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1936

Rafael Ballesteros camina con los sacos de pan distribuidos por todo el contorno de su cuerpo; son las cinco de la mañana pero ya se nota la cálida frescura que promete un setiembre dorado y el campo sembrado de olivos y parras unas ferias llenas de chicas alegres, rebosantes de prosperidad familiar. Le gusta la gente alegre, que no le hace ascos a ningún vino, las mujeres que se ríen con fuerza y discuten como golpeando con vergajos al que les quiera rebatir.

Pero él, curiosamente, es un tipo silencioso, poco dado a hablar de más o de menos. De los que sueñan con sueño pesado y después no recuerdan de dónde salió esa idea tan rara que de pronto se están contando en el camino entre Fuencasals y Granada, si del sueño o de una verdadera conversación en la taberna del Antonio. A veces sueña cosas realmente extrañas y lo agradece, porque si no luego se está olvidando las promesas hechas en la vigilia y cumpliendo las de los sueños, en una mezcolanza de vida de noches y tertulias que le ha dado más de un dolor de cabeza.

Rafael lleva panes a muchas familias en los alrededores de Fuencasals, están entre sus clientes varios hacendados y alguno que otro doctor que le devuelve un favorcillo que otro de vez en cuando se siente mal, especialmente si alguna chica de la vida le pega una venérea y un día se despierta con la pija hecha un atado de venas moradas que parecen a punto de estallar. Entonces eso de tener influencias a fuerza de proveer pan y saber echarlo justo donde no lo podrá tocar ninguna paloma voraz se convierte en una carta de presentación que da gusto.

Pero también están los conventos; Rafael entrega dos grandes bolsas a estos cada madrugada en su primera entrega, primero, el de los curas de Martincor y luego a las monjas de Cubillas. De allí justamente viene ahora, cuando por el camino a Granada está a punto de encontrar su destino en forma de amasijos de sangre y carne quemada.

Por un momento deja colgar las bolsas de panes para usar las dos manos en rascarse la entrepierna. La picazón le empezó hace una semana y poco a poco la cara interior de la ingle se le ha ido pelando y poniendo de un color rosado oscuro que le fastidia cada vez más. Lleva todos los días desde entonces tratando de pensar en otra cosa, por supuesto sin éxito. Por la madrugada, cuando sale a repartir panes apenas dadas las tres y media, todavía escucha de vez en cuando tiros sueltos por los alrededores. Entonces mete la mano maquinalmente a la camisa, donde está su cédula y, claro, sobre todo, su estampita del Cristo de Medinacelli, pues estos señores que andan dando paseos a la gente de madrugada cargando rifles serán muy devotos de la santísima imagen pero tienen el gatillo fácil y la mano pesada. Recién un par de semanas antes vio a un par en casa de la Gertrudis, llevándose la tremenda parranda con un par de putas cada uno. Rafael los reconoció de inmediato, porque les había visto un par de horas antes en la procesión de la Virgen de Luján, cada uno con la misma camisa negra y el mismo fusil máuser con que ahora, desabotonados claro, se paseaban por el burdel con una chica en cada mano. Rafael estaba seguro de haberlos visto, eran los mismos dos, sí, seguro, a la madrugada, dos días después, abandonando en un camión de la Guardia Civil el lugar donde quedaron seis hombres cosidos a balas, uno de ellos el profesor Navarro, un viejo anarquista al que igual nadie prestaba atención en la escuela.

Esa mañana, Rafael no ha escuchado tiros por ninguna parte, pero igual se ha acostumbrado a manosear la cédula y la estampita cada cierto tiempo, no tanto por sentirse aliviado como porque al parecer el gesto es lo único que le ayuda a distraerse de la cojonuda picazón en la ingle.

Al inicio de la cuesta por la que va a las tierras de los Echecopar puede ver claramente la silueta del pino que marca la desviación del camino hacia la hacienda. Los musgos y líquenes son tan grandes que el tronco ha adquirido una figura como de un murciélago esperando en medio del campo abierto. Camina con paso firme, pero lento. No conviene mucho dar a entender que se lleva prisas en estos días. Las balas siempre van más aprisa, por mucho que se apure uno. Los rojos despacharon anoche una ráfaga de tiros sobre la estación de la policía. Mal augurio, hoy habrá jaleo.

