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El ser humano pasa por varias etapas en la vida, una de ellas es la adolescencia, la cascada vital de la juventud que deja una huella indeleble en cada día caminado. Algunos de estos efebos cimientan su vida en el estudio, entre las benditas letras que envuelven las mentes sabias; otros en la diversión desenfrenada, arrojando en la vertiente de su existencia todo conato de triunfo; algunos más se sienten seducidos por la aventura que fricciona sus almas; y varios de ellos se ahogan en la sustancia etílica que gusta de embotar mentes amorfas. Sin embargo, hay otros grupos: aquellas almas incomprensibles, vagabundas, ermitañas, ascetas. Dentro de este grupo hallamos a Ulises, quien se encuentra absorto en la lectura de un libro, recostado bajo la sombra de un árbol frondoso. Su mente materializa el mundo creado por un escritor conocido. Es tan visual su imaginación, que llora, tiembla, sonríe y se convierte en cada personaje.
Esa mañana de octubre, apenas la luz del sol tocó a la ventana de Ulises, éste se levantó, dirigió sus pasos al baño y llevó a cabo el ritual que precedía todas sus mañanas; colocó su cabeza bajo el chorro de agua fría del lavabo, caminó hasta el espejo de cuerpo completo que pendía de la pared, se observó de perfil, jaló su playera hacia atrás y se insultó, como todo adolescente, por su exceso de peso imaginario. Terminado el ritual, buscó su anacrónica mochila, deposito dentro una botella de agua, hojas de papel, plumas y un libro de su autor favorito. Mochila al hombro se despidió de sus padres que desayunaban en ese momento en el comedor de su acogedora casa. Nadie preguntó nada, ya estaban acostumbrados a las salidas inesperadas de aquel muchacho de dieciocho años. Ni siquiera Ulises tenía planeado salir aquella mañana. Había una fuerza ajena a él que poseía su cuerpo y lo llevaba de un lugar a otro: carreteras, caminos, veredas, bosques, cascadas, ciudades, ríos, pueblos. Ese día, su fantasma lo llevó a la montaña del pueblo donde vivía desde niño. El imponente gigante verde se levantaba de las entrañas de la tierra, desafiando la gravedad para penetrar las nubes de octubre. Caminó poco, hasta llegar al cobijo de una enorme jacaranda. Su nombre estaba marcado en aquel árbol como si ya esperara su llegada. Hacia abajo se podía observar todo el pueblo y los aledaños a él, el olor de las acacias embotaban los sentidos. Se recostó al pie del árbol, sacó su libro de la mochila y empezó a leer entre comida y línea, hasta quedarse dormido. ¡Ah!, Qué paz le prodigaban los brazos de Morfeo en el arrullo de un sueño eterno. Así estuvo por tiempo indefinido hasta que una tenue brisa lo hizo despertar. Hacía frío, mucho frío, no veía nada, la neblina cubría todo a su paso. Se levantó al sentir la incomodidad del duro suelo. Metió el libro a la mochila y, un tanto confundido, miró el lecho de piedra sobre el cual descansó. Alargó la mano para tocar el árbol. Nada. Intentó descubrir la vereda. Nada. Ése no era el mismo lugar al que había llegado por la mañana. No tenía idea de la hora que era; no le gustaba sentirse esclavo del tiempo, por lo que nunca llevaba un reloj con él. Trató de concatenar cada momento de aquel día. No había lógica alguna que explicara aquel suceso. ¿Cómo había llegado hasta ahí? ¿O, quién lo llevó? La cortina blanca que nublaba su vista le impedía ver más allá de sus narices, pero, dedujo por la estructura del suelo que estaba en el fono de un barranco. De aquellos tan temidos por él desde niño. Las puertas del infierno, como las llamaba su abuelo. Los párpados de sus ojos se humedecieron. Raudas, como su miedo, corrieron por sus mejillas un par de lágrimas interminables, haciendo aún más escasa su visión. Totalmente en trance, el adolescente era consumido por una catarsis profunda. El frío mordía sus mejillas, las partículas de neblina humedecían su ropa, temblaba su cuerpo de manera continua; cavilaba dentro de la laguna mental que había atravesado en tiempo indeterminado. Tomó una decisión: a pesar del miedo que le producían el silbido del viento, el graznido de las aves de rapiña, la oscuridad blanca, el crepitar de las hojas y la falta de orientación; debía caminar, no podía quedarse en ese lugar. Lo que tenía que hacer era caminar hacia abajo, siempre hacia abajo. No había despertado en el mismo lugar, pero debía ser la misma montaña, se lo decían todos los sentidos que alertaban su espíritu en cada exploración de ella.
