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Quería escribir y no podía. No porque no tuviera nada para decir o contar, sino que las ideas se me escapaban volando una y otra vez y cuando volvían a mí, eran demasiado confusas para volcarlas al papel. Me fui a una plaza, pensé que estar al aire libre me iba a servir de estímulo, pero después de tres horas, el cuaderno seguía en blanco y los álamos, el cielo multicolor, y hasta un pekinés que me miraba de reojo, parecían decepcionados al no encontrar en mí un espejo donde reflejarse. Eran ya las siete de la tarde y el día, al igual que yo, moría lentamente. Me sequé las lágrimas para disimular la angustia que me disolvía, me desarmaba en partes irreconciliables, y comencé a guardar mis cosas en la mochila; un cuaderno y un pequeño paraguas con el que salí por si acaso el cielo también se ponía a llorar. Estaba paralizada, con la sensación de que no podía hacer nada para atravesar los obstáculos que separaban a las imágenes en mi interior de la hoja que tenía en frente. Aprisionada dentro de mi propia mente, desde hacía un tiempo no era capaz de engendrar una sola idea. Cientos de voces martilleaban mi cabeza, sacándome toda la energía, dejándome a oscuras y enojada. Si se me ocurría una idea, me decían que no servía; cuando escribía una oración para al menos empezar, me empujaban a tacharla y descartarla por estúpida; me decían que para qué iba a escribir si ya estaba todo dicho, si no me iba a alcanzar la vida siquiera para pensar en las cosas que muchos escritores a mi edad ya habían publicado. Terminaban, cada vez, convenciéndome de que no era el momento y que mejor lo intentara al día siguiente. Así todos los días, lo que me llevó a vivir un tiempo irritada, inquieta, deseando escribir un montón de cosas pero sin hacer nada para eso, abortando siempre ante la primera dificultad. Dicen que todos tenemos un potencial creativo, ¿ acaso nadie inventó todavía alguna mezcla especial que con una jeringa me pueda inyectar en el cuerpo para alcanzarlo?. Si alguien me hubiese preguntado en ese momento por qué no escribía, tenía miles de excusas, todas las que el hombre se inventó desde que el mundo es mundo: que no se me ocurría nada, que tenía muchas otras cosas que hacer, que estaba demasiado involucrada en los asuntos cotidianos, que el país, que la casa, que la plata.
En todas estas cosas pensaba cuando miré el reloj que ya marcaba las siete y media de la tarde. Tenía quince minutos para llegar hasta lo de la modista, la mujer me esperaba para probarme y arreglarme un vestido que le había dejado. Así que inspiré profundo, puse la mochila en mi espalda, y tomé un mechón de mi largo pelo castaño para recogérmelo por detrás de los hombros. Me levanté y un viento ligero me despeinó un poco. Saludé al pekinés que de vuelta me miraba, melancólico. Me ladró y enseguida se fue a parar al lado de la dueña. Cuando tenía seis años me mordió un pekinés, en el cachete derecho de la cara, estábamos solas mi mamá y yo y fue la primera vez que le pedí ayuda, nunca pude olvidar aquellos mimos que me regaló al hacerme las primeras curaciones, aquella mirada celeste que, entre gasas y sangre, se encontró una y otra vez con la mía; lo único que me importaba era que estaba en los brazos de mi mamá y era tan feliz por eso que ni me importó que el perro me hubiera lastimado ni que me dijeran que me iban a quedar las marcas. Comencé a caminar y mientras acariciaba las casi imperceptibles cicatrices, la plaza desaparecía y el recuerdo recién evocado se refugiaba otra vez en la memoria.
Ya estaba oscureciendo cuando toqué el timbre de la mercería de Ester, una mujer de unos cuarenta años que había llegado a ser célebre en el barrio gracias a su habilidad para coser. Miré por el vidrio hasta que la vi, allí estaba ella, con una pollera rosa que dejaba al descubierto unas piernas fuertes y armónicas y una camisa blanca con dos pequeñas flores bordadas en color violeta.
-- Hola, pasá, te estaba esperando – me dijo.
-- Hola Ester. Disculpá, se me pasó la hora.
-- No hay problema, no hay problema. Ustedes, los jóvenes, pueden llegar tarde – me dijo, sonriendo.
Mientras Ester cerraba la puerta con llave, acomodé la mochila y la campera en el perchero de roble colocado justo enfrente del mostrador. Como tuve que esperar a que terminara de atender a otra clienta, me paré a mirar aquel perchero que Ester le había comprado a un artesano y en el que tantas veces colgué mis cosas. En ese mismo instante se me reveló por primera vez su hermosura. Lo recorrí de arriba abajo con la vista, después con la yema de los dedos, y entonces pensé en el artista que lo creó. ¿Cómo es que surgió en su interior la idea de aquellas formas?, ¿cuánto tiempo tardó en realizarla?, ¿por qué es que yo no puedo romper el hechizo que no me está dejando escribir?.