Lo primero que le llama la atención es la forma blanca que ondea como una bolsa de tela a un costado del árbol. No, no se engaña: sus ojos distinguen rápidamente la forma hinchada de unas espaldas varoniles, auque sin pelos. Observa un cuello moreno, pero poco quemado por el sol del verano y luego unos cabellos que parecen tratar de hundirse en el suelo con una fuerza animal. La camisa, blanca en efecto, se abulta sobre el cuerpo tendido boca abajo por efecto del viento matinal. Rafael puede oler la sangre hasta media legua de distancia. Se pone nervioso, muy tenso, y aprieta maquinalmente los panes contra su cuerpo. Pese a los recientes acontecimientos, Rafael ha sido sólo un repartidor de pan desde que tenía trece años, y a veces de quesos por encargos especiales, y jamás ha visto un cadáver, mucho menos estando solo. Este es el primero y ya no le cabe duda que no tiene otra cosa que pasar a su lado. Alguna vez le tenía que tocar, era cosa de un día u otro. De otro modo, se le enfriará la mitad del pan que tiene que entregar y allí sí que la cosa se pondría difícil.

Conforme avanza, todos los ruidos del campo parecen converger alrededor de ese punto que ahora marca el centro del mudo escenario. Rafael camina y va desviando los ojos como si se distrajese con los líquenes del árbol. Pero la voluntad le traiciona y se vuelve a ver una y otra vez hacia el costado del camino. Ha llegado.

La mezcla de olores no puede ser más precisa: pólvoras, sangres, orines y excrementos. El tipo ha vaciado el vientre de miedo mientras le apuntaban, o quien sabe si antes. Tal vez, Dios sabrá, esa fue la causa de todo: el mal olor de su defecación involuntaria hartó a los verdugos que se daban un festín paseándolo, lo bajaron del camión y pam pam, le encajaron varios tiros en la cabeza y el pecho. Las heridas están claras, tiene un gran coágulo en la cabeza, que tiene un orificio de salida como con forma de rosa o clavel. La camisa tiene dos grandes manchas rojas y está perforada en dos agujeros medianos chamuscados en sus bordes. Orificios de salida.

Por un momento, Rafael no puede resistir más la curiosidad y se detiene. Mira el cuerpo como si se preparara para una ocasión grave, como si fuera a decir unas palabras, a echar un responso por el, cómo se llame, rojo fusilado en medio de sus propias deyecciones corpóreas. Se santigua de todas formas y sigue su camino, de vez en cuando voltea a mirar hacia atrás, pero todo sigue igual. Solamente el sol parece irse apoderando poco a poco del camino y de aquella silueta inmóvil, que nunca le encargará ningún pan o queso por entrega especial.


1946


Manuel ha estado ayudando a la madre Bernarda a separar los higos en pequeños cestitos con los que luego la monja obsequia a los guardias civiles de la división de Cubillas. Los policías vienen en sus autos celulares una vez por semana, trayendo noticias y el correo que les encargan en la división postal de Granada. Las monjas del convento de Cubillas escriben mucho a sus familias y reciben más regalos de los que el obispo considera convenientes, pero la fiesta queda en paz siempre después que su eminencia las visita y ellas le convidan con mazapanes o dulce de higos las tardes de los jueves, en que las confiesa sin dejar ir a una sola.

