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Inicio / Cuenteros Locales / albertoccarles / Una tarde de septiembre (Obstetricia I)

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La mañana había transcurrido tranquila, aunque algunos signos hacían sospechar la cercanía de tiempos tormentosos. Esas señales se vinculaban con la falta de profesionales de guardia en el Servicio de Obstetricia. Varios días de la semana quedaban cubiertos sólo con obstétricas (parteras), y los embarazos complicados se derivaban, con gran dificultad, a otros Hospitales más completos o de mayor complejidad.
Eran pasadas las dos de la tarde y me proponía cerrar el recinto de la Dirección, después de firmar todas las notas y expedientes del día. Hacía escasos minutos que la administradora se había retirado del despacho con las correspondientes carpetas bajo el brazo, luego de hacer las acostumbradas recomendaciones de rigor, despidiéndose hasta el día siguiente.
Ordenaba yo una vez más la superficie del escritorio, cubierta por un mar de papeles y objetos diversos, cuando llamó uno de los teléfonos. Era el negro, el interno, el más temible.
- Es de Obstetricia, doctor- me ofrecía el tubo la secretaria, con un gesto de preocupación y urgencia.
- Sí, ¿Quién habla? ¿Qué sucede?- Mi voz delataba una ansiedad que todavía no se justificaba.
- Soy la obstétrica de guardia, doctor, y tengo un problema, un problema serio – y enfatizaba las últimas palabras.
- Bueno, dígame... - En realidad, lo que menos deseaba en ese momento era que me dijeran lo que me estaban por decir.
- Estaba haciendo un parto, pero el bebé de pronto empezó a encajarse, y no progresa. Está en el tercer plano y...
- ¿Y no está el médico de guardia?... - La pregunta se contestaba sola; era estúpidamente obvia.
- No, doctor. No hay guardia, y el médico de planta ya se retiró.
- ¿Cómo está el bebé?
- Los latidos se oyen bien, todavía...
-¿No tiene goteo, verdad?
- No, doctor; el parto venía bien, pero evidentemente hay una desproporción que no le permite progresar...
- Bueno, aguárdeme un momento que voy a hacer una consulta, y mantenga a la paciente calmada...
- Está bien, doctor...
Mi cerebro comenzó a levantar temperatura; el cuello se había contracturado súbitamente, y debajo del occipital dos nervios hervían de tensión. Mediante el teléfono externo me comuniqué con el Hospital de San Miguel (*). Su director me relacionó con el jefe de Obstetricia, quien, al comentarle sucintamente el caso, se expidió rotundo:
- Doctor, llame ya a la partera y dígale que no permita que siga bajando el bebé; que empuje hacia arriba con un brazo adentro y el puño cerrado, bien fuerte.
- De acuerdo -. Dejé el auricular sobre el escritorio, y llamé por el interno a la obstétrica y le ordené que siguiera, sin dudas ni discusiones, esa indicación, precisamente y sin demoras.
- ¿Y luego, doctor?...- Había regresado al médico de San Miguel.
- Prepare urgente la cesárea con los cirujanos. Llámeme, si necesita aclarar algo, doctor; yo voy a quedarme un rato más por acá.
- Entendido, y gracias, doctor -. Me despedí e inmediatamente volví al interno. Ordené que trasladaran a la paciente al quirófano del Servicio, y la prepararan para la cesárea. Mientras mi secretaria convocaba al anestesista de guardia pasiva, para realizar la peridural, llamé al Servicio de Emergencia por el interno, solicitando la presencia de la cirujana de turno en la Dirección. Mi cerebro hervía, y mis suprarrenales configuraban un limón exprimido. Volví a contactarme con la obstétrica, para tranquilizarla, y le informé de la inminencia del desenlace de la cuestión a través de una cesárea. Terminaba de hablar cuando ingresó la cirujana de guardia. Abrió la puerta con timidez, asomó la parte superior del cuerpo, adelantando unos ojos enormes, y anunciándose:
- Permiso, doctor...
- Sí, adelante- y sin más trámite le informé de la urgente necesidad de hacer la cesárea. El color de su cara viró hacia el del níveo ambo de guardia. Comenzó a tartamudear, y mis suprarrenales volvieron a protestar. El nudo en la nuca se hacía gordiano.
- Pppero... yyo nnnunca hiice unna ccceesárea... No puedo hacerla, doctor- concluyó con excesiva firmeza. Arrugaba el ceño y estrujaba un borde de la chaqueta. La miré como quien contempla un auto descompuesto en el medio del desierto. Ganas de patearle un guardabarros no me faltaban.
- Bueno, siempre hay una primera vez, doctora- repliqué, sin otra ambición que revertir su inesperada y sorprendente decisión. Decisión que reafirmó irrevocable. Me levantaba del asiento para hacer algo, probablemente alguna macana, aunque más no fuera de índole verbal, cuando por detrás de ella, bastante más alto, apareció el residente de tercero de cirugía, que acompañaba a la doctora en la guardia.