Descendió penosamente con la vista fija en lo poco que veía. Una hora después se detuvo, su maltrecho cuerpo le exigía descanso, sus pies habían sido penetrados por las raídas rocas afiladas como lenguas viperinas, su piel estaba hecha jirones a la altura de sus brazos por todos los arbustos espinos que se atravesaron en su camino, la ropa completamente empapada de sudor frío. No comprendía cómo después de una hora no había llegado a ninguna parte y la neblina no se dispersaba. Iba a iniciar su retahíla de lamentaciones, cuando escuchó un rumor extraño a su espalda. No hizo el intento de darse la vuelta, corrió o intentó correr hacía abajo, siempre hacía abajo hasta que…, las rocas, la tierra, las espinas, todo desapareció a sus pies. Estaba cayendo en el fondo de un abismo. Su grito se ahogó en la neblina hasta ser completamente tragado por aquel pantano de oscuridad bruna.
Pasión…, línea delgada, infierno, amor, al final…, cielo… confundes los…
-¡Sáquenlas, saquen esas voces de mi cabeza!
Fueron las palabras de Ulises al recuperar la conciencia. Temía abrir los ojos, no sabía con qué se iba a encontrar ahora. Recordó la caída y las voces que lo acompañaron hasta el fondo del abismo. Algo quemaba su pupila, “¿serían las llamas del infierno?” “¿Estaba muerto?”. Lentamente abrió los párpados, de momento quedó cegado por un destello, se cubrió la cara con las manos, miró hacía arriba; había árboles, parecían abetos; los rayos de luz se filtraban entre sus ramas. Era la sensación de fuego que, momentos antes, sintió en su rostro. Se incorporó penosamente. Su ropa estaba seca, la neblina había desaparecido, el camino era recto en todas direcciones. Significaba un nuevo lugar; ni montaña ni pueblo. Más bien parecía un bosque de clima agradable; no más frío, no más espinas. La vegetación era diferente. Su mochila seguía allí, a su lado. Sacó su botella de agua y bebió hasta saciar la sed acumulada durante toda aquella extraña aventura. Al volver la botella a la bolsa se dio cuenta de un espacio vacío: su libro no estaba. En otra situación se habría puesto a llorar. Si algo le dolía era perder un libro. La lectura era su pasión, el oxígeno que le proveía de sueños fantásticos el pequeño universo donde se encontraba. Ahora lo que menos necesitaba eran fantasías. Amaba el mar, pero no quería morir ahogado en él. Cerró su mochila y empezó nuevamente su peregrinar con dirección al sol, a la expectativa de cualquier suceso extraño, dentro de lo ya extraño de aquella situación. Apenas si camino medio kilómetro, cuando vislumbró, a unos metros, una pequeña casa. Caminó hacia ella, pletórico de felicidad. Pero le duró muy poco su buen semblante, todo estaba mal, seguía mal. La casa, como cualquier otra, tenía una estructura erguida, techo, pilares, ventanas y puertas, pero no cualquier casa estaba hecha de aquel material. Estático frente a ella, Ulises se sentía dentro de un cuento de Charles Lutwidge Dodgson, o bien, estaba a punto de toparse con el Rey Midas. Sí, toda la casa era de oro con incrustaciones de diamantes, topacios, esmeraldas, perlas, gemas, rubíes. Temía dar un paso más “¿Y si él también se convertía en oro al tocarla?”. Se le ocurrió una idea: se inclinó al suelo, tomó una piedra y la lanzó a la puerta. Nada, la roca siguió siendo roca. Se acercó y, aún temeroso, tocó suavemente la puerta.
Un rechinido seco resonó frente a él. ¿Corría o se quedaba allí? Decidió quedarse y no se arrepintió al ver al personaje que apareció. Era un hombre normal, tan normal como él. Por su aspecto parecía ser alemán: era alto, piel clara, ojos azules, fisonomía delgada, gestos agradables.
-¿Qué haces aquí, muchacho?
Dijo el hombre en su mismo idioma.
