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Inicio / Cuenteros Locales / Osonaranja / COLGANDO DE UN ÁRBOL, A QUINCE METROS DEL SUELO

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A Nadezhda

“No hagas tal fuerza porque te oigan
yo te cedo mis dedos, mis ramas”
E.A. Westphalen


Tanto tiempo gritando vanamente por una ayuda que no llegará ni tarde ni temprano, me figuro que al principio no pensaste que cosas tan absurdas como ésta de quedarse colgando de un árbol ocurrieran así porque sí, sin que uno las busque ni piense en ellas y simplemente ocurrieran como te ocurrió a ti: paseando sin ganas por un parque público y encontrando de pronto un nido de gorrión tirado en el suelo, sintiendo una incauta piedad ecológica diciéndote que sería bueno salvar el nido asegurándolo en la rama superior del árbol más alto, mirando vergonzosamente a los costados por si los curiosos, decidiéndote al fin, feliz de estar con los jeans de casa y no con las faldas grises de ir al trabajo, esas que no te hubieran dejado hacer lo de trepar al árbol y mucho menos quedarte ahí colgando de manos a quince metros del suelo.
Porque como toda desgracia la tuya empezó con el aburrimiento de un día común como otro cualquiera, hubo algo pero no fue enteramente el amor a la naturaleza ni el querer proteger el nido de un plumífero de los niños jugando en el parque, los paseantes caminando aquí y allá, el cáncer continuo de la ciudad y todo eso. Básicamente fue el aburrimiento de vivir encerrada entre la oficina de un juzgado monótono y las tardes de duermevela en tu casa de Breña, salir a dar vueltas al parque y de pronto darte con el reto de trepar a la copa de un árbol en cumplimiento de una misión de salvataje, el reto de trepar a un árbol en lugar de seguir caminando. Y hasta quizá en el fondo importaba poco el detalle del nido para subir al árbol, apenas si tan solo el necesario y justo pretexto para escapar de las garras de un paseo común y silvestre, algo distinto de estar encerrada acumulando expedientes o aplastada frente al televisor en tu casa de Breña; al fin de cuentas con una vida así ya no se sabe por qué un día es distinto de otro y cosas como trepar a un árbol pueden resultar memorables si se consigue bajar sana y salva; quizá por eso mordiste el anzuelo del nido de gorrión y decidiste colocarlo en la copa del árbol más alto.
Pese a tu costumbre de estar siempre sentada detrás de un escritorio, no te fue tan difícil subir después de todo, primero guardaste el nido en el bolsillo de tu casaca con sumo cuidado, esmerándote en no maltratar ni deformar sus pajas, luego abrazaste el tronco y avanzaste pisando sus hendiduras y rugosidades, apoyándote en ellas, y ya en el despunte de ramas escogiste los vástagos más fuertes y los usaste como escaleras hasta llegar a la copa y colocar el nido en un lugar seguro, simple tarea de girl-scout siempre lista en primavera. Pero lo que entonces debiste tener en cuenta y no tuviste fue que no siempre el camino de ida sirve lo mismo para el de vuelta, a veces los carriles son de un solo sentido y sucede que al regresar, un paso en falso, una rama suelta, y de pronto aquí colgada de manos a quince metros del suelo. Lo que empezó como un reto para romper la abulia de un paseo en el parque terminó convirtiéndose de pronto en una violenta alarma de saberte pendida a las justas de la rama más alta de un árbol, apenas con las exiguas fuerzas de tus diez dedos sujetándote de una caída espantosa.
