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La rueda en cero.







-Creo que usted y yo hablamos el mismo idioma, señor!!! – aulló fuera de sí.
El rostro enojado enarcaba las cejas y de su cabello chorreaba el sudor como si de agua se tratase. Una vena roja comenzaba a sobresalir en la frente del hombre. La desesperación comenzaba a invadirlo, pero sobre todo, el sentimiento que intentaba fluir era la ira. Una ira irracional ante aquella hipocresía que consumaba todos los valores que el fuego del tiempo había ido derritiendo. Un gran peso caía sobre su pecho, pero la certeza de que su corazón no perecería era superior. Porque estaba enfadado, enceguecido. Y poco importaba que aquel soldado le estuviera apuntando casi a la altura de los ojos. La injusticia lo superaba, y la costumbre a lidiar con ella no era representativa para él. No podría acostumbrarse a pagar las deudas de gente a la que jamás había conocido. No podría acostumbrarse a ceder ante un joven uniformado que luchaba por una causa que desconocía. Que se arrastraba bajo la sombra de un líder idolatrado por una generación de gente crecida en un campo de batalla. Un campo global que poco a poco había sido exterminado por bígamos imperios que caían tan rápido como lograban alcanzar la cúspide. El egocentrismo creado por una autoestima sin meta, había creado lívidos infundamentados con el fin de crear una ridícula sensación de superioridad ante cualquier par. El individuo se había convertido en una máquina de destruir todo aquello que le produjera… algo. Alguien, mucho tiempo atrás, habría jurado y explicado las leyes que regirían sobre mecanismos robotizados que llegado el momento pondrían en alerta a las personas. Nadie, ni el menos optimista, había pensado en un mundo tan desequilibrado. Fuera de eje. Arrasado por las mismas civilizaciones. Que en lugar de elevar la recta, habían hecho curvar la historia para formar una rueda que llevaba una y otra vez al origen. El fin y el origen.
El soldado golpeó seco al viejo en la cabeza y lo hizo retroceder, tropezar y caer de espaldas. Esbozó una mueca que lejos estaba de pedir disculpas y sonrió. Tenía un rostro joven. El casco dejaba ver terminaciones de un cabello rojizo y sucio. El cuerpo esbelto sostenía el uniforme gris que vestía el mundo. El arma, una de cañón fino y apariencia ligera, mostraba restos de sangre a la que ahora se le sumaba la de aquel anciano.
-¿Cuántos años tiene soldado? – alcanzó a escupir desde el suelo.
El soldado corrió una silla, y se sentó frente a él. El ambiente estaba en silencio. Una radio antigua iluminaba con su frente de metal. Sin embargo, el as era muy pequeño y la oscuridad reinaba tanto allí como en el resto de la casa. La luz había dejado de funcionar luego de los primeros ataques que se habían producido semanas atrás. El lugar, estaba convertido casi en un fuerte de resistencia, del que nadie se podía fiar. El polvo era un manto de aire que resultaba indefectible respirar. Aún así, a esa altura todo aquello resultaba cotidiano.
-Diecisiete – respondió el joven de uniforme gris mientras sacaba un cigarrillo del bolsillo superior. Luego de llevárselo a la boca, lo encendió. Echó un vistazo en derredor, observando fotos cubiertas de polvo, al frente la escalera de la cual colgaba casi la mitad de la baranda. Pudo visualizar también a la derecha, una apertura que llevaba a la cocina, en donde una mesa rodeada de cuatro sillas de madera sostenía una cantidad delirante de medicamentos.
Volvió la mirada hacia el viejo.
- ¿Entonces? – le dijo -. ¿En dónde?
Comenzó a pasear el cañón del arma por todo el cuerpo del hombre que aún yacía en el suelo como esperando la salida del sol en verano. Las piernas extendidas y los brazos estirados hacia atrás, sosteniendo el resto de su cuerpo. Lo llevó desde los pies hacia el hombro izquierdo, hacia el rostro, hacia pecho y nuevamente a los pies.
-¿En dónde? – volvió a preguntar.
El viejo hizo acopio de fuerzas, y escupió tan fuerte como pudo a la cara del soldado que no logró esquivar la sangre a tiempo.
-Usted y yo hablamos el mismo idioma – inquirió una vez más.
-¿Cuál es el sentido? – preguntó el uniformado.
El anciano permaneció en silencio. Luego, estallando en un llanto profundo, soltó de sus ojos lágrimas punzantes que humeaban como ácido. Soltó sus brazos dejándose caer. Un ruido opaco se produjo al chocar su cabeza en el suelo.
-No tengo… - alcanzó a decir. Y la pesadumbre y los espasmos le impidieron continuar. Comenzó a gritar de dolor. La imagen de su hija y su mujer desintegradas literalmente en su interior por una bacteria creada por algún gris, se sentaba a mirarlo desafiante. Los rostros carcomidos, desinflados y podridos que había sostenido durante eternas agonías. El grito entrecortado, ahogado, mezclaba impotencia y crudeza.
El soldado saltó de la silla y apuntó con el arma. Aquel grito fue fuerte y agudo, pero no tapó el disparo del cañón. Y la cabeza del anciano voló en pedazos.
La oscuridad no dejó ver los colores de todo lo derramado que se había estampado por la casa. El silencio completo se adueñó del lugar.
Con el cigarrillo todavía en la boca, el soldado dio media vuelta y se dirigió a la puerta. Algo producía un estruendo del otro lado. Por su cabeza pasaron muchas cosas en ese momento. Pero nada, ni la misma idea del absurdo, le hubiese traído a la cabeza la imagen que nunca vería.
Y su cuerpo, como el mundo gris, desapareció de inmediato.




Texto agregado el 04-08-2006, y leído por 65 visitantes. (0 votos)


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