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Inicio / Cuenteros Locales / nopasaran / El viaje de Isabel.- (III) Resignación

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III. Resignación


Habían cargado con todo cuanto podían y se habían puesto en marcha. Salieron por la salida de El Palo dirección Almería, por la carretera de la costa. Isabel no hacía más que mirar a su abuela, Margarita, devolviéndole ésta la mirada cada vez, una mirada llena de resignación. Resignación, que palabra tan usada por algunos en la España de la época, la España en la que el campesinado y la clase obrera en general sobrevivía a duras penas con jornales pagados con mendrugos. Como bien hubo dicho el malogrado poeta Miguel Hernández, asesinado junto a otros grandes de la época como el propio Federico García Lorca:


“Tened presente el hambre, recordad su pasado
Turbio de capataces que pagaban en plomo
Aquel jornal al precio de la sangre cobrado
Con yugos en el alma, con golpes en el lomo”




“Resignación, hija, resignación. Bienaventurados los pobres, porque ellos heredarán el reino de los cielos”, o algo así. Mientras, esa iglesia española, católica apostólica y romana, se encargaba del reino de la tierra, que otra cosa no, pero de heredar sabían un rato largo. Margarita había crecido con la resignación como hermana inseparable, pero su rostro aquella tarde de febrero de mil novecientos treinta y siete, para los ojos de Isabel, tenía una expresión diferente. Había algo más en la mirada de su abuela; había desesperanza y desidia. Isabel se lo notaba. Era consciente de que andando no llegaría muy lejos. Advirtió que cerca de ellos había una familia con un carro tirado por dos mulas viejas, y pensó que quizá podría subirla allí. En el carro viajaban dos ancianas, sentadas en una esquina, rodeadas de cajas y mantas. Delante, junto a las mulas, caminaba una pareja joven, de unos treinta años y un niño de unos diez. Isabel aceleró el paso hasta llegar a la altura de éstos.

-Perdone señor. ¿Se dirigen ustedes a Almería?

-Todo vamos pa Almería, muchacha. O pa Valencia, o qué se yo… Todos huimos a zona republicana, supongo. ¿Acaso tú no?

-Claro. – la joven se sintió estúpida al cuestionar semejante obviedad.- Me preguntaba- prosiguió- si serían ustedes tan amable de ayudá a mi abuela en nuestro largo camino. Quizá en su carro podría haber sitio pa ella. Como verá – la señaló- no ocuparía mucho sitio. Y la pobre tié ya muchos achaques. Pudiera sé que no aguante tanto trajín. Mírela usted mismo, emblanquecía perdía y con la mirá ausente.

- Como puedes ver, el carro va lleno hasta lo arto, muchacha. Y las mulas son viejas…

Isabel no insistió. Cogió a su abuela de la mano y mientras se alejaban, el dueño del carro pudo oírla decir: “no se preocupe usted, abuela, que ensiguiíta descansamos. ¿Ve usted aquel faro de allí?, pues aquello es Almería. Ya estamos llegando, y seguro que está mi padre allí. Verá usted como pa cuando lleguemos, la guerra está terminando. Aguante un poco más. Tenga esperanza, que verá como tó se arregla y puede usted volver a llenar el patio de macetas, y a reñir al perro cuando se acerque a ellas, como siempre a hecho.

El hombre del carro sabía perfectamente que el faro que divisaban lejos de ser faro de Almería, era el de Torre del Mar, lo que significaba que apenas llevaban unos cuarenta kilómetros de ruta, y que les quedaba casi todo el camino aun por recorrer. Aun así, el optimismo de esa jovencita pequeña de estatura, de tez blanca y pelo moreno, ojos grandes y verdes y no más de diecisiete años, le había conmovido.

- ¡Muchacha! Diga a su abuela que puede subí. Eso sí, déle algo pal camino porque nosotros vamos a dos velas, ya me entiendes.


Texto agregado el 01-06-2006, y leído por 77 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
02-06-2006 Quien no conoce su historia está condenado a repetirla. ***** el_jornalero
01-06-2006 Fascinante. Sobecoger el tema y muy bien escrito. ***** eneas
 
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