Y quién iba a decirte que aquello resultara sólo el comienzo de una interminable condena. Al principio, todavía imaginaste ilusamente que con un poco de suerte podrías bajar del árbol por tus propios medios, y comenzaste a mover tus dedos hacia el tronco principal muy lentamente, centímetro a centímetro para que la débil rama no fuera a romperse. Con esa técnica ganaste dos palmos hacia el tronco, pero al tercero, cuando creías que finalmente tu empresa iba a resultar, un intempestivo crac del primer vástago te hizo notar que un centímetro adelante estaba la caída, el principio del fin, y no volviste a intentarlo. Entonces fue el tiempo en que gritaste a viva voz pidiendo ayuda a los paseantes del parque, a los enamorados furtivos, a los jubilados que leían sus periódicos sentados en las bancas, creyendo quizá (pero quién iba a decirte) que rasgándote la garganta lograrías el auxilio necesitado tan pronto ellos te escucharan. Pero todo intento de clamor fue inútil, colgada de manos, con la garganta herida, solo pudiste ver a decenas de paseantes que seguían dando vueltas aquí y allá, despreocupados, conversando o jugando, sumidos en lo suyo, nadie atendía tus gritos y mucho menos nadie se detenía a ofrecerte una escalera o un colchón de aire para poder soltarte sin cuidado. Solo una vez un niño que corría jugando a las chapadas detuvo su carrera y se puso a observarte, entre incrédulo y curioso, y tuviste esperanza, pero antes de que pudieras darle las señas de tu desgracia, una mujer (su madre, imaginaste) lo llamó a su lado y él simplemente se fue porque ya era muy tarde para seguir corriendo sin casaca en el parque. Te tomó tiempo aceptar que por más esfuerzos que hicieras la gente no escucharía tus gritos, porque cómo ibas a saber que fuera tan difícil para un paseante levantar la cara y darse cuenta de que hay alguien colgando de un árbol como una manzana, cómo ibas a saber lo difícil que era que escucharan tus gritos de auxilio cuando estás en otro plano, uno distinto al de la horizontalidad diario en que se mueve el mundo.
A tu primera consternación siguió un tiempo de acomodo, de lenta aceptación, casi de resignación a lo absurdo de tu nuevo estado. Los días y las noches de gritos sin respuesta te acostumbraron a soportar la vida colgando de un árbol, mirando siempre de arriba el verde y lejano pasto del suelo, sollozando a veces, pensando en lo inverosímil de sobrevivir apenas tomando el agua de las garúas mañaneras y recibiendo el pleno sol del mediodía en el rostro. Fue un tiempo de lecciones nuevas y lenta asimilación del dominio silvestre; en medio de la soledad, el rumor de las aves, el agua, el aire, el olor de la resina impregnándose en tu cuerpo. En lo siguiente aprendiste a soportar los rigores del viento sacudiendo las ramas del árbol en invierno; sentiste complacencia de su follaje cerrado en los días de lluvia; descubriste con pasmo que vistos entre las hojas los atardeceres nunca repiten sus matices, que son siempre distintamente bellos, día tras día. Alguna vez (esa vieja y terca esperanza humana), volviste a lanzar lastimero gritos de auxilio a los paseantes de abajo, pero ya fue por inercia, sin aliento, casi por solo entretenerte oyendo el eco de tu propia voz perdida en el gorjeo de los pájaros.
Y resulta increíble que solo entonces volvieras la vista a tus costados, gozaras detenidamente de la oculta frondosidad del árbol, descubrieras el nido allí, en medio de las inconcebibles formas de unas ramas. El primer día en que reparaste en esa extraña bifurcación de vástagos creciendo hacia abajo (aún sin el nido), con un grueso nudo en medio y otros dos nuevos vástagos más abajo, casi sentiste alarma, un miedo recóndito de un sueño de siglos que se plantó allí, en tu memoria. Todavía incrédula comparaste esa figura con la que imaginaste de ti misma colgando del árbol: los vástagos, tus brazos y piernas; el nudo, tu cuerpo pendido en el aire. Era absurdo, claro, una y otra vez te lo repetiste en voz alta, era imposible, rematadamente disparatado pensar lo que estabas pensando, porque cómo carne en madera colgando de un árbol, cómo saltarse así no más las leyes de la física y de la química por el simple accidente de subir el nido de un gorrión a un árbol. Tratando de controlar el desenfreno de tus ideas te pusiste a recordar mil cosas: una canción, un paseo en bote, la entera llaneza de tu vida anterior; pero solo lograste imaginar más dislates, confundirte más en el transcurso de las horas. Ya llegada la noche fue necesario escabullirte aceptando la posibilidad de una larga, larguísima pesadilla, uno de esos almuerzos mal digeridos que comías al paso saliendo del juzgado, o quizá los tamalitos o la leche agria que tomaste antes de soñar que salías al parque, aplastada frente al televisor en tu casa de Breña.