La madre Bernarda está feliz con los progresos de Manolito; desde hace dos años, cuando ella llegó a Cubillas desde Pamplona, le ha tomado un gran cariño a este mozo del que nada sabe, que nunca habla y que ríe estúpidamente cuando más serio habría de estar a la hora de maitines. De lejos se le echa que tiene unos cincuenta años, auque su cerebro no parece haber vivido nunca. La gran cicatriz que lleva sobre la ceja derecha delata que no es así, que alguna vez, sabe Dios cuando, tal vez fue un labriego o un perito en supervisión de aguas, cualquier cosa. Pero ahora un velo ha caído sobre todo eso y el hombretón de rostro triste y tez aceitunada que le ayuda todos los días en el huerto apenas da señales de vivir entre los humanos. Camina muy despacito, poniendo un pie delante del otro apenas unos centímetros y luego repitiendo esta operación una infinidad de veces para cubrir apenas las distancias más pequeñas, como la existente entre la ermita y el camino verde por el que las hermanas van a la capilla menor. Su expresión varía de una melancolía profunda a una repentina sonrisa. Pero no hay caso: todo él es tan inexpresivo que sólo se le puede querer con lástima, pero querer igual. A veces se detiene en seco, suelta lo que tenga en la mano izquierda y se le lleva hacia la mejilla mientras frunce nerviosamente los ojos y empieza a babear copiosamente.

La madre Bernarda sabe de todo esto en detalle, también sabe muy bien que antes que ella llegase hubo que enseñarle a dejar de masturbarse por los huertos, aplicarle alguno que otro varazo que Manuel asimiló sólo tras un largo esfuerzo. Que ha sido inútil probar a enseñarle a leer o escribir las cosas más elementales. Fueron años de complicidad entre todas las madres para hacerse la vista gorda cada vez que Manolito empezaba a jalársela y tenían que interrumpir alguna labor para ir a gritarle que pare y encajarle algún que otro correctivo. Si el obispo lo hubiera sabido hubiese echado a Manuel el primer día, pero estas monjas le llevan a su eminencia muchas millas de ventaja en saber que el hombre no es ni Dios ni demonio.

Manuel camina hasta la mesita y pone dos cestas con higos sobre el mantel a cuadritos amarillos y blancos. Se detiene y se queda mirándolos atentamente, con una sonrisa congelada y un ligero temblor del cuello. La madre Bernarda le dice su acostumbrado pero muy bien Manolito, que cestas tan lindas que has preparado. Se acerca y le da unas palmadas en la mejilla. Manuel gira lentamente la mirada y la posa en los ojos verdes de la monja; los suyos, de un negro profundo, parecen contener lagunas de lágrimas y ecos, pero sor Bernarda puede ver con claridad que la voluntad de su protegido ni siquiera conoce el deseo de dejar salir todo eso. Repentinamente, Manuel hace un puchero y se mancha todo el pecho con babas.

Sor Bernarda está limpiando la pechera del lisiado cuando escucha acercarse la voz de Rafael. Se vuelve y le mira con gusto. Dice buenos días a este hombre reservado y provisto de unas gigantescas ojeras, que la mira fijamente, igual que a todas las mujeres desde hace un tiempo. Su aspecto de violador fracasado no impresiona en absoluto a la monja curtida en los hospitales de campaña de los años del jaleo, de la guerra, en los que tenía que doblegar brazos mucho más fuertes que los del pobre Rafael Ballesteros, que pugnaban ansiosos desde los lechos de enfermos por introducirse entre sus enaguas.

Rafael saluda con afecto. El coñac lo trae medio trastornado desde hace una semana, pero hoy la resaca se le ha terminado de pasar. Hace un mes que nadie cambia una palabra con él en la taberna del Antonio, pues ya acabó de caerles pesado a todos pidiendo que le conviden a una copita. Por lo pronto, se las ha ingeniado para cobrar unas cuentas por adelantado y se ha estado echando el aguardiente más barato de la región entre pecho y espalda para que el dinero le alcance un poco más. El pedido de la madre Bernarda le ha caído como del cielo, y los cuatro quesos que ahora le lleva le permitirán ir tirando un poco hasta fin de mes. Gracias, dice la monja, son para las familias de los guardias civiles, que estarán de fiesta el próximo fin de semana en la gruta de la virgen de las Caldas. Me lo ha encargado la superiora.