-Es lo mismo que yo quiero saber: ¿Qué hago aquí? A lo largo del día me han sucedido un sin fin de situaciones extrañas. No le cuento porque seguramente no me creería. Me acerqué a su casa con la esperanza de que me diga dónde estoy.
Terminó Ulises, con ojos suplicantes ante la mirada expectativa del alemán, como lo había bautizado.
-Sí, en realidad es extraño. Tal vez no te han designado tu infierno o escapaste de él sin darte cuenta, existe la posibilidad de…
-¡Espere! -interrumpió Ulises- ¿Dijo, mi infierno? ¿Es que usted considera un infierno esta casa? ¿O es que a mí me toca el infierno y a usted le tocó el cielo?
Se escuchó una estridente carcajada dentro del bosque, que hizo volar a los pájaros veinte metros a la redonda.
-Que imaginación muchacho. Lamento haberme reído. Pero, no te quedes ahí parado, pasa y te explico todo.
Ulises entró aún reticente a creer todo lo vivido durante aquel día. Dentro de la casa se podía observar la opulencia predominando en cada espacio, en cada rincón, en cada objeto. Cortinas de seda, terciopelo y encajes finísimos, toda la estructura de oro, la sala de oro blanco al igual que la mesilla del centro, un reloj cucú de plata con cientos de rubíes incrustados y un enorme diamante haciendo como péndulo; cuadros con marcos de cristal cortado, verdaderas obras de arte. Entre ellas conoció "El grito" de Münch, un Rembrandt, un Bellini, "Naturaleza muerta con charlotte" de Picasso, "Tête de fillette" de Renoir y, más, muchas más pinturas que se creían robadas o destruidas; una enorme chimenea dorada, un candelabro de pedrería finísima sobre su cabeza, alfombras persas bajo sus pies, un librero de caoba repleto de libros con pastas de piel. Siguió recorriendo con la vista todo a su alrededor, hasta toparse con los ojos fríos del Alemán.
-Bonita casa ¿verdad? Siéntate, no son muy cómodos los sillones, siempre están helados, creo que es mejor estar de pie. Lamento no poder ofrecerte nada. Como verás, todo aquí vale una fortuna, pero nada es comestible.
-¿Y bien?, dijo Ulises, instalado sobre media tonelada de oro. ¿Dónde estoy?
-Te encuentras en el bosque del Amagre, donde nos entendemos todos sin importar el idioma como en la antigua torre de Babel. Bueno, en realidad entendemos lo que escuchamos a la distancia, ya que es extraño encontrarte con alguien. Hay miles de casas en el bosque, separadas por una distancia considerable. Los pequeños infiernos del Amagre. Justo ahora tú estás en uno de ellos.
-¿Esto es un infierno? -replicó Ulises-. Por favor no me venga con sandeces.
- No es necesario que hagas uso de tu ironía, muchacho. Todo lo que digo es verdad, palabra por palabra. No sé cómo pasó, si estás aquí deberías saber todo esto. Los guardianes de la entrada te ponen al tanto de todo en cuanto llegas. Tal vez estás jugando conmigo, tal vez eres uno de ellos. Si es así, lárgate y cumple con tu trabajo.
-Disculpe, no era mi intención ofenderlo, pero todo es tan… incomprensible, la desesperación me hace abrir la boca sin analizar mis palabras. Continúe por favor, necesito saber mi realidad -repuso Ulises.
-Está bien muchacho, como te decía, el Amagre es una especie de infierno, sólo que aquí no se purgan los pecados sino las pasiones. Hay dos sentimientos que se internan dentro de los seres humanos: el amor y la pasión. Todos, sin excepción, crecen con ellos desde la infancia y, a medida que pasa el tiempo, sólo uno de los dos invade totalmente al individuo; el mediador entre ambos es la voluntad. La voluntad no tiene inclinación al mal y no tiene inclinación al bien, quien la dirige hacia cada polo es quien la posee: la mente, el cuerpo, el corazón. El amor te lleva a la verdad, a lo eterno, a la sabiduría. El ser humano siempre está en busca de la felicidad, sin saber a ciencia cierta hacia dónde va, qué camino tomar, en qué mares sumergirse. Buscan a ciegas, se alejan de su cometido, cuando el fin que persiguen está dentro de ellos. El hombre tiene la capacidad de amar no sólo otro cuerpo, no sólo lo estético, sino la esencia de toda la materia que compone el universo. Cuando logran explotar el amor que llevan dentro, entran en armonía con su entorno espiritual. Todo aquel que ama trasciende en el tiempo y en el espacio.
