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INDOLENCIA

Ya desde su infancia, Raúl mostró una innegable tendencia a la molicie. Era un niño que se pasaba ante el televisor todas las horas de ocio que le dejaba el colegio, tragándose un programa tras otro sin apenas cambiar de canal, mientras sus hermanos y amigos saltaban y corrían en el patio trasero de la gran casa de vecinos en que vivían. Aunque su madre lo espoleaba continuamente para que saliese a jugar, apenas conseguía que se alejase del sillón unos pocos minutos. Cuando se quería dar cuenta lo tenía de nuevo tirado en el sofá o incluso en la cama.
Las aficiones de Raúl siempre fueron sedentarias. Además de la omnipresente televisión y los videojuegos, se aficionó a la lectura. No es que encontrase una satisfacción intelectual en ella, más bien leía por no levantarse, vestirse y salir a la calle. El tener que abandonar la postura desparramada en el sofá le producía una pereza infinita e iba postergando el momento de incorporarse, hasta que le parecía que ya era demasiado tarde para hacer nada. Cogía un libro y se arrastraba a la cama. Incluso leyendo sin convicción fue construyéndose una pequeña cultura. Pero se la guardaba para sus adentros: era demasiado comodón para enlazarse en discusiones elevadas que le exigieran algún esfuerzo, aunque fuese mental. Nada parecía interesarle, nada le atraía.
Pero en la pubertad, obligado quizás por las hormonas, comenzó a moverse, a salir más. Se le veía casi activo. Fue durante esa etapa cuando conoció a María, una muchacha de su barrio que le gustó desde el momento en que la vio. Sin que él se diera mucha cuenta, los dos o tres amigos que aún le quedaban lo enredaron hasta llegar a una especie de declaración de amor en la que María levó toda la iniciativa y habló por él, que se limitaba a asentir con imprecisos monosílabos. A ella le había atraído aquel muchacho tan correcto, que hablaba poco pero con sentido común, y, sobre todo, que se recogía temprano a su casa. Cometió el gran error de confundir la profunda apatía de Raúl con una simple timidez.
Empujado por la inercia, abrumado por la familia y los amigos que creyeron que había despertado de su letargo, Raúl continuó un noviazgo convencional y monótono que no le exigía desplazarse demasiado lejos de su casa para ver a la novia, una joven callada que no hacía preguntas incómodas y que se contentaba con que la llevasen al altar cuanto antes.
No duró mucho tiempo esa situación. Cuando Raúl empezaba a cansarse del farragoso ir y venir de su casa a la de ella, y ya alimentaba accesos de nostalgia de su sofá, se encontró con una boda preparada, incluyendo un coqueto piso en las afueras de la ciudad y un cómodo trabajo en la fábrica de su suegro.
A partir de entonces, su existencia discurrió por un amable camino de sosiego y de paz. Pasados los primeros días de lógica actividad conyugal, Raúl comprobó cómo su afición a la vida regalada encajaba como un guante en lo que tenía ante sí. Su suegro, con la sabiduría del hombre que se ha hecho a sí mismo, lo situó en la empresa en un puesto ficticio sin actividad ni responsabilidad alguna, con la esperanza de que aquel lechuzo que se había llevado a su hija hiciese el menos daño posible en su patrimonio. Pero a Raúl lo único que le importaba es que no le controlaban el horario al llegar ni al salir del trabajo, por lo que a las pocas semanas ya era el último que llegaba pero el primero que se iba.
La mayor parte de las horas las pasaba en la cama, sin leer y sin hacer nada. La conversación con su mujer, que nunca había sido dicharachera, se convirtió en casi inexistente. Hablaban lo justo para sobrevivir a la vida en común. María confió al principio en que aquello fuese pasajero, pero poco a poco fue comprendiendo la naturaleza de su marido y como era joven, bonita y con dinero no le costó mucho descubrir una doble vida fuera de su hogar, con amigas para tomar café, ir al cine o a un restaurante y con amigos para todo lo demás. A Raúl no le incomodaban en absoluto las ausencias de su mujer, antes al contrario, prefería la soledad, en su piso, recluido en su cama y observado como los rayos de sol deslizaban lentamente sobre la pared el dibujo de la persiana. Llegaba la noche y se quedaba dormido.