Manuel se acerca con su pasito lento hasta donde Rafael y amaga a darle un abrazo. El repartidor de panes lo recibe jubiloso y le da unos suaves puñetes en el torso, que el horticultor asistente recibe dócilmente. Lo toma por los hombros y le dice eh Manolito, ¿a qué monja te has levantado hoy, machote? Y la madre Bernarda que le dice cortante que se calle y que le va a echar si sigue bebiendo el aguamierda del Antonio y fumándose esas tagarninas que le traen los revendedores del mismísimo infierno. Que todo eso le va a dejar el cerebro peor que a Manolito y no sea hijoputa y se busque una mujer por fin. Y Rafael, travieso con la confianza que le da la madre Bernarda, le dice a Manuel que estas monjas ven casamientos de la noche a la mañana en cualquier lado.

Manuel se ríe justo a tiempo, y de buena gana, con expresión de niño idiota, pues la madre Asunta y la madre Reparada acaban de aparecer por el otro extremo del camino verde y caminan directamente hacia ellas, acompañadas del maestro Jacinto, el fotógrafo del Barrio Sur de Granada. Al muy jodido del Jacinto se le ha dado por retratar hasta el último rincón de la “Granada profunda” y anda metiendo las narices por donde no le llaman con una diligencia de verdadero fanático. Al Rafael le ha tomado como cien fotos sólo repartiendo panes, sin contar las de la cantina de Antonio y una en que le pilló por casualidad a la salida de una casa mal reputada. Ahora ha sido el turno de las monjas de Cubillas y el apóstol de las placas lleva varios días de la capilla a la cocina, al salón rectoral, al cementerio, al huerto y hasta los confesionarios. Antes de irse, su meticulosa cabeza ha reparado en el único detalle que se le pasaba por alto de aquel levantamiento de intimidades conventuales: el rostro del buenazo de Manolito, que casi se le pasa en un descuido que nunca iba a perdonarse.

Sor Reparada dice a la madre Bernarda que se pare a un lado de la madre asunta para que salga en la fotografía con la superiora. Sí, sí, Rafael, quédese usted en la foto que así nuestro Manuel no se pone nervioso. Rafael ensaya una sonrisa, mira de frente, pero, ahora igual que diez años atrás, no puede evitar mirar de costado como ese día cuando pasó junto al cuerpo en el camino. Manuel mira la cámara y se pone muy serio, aunque su expresión no denota ningún sentimiento. Ánimo, Manuelaso, que una foto no le hace daño a nadie. Le toma de la mano y se la aprieta un poco. Manuel ya no está tan serio, no mira la cámara, pero ha adoptado una expresión más serena.

Los ojos de Rafael se salen un poco de la órbita de sus ojeras, como aquel día de agosto de 1936, cuando volvió por el camino dos horas después de haber visto al primer muerto de su vida. Sentía cómo le hormigueaba la espalda mientras la silueta del árbol empezaba a aparecer en el camino, como empezaba a sentir un escalofrío en la nuca y su respiración se iba haciendo entrecortada y sus pasos cada vez más lentos. De pronto, sintió que se le helaba la sangre y reprimió un grito. La cantimplora se le cayó de las manos y él se quedó de rodillas en el camino. El cuerpo se había movido unos tres metros hacia el sendero de la hacienda de Echecopar y un reguero de sangre se expandía por sobre la tierra en la que se había arrastrado. Su mano derecha se aferraba a una piedra suelta en la que trataba de apoyarse para tomar impulso.


1956


Agua. El moribundo quería agua, eso estaba claro. Pese a las terribles heridas que Rafael descubrió sobre el cuerpo, estaba claro que la sed devoraba al herido. Corrió de vuelta sobre sus pasos y tomó la cantimplora que derramaba lentamente un hilito de agua sobre la tierra, aferró fuertemente la cara ensangrentada y le aplicó la boquilla metálica sobre los labios. Al contacto con el líquido todo el cuerpo se estremeció con una fuerza desmesurada, las manos se crisparon y trataron de cerrarse una sobre la otra. Rafael lo sostuvo con todas sus fuerzas y por un momento le pareció que el fusilado iba a incorporarse, a pararse sobre sus dos pies. Pero entonces el hombrón volvió a desplomarse: la sangre perdida en sabe Dios cuántas horas después de ser baleado volvía a reclamar sus fueros de muerte sobre esas carnes que apenas ayer habían sido tersas y apretadas. A sus ojos y narices, el hombre volvió a ser los cuatro elementos con que lo había visto por primera vez: pólvora, sangre, excremento y orina.