Sin embargo, bastó un sopapo del viento frío de la madrugada para recomponerte de esa vana esperanza. Al día siguiente, con los primeros toques de sol, descubriste que seguías allí, colgando de un árbol. Volviste a levantar los ojos hacia la extraña bifurcación, y volviste a ver: los vástagos, el nudo, los otros vástagos creciendo hacia abajo, y además, esta vez, en medio de la bifurcación, como un presagio, un nido de gorrión similar al nido de tu desgracia. Sí, era un nido parecido al tuyo (lo recordabas bien), con el mismo entretejido de pajas y hojas secas finamente urdidas en un cono. Era idéntico pero no era el tuyo (cómo podía ser, lo habías colocado por lo menos tres ramas más alto), y era un nido que no estaba allí el día anterior (te habrías fijado). Sorprendida, extrañada, casi olvidaste la figura de la insólita bifurcación, la absurda comparación de tu cuerpo con esas ramas; te preguntaste si un gorrión era capaz de construir su nido en la oscuridad, en una sola noche. Tuviste un presentimiento.
Ese día vigilaste el nido de la bifurcación hasta el anochecer: un gorrión iba y venía, curiosamente solo; ninguna hembra empollaba huevecillos en sus pajas. La mañana siguiente caíste en la sorpresa de encontrarlo totalmente vacío: ni el gorrión solitario había vuelto al nido. La costumbre de las bandadas había sido más fuerte que la mala idea de vivir solo en un nido. Pero esa misma tarde, cuando los primeros vientos de otoño anunciaron sus estragos, supiste que algo iba a ocurrir, no fue necesario explicarlo, lo supiste de pronto. Desde tu puesto de atalaya sentiste los primeros ramalazos de aire haciendo crepitar las ramas del árbol. Clavaste tus ojos en el nido: viste cómo poco a poco el viento fue cumpliendo su misión de removerlo de su cómodo aposento en las ramas, primero meciéndolo, luego empujándolo y finalmente arrastrándolo hasta hacerlo caer zigzagueante hacia el suelo. Entonces no aguantaste el espasmo y volviste sin más a los gritos, sabías muy bien que nadie iba a escucharte pero igual volviste a los gritos, esta vez de alerta, con desesperación, con más fuerza, pataleando a viva voz colgada del aire. Y sí, sí, yo entiendo que volvieras a los gritos y entiendo que aún sigas gritando, porque de pronto imaginaste la repetición de tu historia y de pronto te pareció cruel dejar que otro incauto cayera en la trampa del nido de gorrión tirado en el suelo. Sí, sí, yo entiendo eso, Nadezhda, yo sé. Pero ahora también tú tendrías que entenderme, tú tendrías que saber. ¿Qué otra cosa puedo hacer aquí abandonado en el parque? ¿Cómo hacer si necesito crecer, elevar mi copa hasta el extremo? Después de tanto tiempo colgando de mis ramas ya tendrías también que pensar un poco en mí, Nadezhda, ya tendrías que terminar por comprender que en estos nuevos tiempos en que nadie sube a los árboles por voluntad propia necesito de trampas, de señuelos de guerra para seguir creciendo, un nido de gorrión tirado en el suelo, por ejemplo, una pizca de piedad ecológica, y un nuevo incauto que suba a mi copa, gritando al principio, resignándose siempre, creciendo y creciendo hasta llegar juntos al cielo. Ya tendrías que entenderlo y dejar gritar, Nadezhda, ya tendrías que hacer eso.

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[U:osonaranja]







Texto agregado el 08-10-2006, y leído por 111 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
08-10-2006 Mucho... dilo ya. Dilo. (punto aparte) Sprgsia
 
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