viento de aquella bonita y cálida mañana de verano absorbidas sin duda por la belleza de aquellas maravillosas montañas que lo rodeaban todo. De nuevo observaba la difícil vía que les quedaba por subir pero aquello no era lo que temía, lo que temía era algo que todavía no podía predecir pero que sabía que tarde o temprano sucedería.
Un fuerte ruido le indicó que la trampilla cedía bajo sus pies y su cuerpo se precipitó en una pequeña caída bruscamente frenada por la soga que rodeaba su garganta, no se había roto el cuello y la sensación de asfixia era tremenda, su boca se abría buscando un hálito de vida, su cuerpo totalmente en tensión buscaba infructuosamente un punto de apoyo que lo ayudara a escapar de aquella situación. Era mucho peor de lo que había imaginado y le pedía a Dios, al mismo Dios que había maldecido y en el que nunca había creído que terminara pronto con aquella agonía. Casi al instante comenzó a notar como el aire penetraba en sus pulmones y la vida volvía a todo su cuerpo, ya no estaba atado ni pendía de ninguna cuerda y pronto se dio cuenta que todavía seguía tumbado en aquel camastro de su celda. Miró el reloj y se dio cuenta de que ya era la hora. El sonido de las llaves en la cerradura no hacían otra cosa que abrirle las puertas de par en par a la muerte. Con lentos y dolorosos movimientos provocados por el entumecimiento de los músculos se incorporó y comenzó a caminar…
(09-05-04)

Texto agregado el 23-02-2006, y leído por 807 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
05-03-2006 Que genial. Muerte y padecimiento: mi dupla perfecta. Le estrecho la mano y le dejo mis estrellas HabloconlaPared
 
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