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Esperaba el colectivo en la esquina de un barrio como tantos otros, de construcción endeble, compuesto por casas bajas y fachadas grisáceas acentuadamente parecidas. Como cualquier otra mañana fría, la mujer se había abrigado lo mejor posible, pero no había podido evitar ponerse unos zapatos de taco bajo, que le mortificaban los pies regordetes. Sin descruzar los brazos bajó del cordón y divisó, entre la niebla, el amarillo brillante del cartelito luminoso en el arcaico armatoste que la llevaría a su destino.
Con las monedas en la mano, que preparaba todos los días antes de salir de su casa, subió al colectivo número 710 y después de sacar boleto se sentó en el primer asiento solitario que encontró. Suspiró profundamente, como si le faltara el aire y se acomodó sus rulos rubios de botella detrás de la oreja. Recién empezaba el día, pero a Marga le gustaba dejar las cosas en orden antes de irse a pasar el día entero con la viejita que cuidaba diariamente, y estaba un poco cansada. Desde que había muerto su madre había vivido sola. Esto le había enseñado que llevar una casa grande sin ayuda podía volverse una tarea agotadora.
Le volvieron a doler los pies, pero cuando estiró la mano para frotarse el tobillo izquierdo notó que la máquina le había entregado, no uno, sino dos boletos. Los leyó y descubrió que uno de ellos tenía la fecha incorrecta, la del día siguiente. Con la extraña sensación de quien recibe un boleto capicúa, lo guardó cuidadosamente entre las páginas de una libretita maltrecha que llevaba en la cartera y se pasó el resto del viaje mirando por la ventana empañada. Media hora más tarde, aproximadamente, se bajó y tuvo que caminar un poco más hasta la casa de Amalia, la viejita.
“Y Ud., ¿quién es?”, le preguntaba la anciana todos los días cuando Marga entraba a su cuarto, después de desearle buenos días, a llevarle el desayuno. La pobre sufría de arterosclerosis hacía años y por ende vivía como en una especie de universo paralelo, sin conexión alguna con la realidad. Pero Marga, que la había cuidado ya por tres años, la entendía bien y le tenía paciencia. Había acumulado experiencia como enfermera atendiendo a sus propios padres por largos años, que también habían sufrido esa enfermedad. Cuando su madre finalmente murió heredó la casa, se quedó sola y sin nada que hacer.
La jornada de trabajo se desarrolló normalmente, le preparó las comidas, le hizo tomar los remedios, miraron la novela, y le hizo compañía hasta que llegó la hija mayor de Amalia, Hilda, para ocupar el turno de la noche. Era el único momento del día en que se cruzaban. La mujer le pagaba el día y Marga emprendía la vuelta. Aprovechaba el trayecto en el colectivo para pensar qué se iba a hacer para cenar. Con el tiempo que había tenido viviendo sola se había dado cuenta de lo fácil que era arreglárselas para comer cuando sólo era necesario poner un plato en la mesa.
Tardó poco en prepararse la cena, comer, lavar su plato y lo que había utilizado para cocinar, y hacer los preparativos para el día siguiente. Puso el despertador a las seis menos veinte y se durmió mirando los números rojos del radio reloj.
Casi orgánicamente, todas las mañanas excepto los domingos, Marga cumplía paso a paso las tareas a realizar en su lista mental. El aparato despertador la sacudía con la alegre musiquita del noticiero de AM. Se quedaba un rato acostada mientras escuchaba las noticias hasta que pasaba a ducharse. Salía del baño y se vestía con la ropa que había preparado la noche anterior, dispuesta en una silla y cuidadosamente doblada. Después de desayunar, o mientras tomaba mate, tenía una pequeña lista de quehaceres del hogar que cumplía con riguroso orden. Lavaba ropa y la colgaba en la soga de la terraza, baldeaba los pisos y la vereda, hasta que se hacía la hora de salir. Se ponía el tapado bordó, metía las llaves en la cartera, juntaba las monedas del platito que Hilda le había regalado como recuerdo de Mar del Plata y al salir, cerraba la puerta con doble llave.
Pero esa mañana el despertador no sonó, o por lo menos, Marga no lo escuchó. Entre sueños, le pareció escuchar el ruido de la puerta que se cerraba. Se despertó sobresaltada al descubrir que eran las nueve menos veinte y desenvolviéndose de las frazadas logró salir de la cama. Como suele suceder en esos momentos críticos de falta de tiempo, la pobre mujer se llevaba los muebles por delante luchando, infructuosamente, contra el reloj, sin encontrar nada de lo que precisaba. La ropa no estaba en la silla, el tapado no estaba en el perchero, la cartera había desaparecido misteriosamente y para su desgracia, no pudo encontrar las llaves. Agarró un puñado de monedas y se puso un tapado viejo, que encontró en el fondo del placard, mientras corría hacia la puerta.
Cuando finalmente llegó a la esquina, se lanzó dentro del colectivo y pasada la media hora, se encontraba en casa de Amalia. Se apuró a tocar timbre, aunque sabía que era un esfuerzo inútil, porque la anciana estaría, más que seguro, aún durmiendo. Unos segundos más tarde, que parecieron una eternidad, la puerta se abrió. Marga abría los ojos para observar a esta persona que se paraba detrás de la puerta abierta como invitándola a pasar.
