Cada vez que escribo un cuento me persigue la idea de qué dirá el resto, si será de su gusto y placer, si lo masticará y luego lo escupirá, comentando por el simple hecho de haber recorrido lo que yo escupí antes, y luego me miro las manos y vuelvo a imaginarlas rotas por tantos cuentos tristes que quise escribir y me guardo, por tantos sanguinolentos cuentos que ansiaban un suicidio pueril y vuelvo a verme verde, como un capullo, una crisálida a punto de romperse y es que busco el ego, un poco de metal ambarino para mi autoestima, lágrimas de amor sobre mi piel, todas esas cosas que me son esenciales.

Sentirme querida por desconocidos me resulta incierto pero acogedor y hasta un poco adictivo, es el pecado del escritor, alimentarse de palabras ajenas que vuelven obeso al "yo".

Si no fuera por mis palabras, si mis manos se hallaran marchitas entre tanto pensamiento triste, tal vez este sujeto que ni siquiera pensaba presentarse con la formalidad de un renombrado personaje (porque mucho he escuchado hablar del ego) ya se hubiese muerto de inanición, como sucede cada diez segundos en algunos países del África.