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Soñé que se moría en Pica.

Nunca anda nadie por ahí. Cada 16 de julio sale la Reina a pasear, pero en Pica no pasean ni los gergeles.

Yo había ido de puro sapo, con mi curso. Veníamos de la playa. Una playa enorme, con el sol anaranjado y tibio de los sueños. El Billy Willy andaba metido en un experimento para bajarle el nivel a la playa. Unos cocimientos químicos que se depositaban en la orilla y que hacían retroceder la marea unos varios metros, pero dejaban una especie de planchón peligroso con resaca diabólica, de esas que solo se ven en los sueños.

Siempre que sueño en la playa, se sale el mar. Llega hasta la muralla que lo separa de la calle. Siempre que miro el mar de mis sueños, se sale despavorido y vuelca su pesadilla sobre mí. Siempre que sueño en altura, me caigo hasta morir. Siempre. Pero este mar era distinto. Y el experimento del Billy Willy dio perfectos resultados. Nos bañábamos felices. Habían olas gigantes, que nos pasaban por encima como bandada de pterodáctilos marinos. Y yo me quedaba quieto en la orilla. Pasaba la ola y seguía ahí mismo. Era distinto al mar típico de mis sueños.

Dormíamos en una casa de playa. Como veinte en la misma pieza. No vi ninguna mujer. Siempre que sueño con mujeres, las persigo. Parece como si ninguna mujer se me resistiere cuando sueño con ellas. Es cuestión de insistir un poco, aunque todo sea un extraño sueño.

Siempre que sueño con mi curso del colegio, estoy en pelotas. O en calzoncillos. Pero nadie se ríe. Es natural. Es un sueño.

Había una cosa rara.Libros. Muchos libros. Se supone que todos eran míos, porque los metía en mi mochila con desesperación. Y aparecían compañeros con libros en sus manos. Los dejaban en el suelo y yo los metía en mi mochila. Eran Breviarios, del Fondo de Cultura Económica. Libros impresionantes. Todo lo que uno podía saber estaba ahí. Y todos a mi disposición, en esa casa de la playa. La casa de los sueños.

De pronto había que ir a una casa gigante de Pica. Estaba hecha de madera y muy antigua. Con el papel tapiz quemado por el sol. Y un gran patio. Una chacra desordenada y llena de pollos. De las paredes colgaban cadenas, redes de pesca y habían réplicas en miniatura de galeones del Siglo XVII. Toda una riqueza incalculable.

Subimos a una casona al final de la chacra. Ahí supimos que había muerto. Estaba metido en su ataúd. Nadie podía mirar el cajón.

Había una sala típica de Pica. Con los clavos oxidados, con el piso de madera astillada y con alfombras gastadas y viejas. Las paredes pintadas de calipso antiguo y descascarado. Al fondo, en la pared, una pantalla gigante de televisión mostraba el rostro inquebrantable del General muerto. En la entrada habían compañeros míos a los que no les interesaba en absoluto la muerte. Era un sueño.

Yo miraba al muerto a la cara. La Nona rezaba callada. Me veía preocupado por el General muerto como todos los muertos, con los ojos cerrados. Pero, de pronto, los abre. Me mira y los cierra. Yo no me asusté porque desde que estaba en la playa supe que todo era un sueño.

Siempre que me doy cuenta que estoy soñando, me caliento y persigo a las mujeres. Siempre quieren, porque ellas también saben que todo es un sueño. Una vez soñé que había mucha plata enterrada a la orilla del camino a mi casa. Junto a la huella, metía la mano y salían monedas gigantes de cien pesos. Yo las guardaba en unos tarros de leche condensada. Salía y salía plata debajo de la tierra. Pero era un hermoso sueño.

La gente en Pica decía que el General tenía prometido ir a morir allí; lo quería mucho. Construyó chacras y abrió los pozos. Trajo naranjos y pavimentó las calles con un asfalto especial que no quema los pies cuando uno lo pisa.

Y el General se veía dichoso metido en su muerte. Pero a mi me intrigaba que hubiese abierto los ojos, así de súbito, y que los hubiere cerrado con ese guiño diabólico. Descubrí, entonces, que -en la sala contigua, en un pequeño cuarto típico de las casas de Pica- se había instalado un grupo de imbéciles que había digitalizado la imagen del General muerto y había logrado asustar a todo el mundo con las caras de risa y los saludos de payaso repentino que a veces se veían en pantalla.

Yo me enojé mucho y la Nona me encontraba mucha razón. "El respeto al silencio de los muertos está por sobre cualquier cosa". Yo metí la cabeza por la puerta entreabierta de la sala contigua: "Cuando se mueran voy a venir a quitarles el sueño. Les voy a meter un cuesco de palta en los ojos y una botella de Fanta por el poto". La Nona me sacó de un ala. Pero seguí odiando en mi interior. Por malditos que sean los muertos, nadie merece que le perturben el eterno sueño.

Pero yo era el único que me había enojado.

Mis compañeros se habían ido a la Cocha: un resbaladero de aguas sospechosamente tibias y lleno de gente todo el Santo Día.

Bajamos a la casa principal. Los pollos me seguían y una paisana me iba contando las muchas cosas buenas que había hecho el General muerto en Pica; que Pica era el mejor lugar donde el General podía venir a morirse. Yo le quería contar que no se tenía de él el mismo recuerdo en el resto del mundo. También creía que Pica no era el mejor, sino el único lugar donde el General podía venir a morirse tranquilo. Pero me acordé de los imbéciles de la sala contigua y me enojé de nuevo, aunque todo era un extraño sueño.

Un sueño, nada más.

Texto agregado el 19-03-2007, y leído por 173 visitantes. (0 votos)


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