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EL GRAN SALTO

Omar G.Barsotti


Esa mujer estaba por dar el gran salto. Podía sentirlo como un aroma vagando a su alrededor, irradiando un silente mensaje de alerta. Curioso, la estudié con detenimiento: casi cuarenta años, rostro agraciado aún no marcado por la amargura pero si un tanto ansioso como si temiera extraviar algo que no podría recuperar mañana. Algo que le correspondía y que le había sido escamoteado por las circunstancias de la vida, probablemente por haber pensando que siempre estaría a tiempo. Pero, el tiempo es un ave de rapiña precipitándose sobre el atractivo de la juventud y arrancando ferozmente las veleidosas carnes de la atracción. A todos nos pasa, pero en una mujer no es una trivialidad, es la diferencia entre ser y no ser.
La observé durante un largo rato. Ví la curva de su cuello aún fresco y la nuca flexible sobre la espalda recta. Sentada podía verse que tenía aún muy buenas piernas, sin marcas, sin magulladuras, sin várices, sin las huellas que, indefectiblemente, dejaran a su momento, las tareas del hogar, las largas horas parada en la cocina o en la cola del supermercado o el simple pasar del tiempo. Tenía senos prominentes, aún enhiestos, aunque eso lo puede producir un buen corpiño, pero siempre se necesita la materia prima ; ni el más sofisticado sostén puede disimular pechos imperfectos. Yo tengo experiencia en eso. Es una cuestión de estructura y aquella mujer la tenía. Era aún capaz de mantener la espalda recta sin temer que los pechos le cayeran sobre la barriga si se inclinaba a sorber el café o a encender el cigarrillo
Estaba sentada con un dejo de insustancialidad, como si no pudiera convencerse de que estaba ahí. Había traído su cuerpo hasta ese lugar impulsada por motivos que no sabría o no querría explicar y, ahora, dudaba cual era el próximo paso..Tan solo un observador experto como yo, un espía de la vida, un emboscado avezado y tenaz, podía adivinar sus dudas y temores. Para el resto era una mujer maduramente hermosa, muy segura de si misma, ama de casa aún fresca y animosa, haciendo tiempo en una confitería céntrica mientras espera al marido o a sus hijos o a una amiga.
Pero yo sabía que no era así. Ella estaba ahí, aún sin saberlo del todo, para dar el gran salto que alguna vez intenta toda mujer para medirse y revalorizarse ante sí misma., para rescatar, tan siquiera, una minúscula partícula de lo puesto cotidianamente en la piedra sacrificial del hogar. El acto de acrobacia moral por el cual probaría la verdad de su propia existencia, aunque fuere por un corto período de su vida, antes de que el tiempo hiciera con ella lo que el tiempo hace con todos, devorarla y convertirla en un pecio arrastrado por la corriente.