Era una mujer de mediana estatura, de casi cuarenta años, un poco gordita, de pelo corto rubio y enrulado, que llevaba puesto el tapado bordó y la ropa que Marga no había podido encontrar. Siguió examinando a esta mujer idéntica a ella, pero sin reconocerla del todo, hasta que ésta dijo: “Ya era hora de que llegaras.” Marga, atravesó la puerta lentamente sin quitarle los ojos de encima. “Me imaginé que con todo el ruido que hice te habrías despertado, pero por tu cara veo que te quedaste dormida”. Sin salir del estado de estupefacción notó que la mujer había realizado todas las tareas que le correspondían a ella, hasta la hora. Había seguido su rutina sin saltearse un sólo paso. Amalia, por su parte parecía no notar la novedad.
Pasaron el resto del día sin hablarse. Se turnaron las tareas silenciosamente, como si las dos pensaran con una sola mente, lo que para el caso es fácil de suponer. Las preguntas obvias acerca de quién era esa mujer y por qué era idéntica a ella, parecían no aquejarla más. Simplemente se resignó a su existencia.
Antes de que arribara Hilda, a reemplazarla, Marga se escabulló furtivamente de la casa para no tener que dar explicaciones, o inventar respuestas que no tenía, sobre quien la mujer creería era su hermana gemela. Esperó a su nueva compañera en la parada del colectivo y cuando subieron al 710 descubrió, con pavor, que ambas habían recibido dos boletos cada una, uno de ellos con la fecha del día siguiente.
Finalizado el trayecto en colectivo, caminaron hasta su casa sin hablar. Apenas entraron, volvieron a dividirse las tareas más de memoria que telepáticamente. Mientras una cocinaba, la otra ponía la mesa. Cuando la rutina nocturna llegó a su fin, Marga tomó una ducha, y cuando salió, para su sorpresa, se encontró con su cama usurpada, y su ocupante, profundamente dormida. Enfurecida, hizo todo el ruido que le fue posible mientras preparaba lo que se iba a poner al día siguiente. Desenchufó el radio reloj con una sonrisa vengativa y se lo llevó con ella al cuarto de sus padres, que nunca había tenido la necesidad de usar.
El cuarto era grande y frío. La mayor parte del día, Marga dejaba la puerta cerrada y por ende no le llegaba el calor de la estufa. Luchando por conciliar el sueño, movía los pies helados por la enorme cama matrimonial, que tardaba más de lo esperado en calentarse. Añoraba el calor de su cama, la suavidad de su acogedora almohada, que ahora le pertenecían a la otra. Se estremecía de sólo pensar que al día siguiente, si sus hipótesis eran correctas, habría dos intrusas más. Rogándole a Dios estar equivocada se durmió.
Un murmullo en la cocina la despertó. Alguien le había apagado el radio reloj y se había quedado dormida nuevamente, pero esta vez, sólo por media hora. Se levantó y tuvo que ir a buscar ropa a su cuarto, ya que el conjunto que había preparado la noche anterior había sido usurpado. Cuando llegó a la cocina, encontró a tres Margas apuradas lavando ropa, pisos, utensilios de cocina y sirviéndole el desayuno. Le resultó imposible distinguir cuál había sido la primera en aparecer y cuáles las dos nuevas, pero empezó a preocuparse cuando notó que conversaban en voz baja y le dirigían miradas de curiosidad. Una de ellas le acercó un mate sin decirle nada pero cuando se levantó para ir a baldear la vereda otra le interrumpió el paso: "Ya está hecho”, le espetó. Marga se sintió atropellada y se dejó caer en silencio en una silla que otra le acercó.
Como buscando algo para hacer, para distraer su atención y las miradas inquisitivas que ahora la rodeaban, señaló el reloj de pared y les dijo que ya era hora de aprontarse para ir a trabajar. Como si no la hubieran escuchado las tres mujeres terminaron lo que estaban haciendo, dejando todo en orden, y se fueron rápidamente inundando la casa de un absoluto silencio.
Marga se quedó inmóvil, con la mirada perdida, sola y sin nada que hacer, mientras los débiles rayos de sol invernal atravesaban su cuerpo, que se iba desvaneciendo lentamente.

Texto agregado el 18-10-2006, y leído por 78 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
18-10-2006 Este relato me produjo sensaciones encontradas. Si pienso en la historia, me atrae mucho la idea fantástica de la multiplicación de Margas y la forma en la que se produce (imaginación bien empleada a la hora de concebir la trama). Creo que valdría la pena podar palabras y quizás frases que no aportan a la historia, como forma de aumentar la tensión que de otra forma tiende a diluirse. Revisaría el párrafo final buscando hacerlo más sugestivo y menos evidente ("atravesaban su cuerpo, que se iba desvaneciendo lentamente"). A mi juicio hay muy buen material aquí. CK CocinasKenia
18-10-2006 te amo negra lucana
18-10-2006 Excelente ambientación cotidiana que arropa una historia de un mágico realismo muy bien escrito. Felicitaciones. 5* La_Mosca
 
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