Tan abstraída estaba en mis cavilaciones, que Ester tuvo que acercarse para avisarme que la otra clienta ya se había ido y pedirme que la acompañara a la parte de atrás del local, un depósito que además de usarlo para guardar mercadería, lo utilizaba para confeccionar o restaurar ropa, trabajar con su máquina de coser y dar clases de corte y confección.
-- Espérame un minuto que busco tu vestido, así te lo probás.
-- Dale, no hay apuro.
Y Ester desapareció entre decenas de perchas de las que pendía ropa de todos los tamaños y colores. Suspendidas en el aire, de pronto aquellas prendas parecían revelarme las personalidades de sus dueñas. Me imaginé una mujer exitosa, amante del lujo y de los placeres terrenales, cuando vi un conjunto de saco y pollera con detalles en piel. Tres camisas blancas clásicas que colgaban de una sola percha me hicieron pensar en una mujer correcta, llena de principios, excesivamente responsable y perfeccionista. Y un saco de vestir que estaba junto a dos pantalones negros, me contó acerca de una mujer solitaria, en eterna espera del hombre ideal, insatisfecha con la vida, pero muy refinada y creativa. Y podría haber seguido divagando por esos rumbos si mi atención no hubiese sido dirigida, atraída hacia la máquina de coser. De pronto, la ropa, las perchas, hasta Ester, todo, desapareció. En mi mente, aquella imagen que ahora captaban mis ojos se transformó en una red que, desde las profundidades, trajo en un instante a la superficie el momento mismo en que, en mi cumpleaños número once, tuve la certeza de que quería ser escritora. Y una lágrima, pequeña, invisible, rodó por mi mejilla, atravesó los surcos que dejaron los colmillos del pekinés, y luego se perdió en mis labios; mientras, mi corazón, por primera vez en todo ese día, se sintió en consonancia con la vida.
Cuando la vi a Ester acercarse, moví un poco los hombros y el cuello para incorporarme, y entonces le pregunté si había encontrado lo mío y me dijo que sí, y me dio el vestido para que me lo probara. Me fui al cambiador y mientras me quitaba la ropa que tenía puesta, volví a hundirme en aquel recuerdo casi olvidado, aparentemente lejano en el tiempo, pero tan vivo y presente en la línea de mi historia.
Yo estaba en quinto grado y la maestra nos había dado como tarea para el fin de semana, escribir un cuento. Ese sábado era mi cumpleaños y yo me fui a pasar la tarde con mi abuela. En esa época, su casa era uno de los pocos lugares en donde yo me encontraba en paz, y estar con ella y entre sus cosas era para mí toda una aventura. Podía quedarme horas viéndola girar el pedal de la máquina de coser mientras guiaba con sus manos los pedazos de tela; ni ella se cansaba de llevar a cabo su obra, ni yo me cansaba de admirarla. No decía mucho mientras trabajaba, pero verla sonreír me inundaba el alma de felicidad; cada remiendo, cada costura, era para mi un milagro y mi abuela, la santa que lo realizaba. Ese día la máquina no se usó, entonces yo la pude usar de escritorio para escribir mi cuento. Porque se cerraba de manera tal que, con un mantel encima, podía pasar por mesa, salvo por el pedal que quedaba al descubierto. Y allí me senté y esperé, estaba ansiosa por escribir, por crear un lugar como aquellos que aparecían en los libros que yo ya leía. Y de pronto, como si hubiese estado haciendo presión en mi interior, el cuento surgió, liberándome, condensando en mí, en aquel momento, toda la alegría de la que podía gozar. Y como si mi mano fuera una aguja y la historia el hilo enhebrado en ella, y las palabras, hermosas puntadas, de a poco fui uniendo los distintos trozos de mi primer cuento. Se trataba de un chico, o una chica, que volvía del colegio y se acostaba a dormir. De pronto aparecía en un lugar tenebroso, que parecía ser su casa, pero muchos años después y devastada por el paso del tiempo. Allí le pasaban cosas, distintas experiencias, que le hacían reflexionar respecto de su vida, y entonces... se despertaba; había sido todo un sueño. Cuando lo terminé, lo leí unas veinte veces, maravillada, feliz, por haber podido unir, entrelazar, como en un rompecabezas imágenes, palabras, frases. Todo el dolor que pude haber sentido hasta ese día y el desconcierto que me generaba el mundo que empezaba a descubrirse para mí, se esfumaron, desaparecieron. En su lugar apareció una sensación de satisfacción, que podía reconocer por haberla visto en mi abuela cuando, después de mucho medir, calcular, elegir colores, coser y bordar, sus ojos brillaban como estrellas al contemplar su maravillosa creación, que iban desde un diseño confeccionado por ella misma, hasta un simple remiendo, dobladillo o arreglo hecho a alguna ropa. Desde ese día en adelante, cada vez que me preguntaban qué quería ser cuando fuera grande, yo me ponía seria y con una seguridad propia de una persona mayor, decía que escritora. No recuerdo haber contestado jamás otra cosa. Cuando se lo dije a mi mamá, no me dio demasiada bolilla, durante años siguió insistiendo con que fuera bailarina o modelo, daba igual. Mi papá, en cambio, me miró preocupado, se quedó pensando y me dijo:
-- Vos dedicáte a estudiar.
