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Hace muchísimo calor, y en el centro de la ciudad se siente aún más porque en esa zona escasean los árboles. A pocos metros del emblemático Monumento al General San Martín, varios adolescentes fuman y se dirigen caminando hacia la casa de la puerta verde de chapa.
Cuando llegan, empujan la puerta con fuerza y avanzan por un pasillo largo que parece interminable, al final se encuentran con un pequeño jardín que consta de dos canteros triangulares enormes con plantas de todo tipo, éstos escoltan una pesada puerta elegante de madera que cruje al abrirla.
-Pasen, mis forajidos, los estaba esperando.
Quien recibe a los muchachos es una mujer de aproximadamente cuarenta años, de piel suave pero cabellos grises. Todos se sientan en el comedor de aquella casa, alrededor de una mesa redonda de algarrobo, y mate en mano, comentan las anécdotas del día anterior.
En la cocina de la casa, una jovencita escucha en su walkman el casette de Los Rodríguez, “Palabras más, palabras menos” mientras hojea una revista de Sailor Moon, su heroína favorita del cómic japonés.
-Rena- se asoma la señora, que es nada menos que su madre- déle, que ya llegaron sus niños.
Cuando la joven va al comedor, es recibida con abrazos, besos y saludos efusivos.
La señora sube por la escalera caracol de madera hasta la habitación de arriba, escoltada por tres chicos con carpetas de matemática, calculadora y lápices. La chica deja la revista en la cocina junto al walkman, vuelve al comedor donde están los otros, se sienta y empieza a explicar la unidad del programa de contabilidad que refiere a Sociedades Comerciales.
Al final del día, ambas están agotadas. Habían empezado a atender a sus alumnos desde muy temprano. Madre e hija se toman un café con leche con masitas finas de la repostería alemana de enfrente, y dialogan sobre los pormenores y los mejor de la jornada.
Es increíble el clima de compañerismo y camaradería que se genera en esa casa. El secreto de la educación – piensan ellas- radica en el afecto, en la sensación del alumno cuando se da cuenta que a su profesor le importa de él como persona. Solo si el que enseña tiene la capacidad de ver a través del corazón del que aprende, los canales se abren y el contenido deja de ser lo más importante. Y ambos aprenden uno del otro, en un proceso de retroalimentación que nunca se acaba, sino que se enriquece cada vez más en el día a día. En este caso, la enseñanza tan personalizada permitió que estos jóvenes de tan distinta procedencia y costumbres se unieran a fuerza de las materias que adeudan con el pretexto de apoyarse para estudiar, y se hagan amigos, se acompañen y compartan las cosas cotidianas, fumando un cigarrillo en los espacios de descanso, matándose de risa y tomando mate.
Aquella jornada del sábado cinco de febrero de mil novecientos noventa y siete había sido igual que siempre para todos, pero increíblemente sublime para la jovencita aprendiz de profesora, que, entre alumnos, ejercicios de contabilidad, café, masitas, Sailor Moon y Los Rodríguez, había pasado el mejor cumpleaños de su vida: su cumpleaños de quince.


Texto agregado el 11-03-2006, y leído por 71 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
11-03-2006 muy bonito. Buena lección***** eslavida
 
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