-¿Qué anda sucediendo, Doc? ¿Problemas?- El tono jovial del muchacho, me alivió. Él siempre había sido harto desenvuelto, y aparentaba contar con una amplia experiencia en sus años de residente y los previos de practicante.
- Más que problemas, hiperproblemas. Hay que hacer una cesárea urgentísima; no hay médico obstetra a la vista, el bebé ya está casi encajado; tengo a la partera empujando con un puño y aguardando la operación. Ya llamé al anestesista para hacer la peridural, pero...
- Pero qué, doctor...
- Que la doctora no quiere operar; dice que no sabe hacerla-. El residente la miró de soslayo, y la cirujana movía la cabeza negativamente, mientras contemplaba el piso con fijeza, como si hubiera extraviado alguna llave en la penumbra.
- La hago yo, doctor, no se preocupe más... y que la doctora- y la señaló con el mentón a la cirujana, que parecía haber descendido a un nivel casi de practicante de ingreso- me ayude-. Ella le sonrió abiertamente en señal de agradecimiento, pero él ya no la miraba. Sus suprarrenales habían comenzado a prepararlo para la acción.
- Bien doctorazo, partan ya para allá, que yo voy a llamar a la pediatra para que se prepare- los despedí, ya con una luz en el fondo del túnel.
Por el interno, negro menos tenebroso, llamé nuevamente a la obstétrica y le di las últimas novedades; luego convoqué a la pediatra de guardia.
- No pensarás que voy a estar allí, sola- descargó en cuanto le conté el caso.
- ¿Pero cómo se te ocurre que voy a hacer una cosa así? Descontá que yo voy a estar allí, a tu lado para lo que sea necesario.
Había comenzado a recuperar algo de buen humor, y, por otro lado, mi experiencia como pediatra avalaba mis dichos. Las suprarrenales, o las coronarias, no sé cuales primero, ya no hubieran soportado otra discusión. Por lo menos, por lo que restaba del día.
Tomé otro café y estuve jugueteando, tentado, con un paquete de cigarrillos que alguien había olvidado sobre el escritorio. Me llamó entonces la secretaria de Obstetricia, para informarme de la llegada del anestesista, y abandoné la idea del tabaco.
Caminé lentamente hacia la maternidad, con la cabeza en blanco, vacía de palabras, ideas, pensamientos. Subí los dos pisos por la escalera, y cuando llegué, ya estaban comenzando la intervención. La pediatra me señaló una silla junto al sector de recepción de recién nacidos. Me acerqué al quirófano, y la partera se volvió al verme y me saludó con la cabeza. Su brazo derecho se hundía, firme, debajo de la verde pañoleta, sosteniendo el avance del bebé. El residente, con la lámpara en la frente, alzó la cabeza y me guiñó un ojo. Comandaba con solvencia.
- Relájese, jefe, que ya está casi resuelto; viene todo bien- y volvió a zambullirse en la operación.
Me alejé hacia el pasillo, y contemplé el paisaje a través de un ventanal. Las copas de los árboles, ya muy verdes, eran mecidas por un fuerte viento primaveral, cuyo ímpetu hacía vibrar los vidrios de la enorme ventana. Con los oídos muy abiertos pero sin volverme, presencié el nacimiento.
El líquido había sido claro, y el aire entraba en los pulmones del niño con naturalidad, saliendo luego con tranquilizadora estridencia. Suspiré vigorosamente, mientras una sensación de cansancio extremo hormigueaba en mis piernas, en mis brazos, en mis hombros, aflojando de improviso el nudo de la nuca. Volví a extrañar el cigarrillo; deseaba en esos momentos sentir el humo ingresando hasta la punta de los pies.
Me arrimé a la pediatra, que en ese instante aspiraba y secaba con satisfacción al varón de tres kilos y medio, que seguía chillando con energía. En la carita se evidenciaba la máscara equimótica, fruto del intento fallido de nacer por vía baja. Después me acerqué al quirófano y me despedí del equipo.
- Enhorabuena, doctor - le dije al residente- el bebé está bien. Gracias a todos...
- Para ser mi primera cesárea, no estuvo mal, ¿verdad?- me respondió él con tono festivo. No le creí, pero tampoco me quedé allí para verificar su aserción.
Bajé los dos pisos por las escalera, a los saltos. Eran casi las cuatro de la tarde. Cerré el despacho de la Dirección y me fui a casa. En media hora debía estar atendiendo el consultorio, y quería tomar unos mates antes de empezar.
Varios meses de exhaustivas gestiones me llevaría completar la guardia en el Servicio de Obstetricia. Entretanto... habría que subsistir.


(*) Hospital "Larcade" de San Miguel, Provincia de Buenos Aires

Texto agregado el 06-02-2004, y leído por 448 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
09-02-2004 El paciente indicado, al lugar indicado, en el tiempo indicado...¿cuando fue la última vez que leí eso?...Cómo me gustan estos relatos de bitácora hospitalaria, con tanto de realidad y tan estupenda factura ficcional. Gracias por compartirlo hache
 
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