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El pájaro


El ejercicio ya lo había hecho y sabía que me provocaba algún resultado. Era simple. Me paraba al borde de la baranda y me imaginaba que así debía sentirse el viaje en la popa de un gran barco. Las aguas turbias del Mapocho resultaban ser la estela dejada por el navío y los motores citadinos, las turbinas que permitían el viaje, a ratos de brazos abiertos, abandonándome a la suave brisa de la tarde.

El océano capital se me presentaba informe, lleno de islas transeúntes, divergentes. Entonces sentía tremendas palpitaciones de angustia al sospechar que jamás dejaríamos de ser minúsculas miradas, cada una con sus propias ambiciones y espantos, eternamente divididos, sin oídos, sin bocas, sin alma...

–Oye... ¡baja de ahí! – Ordenó la voz de verde. Me hice el desentendido e imaginé que mi cuerpo se dividía en mil pedazos que se impulsaban hacia las profundidades de ese mar.
–¡Agárralo! ¡Se va a tirar! –Dijo el otro, y entre ambos sujetaron mis ropas y me aterrizaron de un sopetón en la vereda.
–¿Te creíh pájaro, weón? ¿Queríai volar? Ahora, te vai de un ala a la comisaría.

Entre el dolor y la risa, quise decirles que tenía papeles, que yo... y me lanzaron como bulto al camión carnicero. Cerraron la puerta y tomaron rumbo.

Adentro, en semi oscuridad, varias personas me miraron mientras movían sus cabezas al compás del bamboleo borrego del vehículo, sujetando entre sí sus equilibrios.

–¡Abran las puertas, pacos culiaos! –Grité mientras lanzaba una patada inútil a las latas del camión.
–Tranquilo hermano. –Dijo alguno desde su posición clandestina.

El camión detuvo su marcha. Al abrir las puertas, varios policías hicieron un pasillo, una única vía por la cual transitar hacia un salón apenas iluminado.

–Ya weones, hagan una fila, y se numeran. –Rezongó el cabo de turno. Éramos siete personas pero el tipo parecía falto de instrucción matemática. En el tercer puesto, cuando llegó mi turno, hubo silencio.

–¡Numérate weón, soi mudo acaso?
–Tengo papeles –dije–, soy José González, y tengo papeles.
–¡Numérate conchetumadre! –Insistió el policía, mientras lanzaba un manotazo a mi cabeza.
–No me pegue en la cabeza –respondí– tengo papeles... y usté no me pue’e pegar...
–¿Porqué trajeron a este weón? –requirió el cabo a otro que miraba la escena.
–Por pájaro. Quería volar puente abajo, ahí en Mapocho.
–Numérate, pajarito... –susurró atemorizante, mientras sus ojos de mirada lateral me mostraban todo su odio.
–José Gonzal...

El golpe de puño que dejó caer sobre mi oreja me arrojó al piso, en medio de un zumbido que partía mi cabeza en dos. Quise incorporarme para explicar que tenía papeles, pero el lustroso puntapié de su bota vino a incrustarse en mis costillas con una violencia que me dejó sin aliento. Levanté mi brazo, como un náufrago, queriendo alcanzar el cielo. Al momento de recibir otro bototazo en el último hueso, por toda mi columna, un relámpago repleto de dolor llegó hasta mi nuca. Un grito seco deseó salir a la superficie pero el anillo de matrimonio del verdugo desenfundó sobre mi cara toda su rabia, toda su frustración y su poder. Un diente baboso y ensangrentado saltó burlón por el suelo asfáltico de la tercera comisaría... Me quedé inmóvil, ido, sabiéndome ya carne de tiburón.

Entre dos, me arrastraron por un pasillo hacia el calabozo. Lo último que recuerdo, fue la mirada de gaviota citadina del cuarto tipo en la fila de los detenidos, que me miraba compungido, mientras por sus mejillas caían –en silencio y lentamente– dos cándidas lágrimas quizás de miedo, quizás de compasión.


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Texto agregado el 15-11-2007, y leído por 76 visitantes. (1 voto)


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