Rafael estaba desconcertado, como presa de la irrealidad de uno de sus sueños. Se preguntó si todo estaba por terminar despertándose de repente, empapado de sudor. Pensó que tal vez sólo sería otro de esos fantasmales relatos oníricos que luego le costaría separar de la realidad vivida. Pero entonces el grito lo devolvió a la realidad. Salió desde el fondo de las entrañas del herido y fue largísimo; era un grito de tono muy alto, como el de un bebé que chilla de hambre. Un lamento sin lágrimas ni expresión, sólo una especie de queja postergada, tal vez la súplica desesperada que le negó a sus verdugos como una última muestra de orgullo, pese a la traición de su vientre. ¿Y si se había cagado después de que lo fusilaron? Después de todo, el tío estaba vivo.

¿Qué hacer? Si lo fusilaron una vez y saben que está vivo volverán a terminar el despacho, ¿no? Y vaya uno a saber si este sobrevivirá a fin de cuentas. ¿Qué hacer, coño?

La hermana Reparada pasa ahora los días llevando flores. Muerta la madre superiora, muerta la madre Bernarda y hasta Manolito, de un derrame cerebral hace dos años, su vida transcurre más del lado de las tumbas del cementerio del convento que del viejo huerto. Rafael viene a acompañarla y traer algunos encargos de panllevar del pueblo de vez en cuando. Los dos caminan casi media hora hasta llegar, una por una, a depositar flores en las tumbas de sus buenos amigos. La foto del Jacinto que la madre lleva entre los pliegues de su sotana siempre sale a la luz más temprano que tarde. A la monja no le importa no aparecer en ella y hasta ha empezado a imaginarse a la vejez que fue ella quien la tomó. En el extremo izquierdo está la madre superiora, con su cofia ajustada que le deja apenas una parte de la cara a la vista. Esas cofias tan ajustadas fueron las que hicieron pensar al Rafael, cuando niño, que las monjas eran unas criaturas hechas de la tela del hábito, debajo de la cual no existía ningún cuerpo, sólo una cara sonrosada que sobresalía por el agujero del traje. La seriedad inmutable de la superiora no puede, sin embargo, mentir: se siente muy a gusto en la foto, al lado de la madre Bernarda. La monja navarra sostiene una cestita de higos entre sus manos, la muestra orgullosa. Su mirada es profunda y clara, a través de ella se puede ver más conocimiento y comprensión de los caminos de España y los pecados de su gente que de cualquier ruta al cielo. Su media sonrisa revela a una mujer de sentimientos sencillos y nobles, pero muy dada a hacer cumplir su voluntad. Luego está el Rafael, que también se ha encargado de agenciarse una copia antes de que cerraran el estudio del Jacinto y remataran todas las placas hace un año, achispado por el coñac y con la misma expresión atenta que le ha acompañado toda la vida, que lo hace recordar a los niños que contemplan curiosos un espectáculo de marionetas, y estaba Manuel, muy derecho y hasta guapo aquella mañana.

La madre superiora lo había rebautizado con el nombre de Manuel después de mucho dudar sobre el modo de averiguar el nombre del moribundo que Rafael recogió en el camino de Echecopar sin levantar ninguna sospecha por los alrededores. Imposible. La Navidad de 1936 sólo trajo más sobresaltos a Granada, y al final esos sólo fueron los tímidos augurios de lo que vendría más tarde. Apenas se supiera de la existencia de este hombre que se debatía por meses entre la vida y la muerte, con una perforación de bala en el lado derecho del cráneo por la que había escapado la mitad de su cerebro, el gobierno o la milicia llegarían de inmediato a disponer su arresto y poco después engrosaría las filas de desaparecidos. El acuerdo entre las monjas fue tácito: el pobre moribundo sería su protegido pase lo que pase. Así lo cuidaron por turnos durante todo un año, le cambiaron las vendas y lo alimentaron, le bañaron y limpiaron los orines y excrementos que no pudo controlar por mucho tiempo. Poco a poco, las heridas cerraron y el cuerpo fue recuperando su fisonomía humana, los ojos volvieron a la vida una mañana. La mirada del hombre era tan negra y profunda que la hermana Asunta dio un salto de susto la primera vez que lo vio sentado en la cama completamente despierto, mirándola fijamente.

