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V U E L O:

Se ocultaba tras el viento, entregado al danzar de las hojas otoñales, allá abajo: en la tierra. Envuelto tras la grises sabanas del cielo, elogiando con envidia el vuelo de las aves. Creía que el aire era su suspiro, que sus alas lo abarcaban todo. Y así era.
Sus sueños eran un eterno vuelo que no tenía cabida en la tierra a la cual le hacían despertar todas las mañanas.
La gente solía decir: "¡dios, ese niño vive en las nubes!”, “¡pon esos pies en la tierra!” etc. sin imaginarse jamás lo lejos que estaba de descender de sus sueños.
Se pasaba las tardes enteras en el balcón de su casa, mirando el infinito que era su amado firmamento. No salía, casi no jugaba con otros niños. Él prefería jugar en sus ensueños, dibujar atardeceres de colores que reflejaran sus estados de ánimo: rojo, morado, naranja, rosado, celeste y por último, negro. Aquella transición de día a noche que era el crepúsculo le parecía deslumbrante.
Su familia consideraba incomprensible aquella obsesión. "¿Como es posible tal impresión por el cielo?", "es una tontería"... pero a él le parecía igualmente inconcebible esa falta de fascinación: "creen saberlo todo, pero no saben nada, cierran sus ojos a lo simple, a lo lindo que les rodea. Eso sí es una tontería".
Una mañana de sábado despertó de un sobresalto, su respiración estaba agitada y no lograba entender o acordarse de donde era que estaba regresando, estuvo largo rato esforzándose por recordar, pero fue imposible: el sueño se había borrado. Tras levantarse y desayunar, tomó su cuaderno donde solía dibujar y corrió al jardín tras su casa; allí, dio un enorme suspiro y dejó que los tenues rallos de sol acariciaran su dócil rostro infantil.
Por largos minutos se abstrajo al paisaje en que se encontraba, tanto, que ni los sonidos del mundo , ni los insectos que se le posaban haciéndole leves cosquillas en la piel, eran capaces de sacarlo de aquel ingenuo trance.
De pronto cerró sus ojos, los apretó con fuerza y se dedicó a observar lo que aparecía: manchones de colores fosforescentes tras un manto oscuro, muchas nubes grises y bruma pálida, una grandiosa noche, repleta de pequeñas estrellas brillantes y lucecitas de colores... un sin fin de cuadros abstractos era lo que veía tras sus párpados. Cuando se disponía a abrir nuevamente los ojos, notó como los manchones fosforescentes comenzaban a adquirir una nueva forma, el niño se mantuvo expectante hasta que la forma naciente se hizo nítida: era un largo precipicio que se erguía en un fondo azul profundo. La imagen se mantuvo leves segundos ante su vista, luego desapareció de golpe; de golpe también abrió los ojos y se incorporó a la realidad sin poder dejar de ver a los mismos manchones fosforescentes de antes.
Aquella aparición abismal le causó curiosidad y comenzó a intentar plasmarla en su cuaderno lo mas fiel posible a su visión. Así pasó casi toda la mañana, hasta que al fin logró quedar conforme con lo pintado: "sí, me gusta, esta lindo, pero... ¿por qué siento que conozco de antes esta imagen?...". Pero no lograba recordar de donde podía haber visto antes un cuadro como ese. No era cómo ningún paisaje que hubiese visto antes, ni mucho menos como algún sitio en donde hubiese estado alguna vez.
Su madre apareció de repente, lo había estado buscando por mucho rato y ya se había preocupado por no saber donde estaba. El niño no se había percatado de que ella estaba junto a él observando el dibujo recién terminado. La mujer se impresionó de la imagen hecha por su hijo, y no pudo evitar asustarse por aquel lúgubre precipicio pintado: "no es normal que un niñito dibuje esas cosas", pensó. Luego, le ordenó que entrara a la casa, ya era hora de almorzar.
De noche, ya en la cama, la madre estaba sentada junto al niño acariciando su cabello oscuro mientras le leía una historia para hacerlo dormir, como era costumbre. La luna pálida se asomaba por entre las cortinas entreabiertas de la pieza, dando un tenue resplandor en su rostro somnoliento. La calmada voz de su madre le parecía encantadora, era un placer oír aquella dulce voz leer lo que fuese, la lectura era lo de menos, lo único importante para él era sentir aquel sedante sonido como compañía hasta que se desvanecía en el mundo onírico. Ya dormido, la mujer besó la frente de su pequeño y salió de la habitación sigilosamente.
El escenario cambió de forma brusca: su pieza, su madre, sus pensamientos, su cuerpo... todo había desaparecido; nuevamente todas aquellas cosas que le acompañaban en el día se volvían pequeñas e insignificantes desde aquella altura onírica... pero esta vez no hubo juegos por entre las nubes ni risas tras el viento, nada de eso... había un cielo azul profundo, tan profundo como el de su dibujo. El pequeño se arrodilló e intentó mirar por debajo de la bruma que tapaba el suelo que pisaba, su corazón comenzó a palpitar con rapidez cuando, disipándose la bruma, pudo ver la enorme altura en la que se encontraba, el mundo allá, tan abajo, tan pequeño, cada vez era mas insignificante para su alma; definitivamente ya no quería volver, despertar... se puso de pie, tomo un impulso casi inconsciente y saltó desde la altura del precipicio en el cual se encontraba. Un grito desgarrador nació de su garganta, caía y caía sin parar, sintió arrepentimiento de aquel impulso, todo se volvía negro alrededor mientas no dejaba de caer. Cerró sus ojos, intento con dificultad llevar sus manos a los oídos para evitar escuchar las ráfagas de viento penetrante que causaba su caída. Al silenciarlas, cerro sus ojos y evoco a la figura materna, sintió muchísimos deseos de volver hacía ella, pero ya era demasiado tarde... de sus ojos comenzaron a brotar lagrimas de tristeza y miedo; ella en el pensamiento comenzó a recitarle cuentos para calmarlo... ¡eso era!... la voz de su madre lo acompañaría, como siempre, hasta el final de esta transición... eso lo calmó... respiró hondo, sonrió... y un nuevo impulso brotó desde su espíritu: sus brazos se extendieron hasta mutar en alas, alas inmensas que lo abarcaban todo y que, claro, lo hacían descender a los cielos, era como un sueño, un sueño hecho al fin realidad.

A la mañana siguiente la mujer entro a la habitación para despertar al niño, pero él ya no despertó. La madre se quebró en llanto, no lo podía creer, su niño había partido. Su cuerpo era como el de un ángel...
La ventana del cuarto estaba entreabierta, había un día hermoso, los rallos de sol se clavaban por entre las nubes esponjosas, la brisa era ligera y agradable, el cielo se alzaba grandioso en las alturas, ese amado cielo del niño, que particularmente aquella mañana se bañaba de un espléndido azul profundo.








Texto agregado el 20-10-2007, y leído por 70 visitantes. (0 votos)


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