-Comprendo lo que dice sobre el amor, un sentimiento conocido por todos, pero practicado por una efímera parte de la humanidad. Eso lo entiendo; sin embargo, no comprendo como la pasión puede estar separada del amor. Yo siempre creí que lo uno complementaba a lo otro -observó Ulises.
-Eso creen todos, de ahí la dificultad de expulsar a uno de los dos sentimientos. Se apasionan en nombre del amor y aman con pasión desenfrenada. La pasión corroe, envilece, denigra a los individuos. Entregan todo por llegar al objeto de su pasión, no se quedan con nada; pierden su integridad, su moral, su capacidad de raciocinio; se vuelven títeres en manos de la pasión. Somos tan miserables los seres humanos, en lugar de buscar el mar, nos sumergimos en un pantano de miserias asquerosas creadas por nosotros. Cuando nos damos cuenta de ello, ya es tarde, todo termina para nosotros, espiritual y físicamente. El amor que pudo hacernos felices es diluido en la oleada de pasiones que terminan con nuestra vida. En el último momento nos damos cuenta del error que cometimos; queremos volver a lo bueno, a lo bello, a lo eterno, a lo limpio, a lo puro, pero, ya es tarde; el objeto de nuestra muerte nos sigue acompañando aún después de fallecer, aquí, en el Amagre, el bosque de las pasiones.
-¿Quiere decir que usted…?
-Sí, yo caí en las garras de la pasión por lo material, mi prioridad siempre fue el dinero, estar rodeado de lujo. El capitalismo corría por mis venas, me hacia parte de él. Todo lo que tenía que ver con la mediocridad me enfermaba, y parte de la mediocridad era la pobreza, la miseria, las adicciones, las mujeres, la amistad, la propia familia.
-No concibo cómo es que situaba parte de la esencia del ser humano dentro de la mediocridad. Crecimos en el centro de una familia, somos parte de la sociedad con cada una de sus divisiones e instituciones, somos parte de un todo -puntualizó Ulises.
-Te comprendo, pero yo no lo veía de esa manera; hice a un lado todo aquello que consideraba haría de mi un ser débil. No involucré mis sentimientos con nadie y en nada. El resultado fue un hombre frío, calculador, saturado de conocimientos; no creía en el mal no creía en el bien, sólo confiaba en mi propia persona. Rápidamente amasé una inmensa fortuna, una fortuna que no pensaba compartir con nadie. Un día me desperté, sentí una extraña sensación de ligereza, me levanté y, al darme la vuelta, miré mi cuerpo en el mismo lugar. Por primera vez sentí miedo, un miedo que se acrecentó al sentirme atraído por una fuerza extraña. Durante unos minutos mi visión quedó cegada. Al volver al mundo de la luz, estaba aquí, frente a dos de los guardianes. ¿Has escuchado hablar del purgatorio?
-Sí, en la teología católica el purgatorio es el lugar de limpieza y expiación donde, después de su muerte, las personas tienen que limpiar sus culpas para poder alcanzar el cielo.
-Pues esto es el purgatorio. Tú eliges: el Amagre o las llamas del infierno. Para el caso es lo mismo; tu pasión se convierte en tu infierno. Una vez que entras en él no puedes salir jamás. ¿Quieres saber qué haces aquí? Sólo piensa cuál de tus pasiones es la más fuerte.
Ulises no tenía palabras. ¿Cómo comprender un absurdo tan ilógico? Cavilaba para sí de la misma manera que caviló su padre en los meses posteriores al no ver regresar a su hijo. Lo esperó, lo buscó, le lloró al no encontrar, en la montaña, más que su nombre escrito en el tronco de un árbol y un libro que nunca supo si perteneció a él, un libro en cuyas pastas estaba escrito con letras doradas el título: “Los infiernos del Amagre”.





Texto agregado el 13-03-2007, y leído por 218 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
20-03-2007 Me pareció muy bien escrito e interesantísimo. Parecía extenso pero el desarrollo es correcto, no creo que haya algo que se pueda obviar. Felicitaciones. 5***** agua_viva
 
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