Una mañana Raúl no se levantó de la cama para ir al trabajo. María le llevó refunfuñando el desayuno a la cama. Al mediodía le llevó la comida y por la noche la cena. Al día siguiente ocurrió lo mismo y al cabo de unas semanas María le dejaba las tres comidas diarias en una mesita cerca de la cama y no aparecía hasta bien entrada la noche. Raúl no se molestaba en ir a la cocina para calentar los platos, prefería seguir en ese estado de duermevela en que transcurría su existencia, sólo interrumpido levemente para utilizar el orinal.
En una ocasión, María le dejó gran cantidad de comida en la mesita y tardó tres días en volver a casa. Raúl era feliz. Le costaba distinguir la realidad del sueño, su cuerpo se había habituado a dormir y cada día dormía más que el anterior. Apenas comía y apenas pensaba. En los pocos momentos de lucidez disfrutaba de su situación y se recreaba en aquella inmovilidad tan querida, estaba cumpliendo lo que tanto había deseado desde siempre. Cuando apareció su mujer, la habitación apestaba a sudor, comida agriada y excrementos. María, educada en una exacerbada adoración a la limpieza, se enfureció tanto que empezó a gritarle a Raúl, insultándolo mientras abría la ventana, echándole en cara todo lo que no le había dicho en los últimos meses, acusándolo de vago, gandul maloliente, incapaz, bueno para nada, incluso de cornudo consentido, mientras que a él le llegaba el eco confuso de las voces sin entender casi nada. Intuyó que el golpe que resonaba en su cerebro era un portazo y volvió a dormirse.
Despertó a las muchas horas acuciado por el hambre y la sed. Miró a su alrededor pero no halló nada que pudiera calmarlo, cerró los ojos y se durmió. Cuando despertó de nuevo su garganta estaba reseca y se dijo a sí mismo que tal vez fuera hora de levantarse e ir a la cocina. Movió un poco los brazos y sus entumecidas manos descubrieron que las sabanas estaban manchadas de orines y de heces. El asco le retuvo lo que a él le parecieron unos minutos, tratando de no moverse para no ensuciarse más. Miraba el techo de la habitación, en el que se veían difusas manchas oscuras provocadas por la humedad, y, cada vez que cerraba y abría los ojos, las manchas parecían haber cambiado de forma y color. Se prometió levantarse, lavarse y preparar algo de comida, aunque no muy convencido. Le asustaba el enorme esfuerzo que eso supondría y se le iban apareciendo, borrosas, entrecortadas, las escenas con las distintas tareas que debería llevar a cabo, en las que se imaginaba a sí mismo caminando pesadamente sobre un suelo movedizo e inseguro, intentando despojarse del pijama húmedo y pesado o buscando restos de comida en un frigorífico vacío y gélido. Se hundió en un sopor pegajoso y cuando los ruidos del estómago volvieron a desvelarlo, pensó que, tal vez, su mujer volviese pronto, seguro que sí, no podía haber ido muy lejos, y este grato pensamiento lo relajó, se revolvió en su regazo caldeado y pudo dormir profundamente otra vez. Quizás despertara en alguna ocasión más.
Cuando la policía, alertada por los vecinos que no podían soportar el hedor, encontró su cuerpo, llevaba varios días muerto. El forense tardó bastante en dictaminar la causa de la muerte, que finalmente atribuyó a causas naturales sin especificar demasiado en el informe. Lo que más le sorprendía era la cara de placidez que tenía el cadáver.


Texto agregado el 18-02-2007, y leído por 115 visitantes. (0 votos)


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