Pero el despertar había terminado allí. Manuel nunca pudo emitir una palabra ni aprender nada fuera de cosas elementales, como fregar los pisos o pasar una escoba. La madre Bernarda había tenido más éxito con él como ayudante en el huerto, y hasta había aprendido a clasificar algunos frutos para el empaquetado.

Ahora la hermana Reparada y Rafael están sentados frente a la lápida que lleva como única inscripción las palabras “Don Manuel”, entre los dos está, en cuclillas, la hermana Asunción, la joven asistente de la monja enfermera, igual que casi todas las monjas de Cubillas, que se foguearon en los hospitales durante la guerra. Sor Asunción se lleva un pedazo de turrón a la boca y el sonido de su masticación rompe el profundo silencio del momento. La mayor de las monjas se guarda la foto del Jacinto en un bolsillo secretero y se queda como meditando por varios minutos. El viejo repartidor de pan mira a las dos religiosas y se distrae por momentos auscultando las nubes en el fondo de la planicie.

- Don Rafael, quiero que vea algo.

Rafael se da cuenta que se ha estado quedando dormido y por un momento no entiende si las palabras de la monja vienen de la vigilia o de su ensoñación. Mecánicamente, se lleva la mano derecha a la entrepierna y se palpa allí con dos dedos. Ha comprendido que está despierto.

Los tres se miran y es como si adoptaran la misma expresión que aquella mañana de veinte años atrás, cuando él y la superiora discutieron juntos en el recibidor del convento qué hacer con aquel hombre desecho a balazos que él había arrastrado hasta allí. No se le había ocurrido otra idea, las monjas vivían cerca y no iban a dejar morir así de fácil a alguien que hasta parecía una buena persona. Quién sabe por qué causas lo habrían fusilado los milicianos, si era un rojo ya había tenido suficiente jaleo con esas balas tiradas a quemarropa. Al menos para él, el Rafael, eso era suficiente. Y también lo fue para la monjas enfermeras.

La madre Reparada abre su misal y busca entre las estampas que lleva en él. Rápidamente da con una del Cristo de Medinacelli, bastante bien impresa en un aguafuerte exquisito. Fue hace cuatro años, dice la monja; le entregué esta estampa a Manuel para que me acompañe al rezo de vísperas. Íbamos por el camino verde cuando nos cruzamos con sor Angustias, la despensera, que traía un cuaderno en una mano y un lápiz en la otra. Manuel se detuvo y caminó hacia ella, estiró la mano y apuntó al lápiz. A qué esperas, dije yo, dáselo de una vez, a ver qué hace. Entonces Manuel tomó el carboncillo con la mano izquierda y los usó para garabatear el anverso de la estampita. Duró sólo un par de segundos. Entonces vino y me la entregó. Nunca más pude hace que escribiera otra cosa, pero esto sí que lo escribió, él que nunca había podido aprender una letra.

Rafael toma la estampa y la revisa con minuciosidad. Para su sorpresa, no se apresura a voltearla sino que primero recorre la efigie del Cristo con la mirada con atención. Entonces, su dedo pulgar hace un leve giro y la estampa se vuelve sobre la palma de su mano como un naipe. Sobre el fino papel de tela trenzada hay, en efecto, un garabato de trazo irregular, pero perfectamente legible, cuatro letras bien hilvanadas que parecen haber sido escritas desde el fondo de un sentimiento profundamente unido a su significado: “agua”.