La confitería aún no estaba excesivamente poblada. Ella, a sabiendas, se había adelantado al horario en que el movimiento trae a los sonrientes pescadores con sus redes y anzuelos, munidos de cebos de camelo y coba y dulces palabras y apreciativas miradas y atentos oídos prestos a escuchar las variadas quejas, las elaboradas razones, las falencias e injurias, la incomprensión, que llevan a una mujer a esas playas con su soledad, cierta o prefabricada, buscando atención y desquite.. Lo había hecho a propósito, como quien va a una mesa de juegos cuando todavía se puede tirar una ficha pequeña sin importar si se gana o se pierde, simplemente para probar que lo puede hacer sin quedar prendido en la fiebre del juego, que se contagia cuando los jugadores alcanzan su masa crítica y abandonan toda prevención, estimulados por la engañosa justificación de la muchedumbre.
Ahora se muestra un tanto inquieta. Se pregunta si no ha estado demasiado tiempo sola. Eso llamaría la atención, y el peligro inherente la fascina y la asusta. Se estira las polleras para cubrir sus muslos y, por unos instantes, abandona su posición hierática para echar una mirada preocupada alrededor. Ha terminado su café y mordisqueado las masitas dulces, ha fumado su cigarrillo y consultado una pequeña agenda. Ha revisado disimuladamente su maquillaje mirándose en un espejito pequeño perdido en una mano, ajustando algún minúsculo desliz en la pintura de sus labios y acomodando el flequillo rebelde sobre la frente de marfil. No ha podido abstenerse de consultar el reloj un par de veces . Ha mirado con interés el estado de sus medias y la caída de la chaqueta y por último revisado el arcano misterio del oscuro interior marsupial de la cartera femenina. Y ahora, no sabe mas que hacer ya que ha agotado todos los movimientos posibles para ganar tiempo y no retirarse. Sin darse cuenta, ha descruzado las piernas y juntado los pies, calzados en zapatos de taco alto que resaltan la curva del empeine y la delgadez de sus tobillos mientras, en las pantorrillas, se marca la tensión del próximo impulso para levantarse.
Hay un mohín de disgusto en su hermoso rostro. Como cuando regaña a uno de sus hijos o siente el desinterés de su marido. Se da cuenta que ha incurrido en el error de siempre, se ha apresurado, pero aún no sabe si ha caído en un simple y aceptable error de cálculo o en la secreta determinación de hacer que las cosas, que desea, no ocurran. Sospecha haberse traicionado, una vez más, a si misma, y eso la deja perpleja, con la mirada perdida en la vacía taza de café..
De algún modo rescata un resto de valor y vuelve a cruzar las piernas y el balanceo resalta la masa de bien formadas ancas de mujer. No gordas aún, sino contundentes y firmemente encajadas en una cintura esbelta que se quiebra con gracia . Se acomoda para otro período de tensa espera mientras se conjugan los factores que le permitirán dar el gran salto. Necesita más que valor. En realidad, no lo sabe, pero lo que necesita es un justificativo. Algo que siempre le diga que ella no lo buscó, que fueron las circunstancias, la fuerza incontrolable de la casualidad, un desgraciado impulso ,un error humano, las estrellas, su signo, el destino, el azar, en fin, esas cosas de la vida.¿ Qué más?.
Yo podría amar a esa mujer. Quizá, dentro de un rato, me enamore de ella. Quizá sienta que me es necesario poseerla para luego olvidarla. Pero sé que, de enamorarme, me costaría abandonarla y, lo peor, sería que ella se enamorara y yo no, ya que entonces debería soportarla para no herirla, que es más de lo que me siento capaz de soportar por mi parte.. Ella está por dar el Gran Salto y yo estoy dudando entre impedirlo o impulsarla. Mientras tanto, los pescadores van arribando. Algunos son bien intencionados, intentando paliar su soledad con un poco de amor prestado, otros son simples depredadores, . Si supiera quien es quien quizá me abstendría de intervenir y dejaría que el gran salto siga su curso. Puede ser que alguno la haga feliz y no esté buscando tan solo una mujer para usar.
Sin embargo, queda aún una duda por aclarar. ¿Qué pasaría si ya la mujer ha subido al trampolín?. No ahora, sino hace un tiempo. Aún no sería el gran salto, pero si su eminencia, sus prolegómenos, el escarceo, el coqueteo, el armado de las imprescindibles justificaciones. Ha mordido el anzuelo y aún degusta el cebo, lo palpa con la lengua, lo siente en sus entrañas, entusiasmándose con la expectativa, con la exploración de las perspectivas y, sobre todo, con la fascinación aterradora del abismo al que ha de arrojarse. Entonces, ya estaría tironeando graciosamente de la línea, pegando saltos elegantes, graciosos, aún dichosos. Si, hay que explorar esa posibilidad aunque dudo que esté en esa etapa. Si es así, está esperando no ya que la pesquen sino que ésta es una una cita previamente dispuesta. Pero, en tal caso,¿ quién sería tan animal de demorarse y hacerla esperar?. Aunque puede ser una técnica, peligrosa a la vista de la competencia pero aún más riesgosa, teniendo en cuenta las características de la presa. Esa mujer está por dar el gran salto, pero aún no está dispuesta a ser humillada. Desea, pero no tanto como para esclavizarse al capricho de un hombre. No, aún no la veo tan desesperada. Aún mantiene en alto su dignidad. Eso espero, al menos, ya que me dará tiempo ha decidir si intervengo o no.
