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Fue al ver el surtidor sanguinolento brotando de un agujero en su pecho cuando sintió el dolor. Antes sólo experimentó un golpe poderoso en el centro de su pecho que extrajo todo el aire de sus pulmones. Levantó la mirada hacia su agresora y pudo ver aquellos ojos negros que tanto amaba pero que ahora parecían hervir en una sopa aterradora de odio y furia desquiciada.
Mariana caminó segura hacia él apuntándole con el arma todavía humeante y Mario supo entonces que no dudaría en dispararle nuevamente. Sintió todo el peso del planeta sobre sus hombros y antes que sus rodillas se doblaran algo como una catapulta, de esas que alguna vez vio en películas de guerra, lo golpeó en el abdomen levantándolo en el aire y mientras su cuerpo giraba en el espacio veía como el inmenso ventanal del almacén se aproximaba veloz contra su rostro. Pudo pensar, por fracción de segundo en lo absurdo de esa entrada suya al almacén de muñecas que tanto buscó durante la tarde en el centro comercial. Solamente buscaba esa muñeca vestida de campesina que tanto deseaba Mariana y que veía ahora, cerca de su rostro, despaturrada entre los vidrios rotos de una vitrina destrozada.
Como hielo seco sintió la baldosa de colores del piso en su mejilla izquierda. Intentó levantarse pero ya no existía fuerza en su cuerpo ni energía en su espíritu; esa mirada en aquellos ojos lo dejaba vacío; sentía que solo era un forro de piel repleto de huesos. Quiso hablar pero algo espeso y salado llenó su boca, resbalando y manchando de rojo esa camiseta blanca que fuera el último regalo de cumpleaños de Mariana.
Esa mañana al salir de casa y despedirse de ella besándola en los párpados no imaginó que fuera capaz de cumplir esa amenaza que alguna vez le hiciera; que su infidelidad sería compensada con una despedida a base de besos de plomo, como llamaban a las balas en su jerga.
Era tan intensa la sed que dudó de haber probado el agua alguna vez, pues no recordaba siquiera su sabor.
De alguna parte de su cuerpo extrajo fuerza física y alargando el brazo tomó entre sus dedos la muñeca de colores y la ofreció, cual tributo a un ídolo amado pero desconocido, a esa mujer que transformó su vida en un paraíso.
Ella lo miraba sin pestañear mientras caminaba segura apuntándole con el revólver niquelado que él mismo le enseñó a manipular. Estaba tan cerca que captó el aroma a rosas silvestres de su perfume. Deseó empacar todo su amor en esa pequeña muñeca de trapo y decirle a Mariana que ese amor ya era eterno.
La miró y pudo ver, agigantado, el oscuro cañón del revólver. Mariana apretó el gatillo y Mario vio una intensa luz acompañada del retumbar de un trueno en la lejanía y después sólo fue la oscuridad y el silencio.

Texto agregado el 15-11-2007, y leído por 91 visitantes. (0 votos)


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