El cielo caía despacio sobre la cúpula de la iglesia entre las sombras de las nubes, detrás el sol rozaba al horizonte como una lengua de fuego que se abría en más. La ciudad dormía aún en un puñado de sueños esparcidos por las casas, en los rincones arbolados paralelos a las calles de la estación de trenes. Yo había llegado desde la nada con mis manos blandas tejidas por mil sueños hacia los recuerdos, mientras el camino desandado me llevaba prendido de la piel bajo las piruetas de los rayos ejecutándome la vida. A lo lejos tu silueta blanquecina asomaba entre las otras casas anunciando mi llegada, deshaciendo el tiempo en hilos diminutos de nostalgia. Me detuve ante ti con el corazón borracho dentro de mi cuerpo imaginario para llorar aferrado a tus paredes, con las mismas maletas de juventud que habían buscado un nuevo porvenir. Y mi piel se abrió entre tus muros para alojarme dentro de la sala junto a la salamandra, admirando los cuadros de la abuela mientras recorría con mis dedos los muebles escondidos bajo las sábanas. Y mis pasos se ramificaron dentro de tu vientre de ladrillos con las manos rozando tu cuerpo de ayer, el sabor de mis palabras rondando el aire de los cuartos, junto a mi regreso paralelo a tu silencio de mujer que seguía guardando los secretos. Y tu alma estalló en un espasmo paulatino corriendo por el piso de madera mientras yo me elevaba lentamente encima de los techos flotando y no de entre tu ser.

Ana Cecilia.