A lo que yo contesté:
-- Ya sé, pero lo que te quiero decir es que escribir es lo que me hace feliz, papá.
A lo que él respondió:
-- Feliz te va a hacer tener los bolsillos llenos.
-- Feliz voy a ser haciendo algo que me guste, como la abuela – le dije, desafiante, lo que no le dije es que pensaba que él no era feliz y que yo no quería ser así.
-- Está bien, está bien, sos chica, ya te vas a sacar solita esos pajaritos de la cabeza.
Con lo cual la conversación concluyó, y me fui llorando a mi habitación. Y aunque no fue esa la respuesta que yo esperaba, sin saberlo él despertó en mí el placer por la literatura. Me compró mis primeros libros, y los segundos y los terceros, hasta que yo misma pude pagármelos. Fue a él a quien yo le leí las primeras cosas que escribí, me prestara atención o no. Durante aquellos años fue mi papá el destinatario de decenas de cartas; cartas que escribía aún sabiendo que jamás iba a obtener una sola respuesta.
Cuando llevé al colegio el cuento, fui la primera de la clase en levantar la mano para leer. La maestra me hizo pasar al frente, y aunque la voz me temblaba un poco, pude leer desde la primer palabra hasta la última sin que se oyera en el aula un solo ruido. Cuando terminé estaba tan expectante de las felicitaciones y los elogios, que el que nadie dijera nada me desilusionó un poco. Pero entonces, la maestra me pidió el cuaderno, y en tinta verde me calificó con el diez más espléndido, grandioso, que jamás hubiese visto. Después alzó la mirada del cuaderno, y como si hubiese sabido todo lo que significaba para mí, me dijo las palabras que tanto necesitaba oír: seguí adelante que vas muy bien.
Cuando escuché la voz de Ester, la cinta que corría inacabable ante mis ojos se detuvo y de vuelta me encontré en el cambiador, con el vestido por la cintura, sin la menor idea de cuánto tiempo había transcurrido.
-- Ya salgo – dije, para que Ester no se preocupara.
Corrí la cortina, y fui a verme a un espejo que estaba apoyado contra una de las paredes. La modista me miró fijamente unos segundos.
-- Te queda perfecto, fijáte la terminación, parece original – me dijo, orgullosa.
-- La verdad que sí, Ester. Me encanta.
-- Dáte una vueltita, movéte, fijáte si estás cómoda.
Bailé un poco frente al espejo, nos reímos.
-- Está pefecto, Ester. Gracias.
Y de vuelta me fui a cambiar.
-- ¿Te sentís bien? – me preguntó Ester, cuando ya habíamos arreglado la cuenta y me acompañaba hasta el local a buscar mis cosas.
-- Si, pero me pasó algo mientras me cambiaba. De repente me acordé de mi abuela, de lo importante que es para mi escribir, de lo bien que me hace. Me había olvidado, y justo hoy estaba un poco triste porque no pude escribir nada.
-- ¿Así que escribís?.
-- Si, a veces más, a veces menos.
-- Mirá, cuando yo tenía tu edad quería ser escritora. En realidad, ya desde antes lo sabía.
-- Yo también Ester. Desde los once años eso es lo único que sé.
-- Durante un tiempo traté de escribir, pero no fui muy constante y a pesar de que mi marido me alentaba, nunca creí que de verdad fuera buena. Así que como había otras cosas que hacer y un día mi padre me pidió que me hiciera cargo de la mercería, desistí. Pero cada vez que leo un libro o siento cosas, me acuerdo de ese viejo sueño que no perseguí.
-- Pero no es tarde, Ester, al menos eso dicen todos.
-- Puede ser, pero hay un recorrido que yo no hice y vos sí podés hacer.
Y nos quedamos hablando un rato más, y me despedí para irme a mi casa. Me fui pensando en la historia de Ester, que podría ser mi historia dentro de unos años, porque mi papá también tiene una mercería y dentro de algún tiempo me puede llegar a pedir que me haga cargo de ella. Con lo cual tendría que esperar unos veinte años a que, un día, una clienta entre al cambiador y se acuerde de lo importante que es para ella escribir, para recordar que para también para mí siempre lo fue, pero que dejé pasar la oportunidad. Tal vez esta persona me diga que no es tarde aún para llevar a cabo mi sueño, pero entonces quizás yo le conteste que hay un recorrido que no hice y la aliente para que ella sí lo siga. Mientras tanto, yo tendría que conformarme con seguir leyendo historias inventadas por otros, recordando de vez en cuando aquella vez que escribí mi primer cuento y tuve la certeza de que quería ser escritora.

Texto agregado el 25-07-2002, y leído por 641 visitantes. (0 votos)


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