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En general suelo ser muy buen vecino con mis vecinos. Especialmente con los que viven cerca de mí, porque tengo más oportunidad de demostrarles mi innata generosidad. Porque si un vecino me queda lejos, a ocho kilómetros por ejemplo, ya me cuesta más trabajo acercarme hasta su casa para preguntarle si quiere algo del pueblo (unos croissants, el periódico...). Sobre todo teniendo en cuenta que el pueblo está a sólo dos kilómetros de mi casa.
Así pues, queda claro que los que más disfrutan de mi compañía y de mis servicios son mis vecinos de edificio. Y especialmente los de mi rellano. Tengo dos. Y los dos están más que satisfechos con mi presencia. Lo intuyo a pesar de que su discreción les impide abrazarme cuando nos cruzamos por la escalera.
Para que se hagan una idea les contaré lo último que he hecho por mis vecinos de la puerta 3. Estaba paseando el otro día y vi que se habían olvidado encendida la luz de la terraza. Es algo habitual, porque el interruptor está en el interior, en el salón, y si por un descuido lo cambias de posición, no te das cuenta de que has encendido la lámpara, que está afuera. Posiblemente fue la chica de la limpieza, porque ellos no venían hasta el viernes por la tarde. Y era martes. Así que pensé que cuando llegaran la encontarían encendida, con el consiguiente disgusto por el gasto energético (aunque aprecié que era una bombilla cara, de esas de bajo consumo) y el enfado hacia la chica que venía una vez por semana a dejarles el apartamento en condiciones.
Así que decidí actuar por mi cuenta. La terraza da a la calle y está a unos tres o cuatro metros de altura, es una primera planta. El problema mayor es que desde la acera hay una distancia de unos doce metros, que son los que ocupa el jardín de la planta baja. En cualquier caso, nada insalvable para un buen tiro de piedra. Ese era el plan. Cojo una piedra y la lanzo con fuerza, rompo la bombilla y se acabó el despilfarro.
Al séptimo intento frustrado decido cambiar la estrategia. Las piedras dejan señal en la pared difícil de restaurar. Desde abajo se apreciaban ya tres desconchones importantes y un par de ligeros. Las otras dos piedras habían ido a parar al vecino de abajo, sin causar apenas desperfectos, si descontamos la bombilla que en este caso sí se rompió. Pienso que será mejor lanzar objetos más blandos, que no causen daños irreparables. Los tomates serán una buena solución. En casa encuentro sólo tres. Los cojo y añado un calabacín, que previsoramente corto en tres pedazos, y las dos únicas patatas que me quedaban.
Vuelvo a la calle. Nada, en cinco minutos he acabado las municiones. Además, ha oscurecido y empieza a hacer frío. Lo dejo todo para mañana.
Al día siguiente regreso con unas cuantas naranjas. Sin resultado positivo. Se ve que he perdido los nervios y se ha resentido la puntería. Digo lo de los nervios porque al acabar las naranjas he seguido con la media docena de huevos que había comprado para uso personal, no como proyectiles. La mayoría no ha llegado a su destino. Han aterrizado en el jardín.
Pruebo desde casa. Mi terraza colinda con la suya. De hecho, es una terraza dividida en dos partes separadas apenas por una mampara de plástico. Pruebo a tirar un vaso de agua, a ver si con esto consigo hacer explotar la bombilla. Nada, no llego. Cambio el vaso por una jarra. Y con el impulso, se me resbala y se estrella en el suelo, rompiéndose en mil pedazos. El paisaje es desolador. Las naranjas, el calabacín, las patatas y los tomates reventados, los cristales, algún huevo, agua. Calculo el gasto que llevo. No importa, posiblemente me resarcirán, agradecidos.
Empieza a llover. Lo dejo por hoy. Es miércoles. Aún tengo tiempo.
Se pasa todo el día lloviendo. Lo mismo que el jueves. Para de llover a la noche, pero estoy cansado.
Amanece el viernes y despierto animado. Lo conseguiré. A grandes males, grandes remedios. Esta bombilla me está poniendo a prueba, así que he de exprimir todo mi ingenio. Ya está. Lanzaré unas bolas de papel, impregnadas en alcohol. La bombilla incendiará el papel, y se fundirá. Ergo, se apagará. Estoy eufórico, me sorprendo a mí mismo de lo rápido que encuentro soluciones a los problemas. Ya debería estar acostumbrado porque no es la primera vez.
Esta vez sí que ha dado resultado. Después de tres bolas que han ido a parar a una mesa de teka y a una tumbona, la cuarta ha llegado a su destino. Y efectivamente, ha explotado la bombilla. Un efecto colateral con el que no había contado. Sinceramente. Se ha desprendido la bola de papel y ha quemado las otras que estaban en la mesa y en la tumbona, que han empezado a arder. Por suerte, se consumen rápidamente, y apenas causan destrozos en la fachada. Ha habido un momento de descontrol cuando las llamas han alcanzado el toldo, pero finalmente se ha consumido sin más problemas. Y el armazón es aprovechable. Sólo hay que cambiar la lona. La pared queda ligeramente tiznada de negro por el humo, pero nada que una buena mano de pintura no pueda restaurar. Y así de paso, se arreglan los desconchones. Las dos mountain-bike colgadas de la pared tampoco salen muy mal paradas. Los sillines están chamuscados, y los asientos donde llevan a sus hijas también, porque son de plástico. Pero nada más. Se nota que son buenas. Lo sé porque me dijo el vecino lo que le habían costado. Casi tres mil euros entre las dos.
Bueno, ya está. Solucionado. Y lo más importante. A tiempo. Los vecinos están a punto de llegar. Les haré un resumen de lo ocurrido. Y les contaré también que con todo el trajín no he podido resolverles la gestión que me habían encomendado. Darles de alta en la compañía de seguros. Así que les devolveré la llave del apartamento que me habían dejado por si el agente de la compañía tenía que venir.

Texto agregado el 13-02-2007, y leído por 76 visitantes. (0 votos)


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