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Mar

Aquel inmenso mar me cubría, me envolvía. Divisaba allá, a lo lejos, luces negras. Negras.

Se acercaban. Me atrapaban. Caía en un sueño del que no quería despertar. Del que no podía despertar.

Me susurraban. Cantaban suavemente, danzaban gráciles al compás de una muda melodía infernal.

Seguían danzando, seguían tentando. Su negrura brillaba. Mi alma sangraba.

Y caía. Caía y moría. Caía y moría en aquel atrapante océano.

No podía. Trataba de evitarlas. Trataba de evitar aquellos susurros que ya se hacían insostenibles. Cerraba los ojos…pensaba que me dejarían, que me abandonarían. Pero no lo hacían. Seguían revoloteando, volando…impidiendo mi libertad. Negándomela.

Un ave se posó en mis dedos. Negra. Un ave negra revoloteaba entre mis dedos, tentando a aquellos negros resplandores.

Me miraba. Lo sentía. Lentamente la luz llegó a mí. A ojos abiertos observé las marinas orbes del ave. Lo sentí. Sabía qué hacer.

El ave voló. Se alejó de mi lado. Fue libre, dejando, como único testimonio de su estadía, una pluma. Negra.

Me levanté. Mis pies tocaron aquella negrura. Pero, esta vez, sin miedo. Sentía que algo en mí se había iluminado. Tenía deseos de seguir. Deseos de vivir.

Y sentía nuevamente aquella presión sobre mí. Aquel inmenso mar que no me dejaba seguir. Que no me dejaba salir. Me hundía en sus entrañas cada vez más. Lo veía venir. Cerraría mis ojos por última vez… pero…fue ahí cuando sentí algo suave rodeándome con su calor. Algo puro e inmaculado. Incólume. Incólume ante las adversidades que me atacaban. Resistente ante toda injuria. Blancas manos sujetando las mías. Rescatándome de aquel mar.

Y me sentí a salvo. Luego de un parpadear aquel calor permanecía. Pero no se veía. Lo material se había disipado para dar paso a lo espiritual. Estaba segura. Segura en una claridad infinita en la que no se divisaba penumbra.

Medité. Miré hacia el cielo y medité. Caí. Y medité. ¿Qué más podría hacer? Medité sobre lo que había ocurrido… sobre lo que había sucedido. Algo humedecía mi rostro. Era el escape del dolor. Era el escape de la angustia. Eran todos esos sentimientos que se estaban alejando de mí. Sentía como me iba alivianando, como todos los pesares que me ataban a una negrura infinita se iban, dándome la oportunidad de traspasar aquel umbral que me llevaría a una luz eterna. A un Edén soñado. A un paraíso terrenal.

Eclipsó. La luz envolvente. La claridad infinita. El momento de paz. Todo eclipsó. Todo se ennegreció.

Y no veía nada. Cegada. Estaba cegada ante una pantalla ensombrecida de sentimientos reprimidos que aún no podían escapar.

Aquella oscuridad envolvente que me tentaba me sostenía. Firme. Alguna vez confié en esa firmeza.

Ya no.

Las sombras me ataban a sí…y yo trababa de salir. Trataba de no recluirme en ellas. No otra vez.

Aquella luz que se me hizo tan lejana, ahora estaba de mi lado. Aunque no la viera. La sentía. Y aquella ave de ojos zafiro llegaba. Trinando una melancólica melodía rota.

Y me soltaron. Repentinamente caía al vacío, sólo siendo amparada por carcajadas sombrías.

Fallar. Querían verme fallar.

Pero el aquel escudo cálido que me protegía, reflejó todos esos malos pensamientos. Alejándolos de mi mente. Y yo me sentía brillar. Brillaba como nunca antes lo había hecho.

Y lo supe. Supe que aquella azucena marchita se recobró y volvió a florecer. Más hermosa que nunca. Más fuerte que nunca. Más radiante e imponente.

Y es que ante las sombrías ventiscas, desatadas por aquellas sombras infernales, aquel botón, completamente en flor, no se sometía. No caía ni se inclinaba ante la oscuridad.

Y ésta se rindió. Al fin podría dar pasos en paz. Al fin podría cerrar los ojos y descansar…

Luciérnagas azuladas volaban cerca de mí. Alivio. Sentía que todas mis heridas cicatrizaban… y que todas mis cicatrices desaparecían. Y todos lo veían.

Y es que aquella soledad que me envolvía era una ilusión. Una fantasía. Un juego de mi mente para apartarme de lo importante. De lo valorable. De lo que impregna mi alma.

Texto agregado el 30-11-2007, y leído por 62 visitantes. (0 votos)


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