Desde muchas mesas la miran. Los más peligrosos son los solitarios. Están ofreciendo discreción. No están rodeados de un público de amigos, haciendo gala de sus habilidades, que luego formen parte de su mito. Esos se amontonan, no tienen valor, tan solo una mujer de poca calidad les daría acceso. Requieren de un apoyo emocional, son débiles. Pero atisbo algunos solitarios realmente capacitados. Han pulido sus instrumentos y pueden producir efectos atrayentes. Hay jóvenes y maduros pero eso no hace la diferencia. No con esta mujer al menos. Todos tienen ese magnetismo de hombres que comprenden y, a la vez, transfieren su personalidad a los modos y las ropas. Son prometedores, pero discretos. Pueden manejar una situación como la presente y poner en escena gentileza, respeto y mucha comprensión. Y, quizá, también algo de amor, y, con seguridad ternura. Eso es importante.
Ahora ella toma conciencia de que ha sido detectada.. Hay un indetectable cambio en la posición de la espalda. Con naturalidad, cruza la mirada con un hombre maduro, camisa a rayas azules sin corbata pero con gemelos, saco marino con escudo, pantalones grises, mocasines finos. La cabellera blanquea brillantemente y es espesa y está peinada con deliberado descuido. Tiene cuerpo delgado que denota flexibilidad y agilidad mantenidos por una vida activamente deportiva, aunque no necesariamente esto es cierto, sino un correcto fingimiento. El rostro está tostado y es de pómulos marcados ,de ojos claros, rodeados de experimentadas arruguitas juguetonas que pueden llegar a ser burlonas, pero que en ese instante solo dejan trascender un interés sano, casi higiénico, digamos algo apreciativo sin una pizca de morbosidad como si estuviera valorando una hermosa obra de arte. El tipo es hábil y está perfectamente pertrechado, pero no creo que tenga éxito. Esa mujer no está buscando un fachero cuya evolución se ha detenido hace veinte años en la edad dorada de la solteria sin compromisos, rodeada de romances estudiantiles, efímeros y sin rastros, con chicas petulantes que llevan el sexo como un diploma..
Esa mujer dará el Gran Salto con algo que se parezca a un caballero, que jamás la ofenda ni le exija, sino tan solo que la atienda solícitamente. Alguien que sepa esperar y acceda a su cuerpo manejando los tiempos, los intervalos, las dudas y las culpas, que la ponga en un pedestal y no le salte encima en cualquier cama y en cualquier momento.
En la barra hay un hombre así. Parece un ejecutivo levemente cansado por un día ajetreado pero que aún conserva energías suficientes para premiarse con unos instantes de relajamiento sin angustiarse por el tiempo perdido. Viste bien, discretamente. Traje caro, con un adecuado tiempo de uso. Zapatos finos y cómodos. Camisa blanca y corbata oscura donde asoma, apenas, la única alhaja que lo adorna: una traba de corbata discreta pero valiosa. Sorbe su bebida con lentitud, paladeándola, sin ansiedad. Cada tanto cruza un par de palabras con el barman, sin mucho apuro. Cosas intrascendentes, comentarios entre dos viejos conocidos que conservan su distancia y que, en cierta forma, disfrutan de esa relación cuyas secuencias se remontan quizá a muchos años, sin haber trascendido nunca los límites físicos impuestos por la barra. Su mirada es amistosa, un poco más allá de lo formal, conteniendo una invitación al diálogo fácil que, aún versando sobre cosas profundas, no caerá nunca en lo dramático.
Ella lo ha visto. Un par de veces ha dejado que su mirada la acaricie pero no le ha sostenido la suya porque entonces lo estaría invitando y entonces no habría ni fatalidad, ni casualidad, ni destino, sino una concertación deliberada, culpablemente injustificada. Sus barreras caerán, tan solo, cuando sea humanamente imposible resistir a lo inevitable.
El hombre pasea su mirada por el salón y luego se posa sobre el espejo de la barra y, entonces, adivino un sesgo duro, una leve sonrisa de disfrute sarcástico, un vanidoso reconocimiento de sus habilidades, un momento de debilidad de su máscara que deja atisbar, por las rendijas, un alma especulativa que es lo mismo que no tenerla.
Me decido. Esa mujer no debe dar el gran salto con este hombre cuya aparente respetabilidad esconde el alma de una alimaña. Terminaría herida. Yo, por mi cuenta y riesgo, he decidido que eso no ocurra. Ya habrá oportunidades mejores. Me he levantado, camino rectamente hacia la mesita donde ella, distraída, roza con las uñas el pequeño mantelito de lino con la mirada baja, escondiendo hábilmente sus expectativas. Desde la barra el hombre me mira con una sonrisa que se ha vuelto provocativamente burlona. Pero yo no le hago caso y sigo a paso firme y decidido, hasta detenerme frente a la mujer que levanta la vista y sacudiendo la hermosa cabellera exclama:
-¡Por fin!- y me regaña, y agrega resignada: Llegaremos tarde al cine.

fin











Texto agregado el 28-02-2004, y leído por 172 visitantes. (1 voto)


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