1966


El agua de la represa cubrió en pocos segundos toda la extensión de la quebrada de Cubillas. Gran parte del huerto y todo el cementerio del convento quedaron sepultados bajo millones de metros cúbicos de líquido. La Secretaría de Aguas no había conseguido a tiempo la extensión presupuestal para mover los cuerpos del lugar y el obispo prefirió dejarlos en la tierra consagrada. En las orillas del nuevo lago artificial pronto se formaron algunas ciénagas que se convirtieron en el lugar favorito para los paseos de los enamorados y los niños exploradores. Una tarde, un batallón de estos últimos se ganó la celebridad por un día en los diarios de toda España, cuando halló, sepultado a muy poca profundidad, el esqueleto intacto de un milenario jabalí gigante, cuya fotografía llenó generosamente las primeras planas.


1976


La sala huele a orines, a tabaco y a semen. La alfombra de color granate tiene grandes lamparones donde los pasos interminables de los asistentes a las funciones continuadas de películas pornográficas han marcado caminos naturales fáciles de seguir incluso en la oscuridad. La sala es muy silenciosa y sólo se pueden adivinar los suaves gemidos de los que se la corren apretados en su butaca, algunos sin aflojarse los pantalones.

Rafael se abre paso entre los espectadores reclinados en las sillas, a veces tiene que levantar una pierna, luego otra, para pasar por delante de alguno. Camina hasta el centro de una fila de butacas y se sienta. Es verano en Fuencasals y eso le añade un morbo sudoroso a la sala. Ha llegado justo para ver a Hans Vorpe venirse en la boca de Manuela Aguirre, luego siguen las letritas de los créditos pasando a toda velocidad por la pantalla. Habrá que esperar unos minutos. Rafael se relaja, saca un pan de su bolsillo y lo mastica. Ha estado ebrio por varios días y ahora espera que un buen sacudón le ayude a pasar la resaca. No sabe por qué ha elegido este teatro, cuando él se atreve sólo muy de vez en cuando a entrar a las funciones pornográficas, pero tomó la resolución así, de repente. Va a cumplir sesenta y cinco años y sigue soltero; cada dos o tres semanas se da una vuelta por la ciudad, ahora en busca de prostitutas viejas, las únicas que puede pagar, pero por alguna razón sigue convencido que hallará una mujer con la que compartir su vida. Se sigue fijando en ellas, todas, por las calles. Ahora las chicas ya ni le prestan atención; lo único que les resulta llamativo en él es la magnitud de sus ojeras, que se ha ido acentuando con los años.

Siente una fuerte opresión en las tripas, y la sensación de pesadez se está apoderando de nuevo de su cabeza. Se impacienta porque la película demora en recomenzar, mientras una serie de imágenes se agolpan en su cabeza, rostros de muchos años atrás, de su padre, cuidador de bosques y su madre haciendo tortillas al aire libre en una mañana de marzo. Se da cuenta que ha empezado a dormirse y se abandona plácidamente a la sensación de somnolencia que invade poco a poco su cuerpo, aunque tose dolorosamente por momentos.

Pero no, no está soñando. Sus ojos se abren desmesuradamente cuando la proyección se reinicia y empieza a proyectarse el noticiero semanal. Lo que ve hace que la sangre se le agolpe en la cabeza y el latido de sus venas casi le impida escuchar las palabras. Se pone de pie, alelado, y levanta el brazo derecho señalando con el índice hacia la pantalla. En la sala nadie protesta, después de todo, aun no es la película. Allí, en frente suyo, en una vieja película, Manuel está mirando a la cámara sonriente y habla.

Rafael vuelve a golpearse la mejilla para acabar de despertar, pero el rostro de Manolito no se ha ido de enfrente suyo. Manuel se pasa la mano y se alisa el pelo sobre la ceja derecha, justo por donde le entró la bala, y dice muy clarito: “En el año de 1917 tuve la suerte de ver a un hada en la habitación de un niño pequeño, primo mío. Fue una centésima de segundo, pero la vi”. Se detiene u segundo y sonríe mirando hacia atrás de la cámara, como escuchando complacido un comentario del reportero. Luego adopta una actitud un poco más reposada y sigue “Es decir, la vi, … como se ven las cosas puras, situadas al margen de la circulación de la sangre, con el rabillo del ojo, como el gran poeta Juan Ramón Jiménez vio a las sirenas, a su vuelta de América”.

