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Su álgida blancura lo alucinó. Su inalterable beldad lo hizo desvariar entre palabras ilegibles y frases entrecortadas. Envició la coherencia con la enajenación. Dejó la dignidad escondida entre sus enseres y eligió internarse en lo ignorado para hallarla. Deambuló infamemente por los atajos tortuosos de la soledad adquirida. Sosiego.

La buscó en los inquietantes templos, en el lujuriante y sombrío bosque hasta en sus apacibles pesadillas. Ninguna doncella poseía su semblante. Rostro impecable. Virgen nítida. Única dueña de su ánimo aturdido. Aturdimiento que lo endureció en la ingenua incoherencia de la huida. Se extravió por otros espacios. Lugares tétricos, velados y pavorosamente cercanos. El doloroso sol del mediodía lo arrojaba debajo de alguna infructuosa sombra. La intimidante noche lo sumergía en una prisión sin más cadenas que las de su propia mente. Distintiva condena. Llanto disimulado por permisos omitidos. Incoherencia inaudita. Inmóvil y frenética vacilación entre resplandor y cerrazón. Quietud.

Su cuerpo se volvió fino y largo, sus dientes amarillentos, apenas se veían debajo de una tupida barba y sus ojos negros tenían el tono inequívoco de la profunda tristeza.
La perturbada intuición lo llevó al sitio donde la había visto por primera vez. Permanecía ahí. Idéntica y escultural. Majestuosidad quimérica. Blanca y helada como piedra. Apoyó su frágil mano en los pies de ella. Su frialdad lo estremeció hasta el olvido. Se dejó desvanecer, se sintió muerto. Murió complacido al lado de su pedestal. Silencio.

Texto agregado el 18-12-2007, y leído por 117 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
18-12-2007 Bastante bueno. gracias por presentarlo. uleiru
 
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