Rafael se sienta de nuevo y se queda helado en la butaca. Ya no oye nada de lo que Manolito dice sobre las nanas infantiles ni distingue sus palabras sobre el cante jondo, no presta atención al rollo del reportero, aunque llega a entender algo de que poeta y que un teatro; pero sí puede reconocer una a una sus expresiones, las mismas que fue conociendo en detalle por dieciocho años, excepto por aquella sorpresa que la monja le dio dos años después de su muerte, cuando le contó que había escrito la palabra “agua”. ¿Qué agua, acaso aquella que Rafael le dio cuando se moría en mitad de un miserable camino con la cabeza taladrada a polvorazos?, ¿acaso la premonición del agua que un día cubriría su cadáver sepultado en el fondo de una laguna artificial? Agua, ¿qué agua, coño?

Se pone de pie y abandona la sala sin detenerse a pedir permiso. La película ya ha comenzado cuando atraviesa la cortina de la puerta de la calle. No se molesta en pedir ninguna contraseña al boletero. Camina como un autómata hasta quedar parado en mitad de la pista, sin darse cuenta de donde está. Entonces Rafael Ballesteros, que toda su vida se ha dedicado a repartir panes y quesos por encargos especiales, gira a su derecha y empieza a caminar decididamente, con pasos cada vez más rápidos, hacia la cantina de Antonio. Repite maquinalmente los tres nombres que ha escuchado mencionar en la pantalla, una y otra vez. No entiende el cambio que se operado en su vida, ni entiende las palabras de Manuel. Pero ahora esos borrachos sí que van a escucharlo; esta vez van a tener que invitarle un coñac del mejor.

Texto agregado el 02-02-2004, y leído por 439 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
04-02-2004 Tu cuento, AGUA no lo he leído. Me lo he bebido. De punta a punta, recorriendo esas cuatro décadas en puntillas y respeto. Mi opinión de humilde, proletario y franciscano lector, te la daré desde ese punto de vista, de humilde lector, ya que, lamentablemente no soy erudito ni intelectual. Desde que el bueno de Rafael encuentra al herido y queda completamente solo cuando “... solamente el sol parece irse apoderando poco a poco del camino...” ya uno intuye mieles en el relato. Y creí haber empezado a adivinar a Federico. La narrativa es tan buena, que uno no quiere desprenderse del cuadro que presentas y quisiera seguir buscando más, no dando tiempo al sorbo del vino o al sorbo de una taza de café. La idea del sufrimiento, posterior muerte y entierro del personaje principal, Manolín a mi entender, para resucitarle 3 décadas después, en una vieja película, es una alegoría religiosa monumental y fascinante. Y encontrar a Lorca, en el final del camino, para Rafael, dándole entonces su momento de gloria en una vida oscura y apagada, reivindica al Buen Pastor, en este caso vendedor de panes y quesos, al darle esa agua necesaria que, a la larga, le dará nombre al cuento. Todos los personajes son manejados de forma sutil, hasta los del convento. Sin prisas. La imagen de la monja sólo hábito, en la infancia de Rafael, se refleja los mismos hábitos de las religiosas, donde escamoteaban la fotografía de tanto significado para ellas. Este cuento tuyo es un diamante al que, un par de pulidas, pro forma, lo convierten en el diamante para publicarse. Al finalizar el cuento, me hubiese gustado brindar con un Rioja Gran Reserva, en honor a ti y a Federico garcía Lorca. ¿Me equivoco? rodrigo
03-02-2004 Muy bueno tu relato, muy bien hilvanada la trama. Un abrazo Pinocho
02-02-2004 Muy interesante texto. Disfruté leyéndolo de corrido. Volveré a hacerlo.Gracias albertoccarles
 
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