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Las gotas de agua besaban la ventana. El quinto día de lluvia había transformado la ciudad en una visión desenfocada; sus picos de cemento tan borrosos como sus memorias.
Hace años que vivía aquí; hace años que no recordaba nada. “Amnesia”, había dicho el doctor; “amnesia”, repitió ella sin saber que significaba. Su cabeza no pesaba sobre su cuello; sin memorias el cerebro estaba vacío, sólo contenía la palabra del doctor: amnesia. “Con el tiempo recordarás”, le habían dicho, trayendo cosas que afirmaban ella amaba: claveles que le provocaron alergia, ropa que no le quedaba y fotos con caras desconocidas, en especial aquella que veía en el espejo todas las mañanas.
“Ya te dije que no recuerdo”, fue lo único repitió durante largo tiempo, hasta que se cansó y decidió remplazar la frase con un ligero movimiento de hombros. Todo intento fue inútil. Un día la esperanza abandonó su casa, salió por la puerta y nunca regresó. Desde entonces Jaime tomó la molesta costumbre de decirle: “Si los ojos son la ventana al alma, tus cortinas están cerradas”. Tanto tiempo trató de recordar, que el único recuerdo en su cabeza era el olvido.
Siempre venía Jaime, se sentaba a su lado y le conversaba. El sol nacía y moría entre el principio y final de su monólogo sobre ella: “eras toda una aventurera, así fue que te rompiste la cabeza”; “cuando definieron obstinada, pensaron en ti”; “nunca amaste a ningún hombre, decías que no valía la pena complicarte”; “a veces, de noche, te subías al tejado y gritabas por gritar”; “solías decir ‘más vale muerta gritando, que viva callando’ ”; y otras mil así. Si Jaime hubiera sido el único en su vida que decía conocerla mejor que ella misma, fácilmente habría aceptado a aquella mujer impulsiva como quien era antes del accidente; pero él era uno de tantos. Roberto la describía dulce y callada, la amiga que nunca tuvo que sacar de la cárcel. Juan decía que cuestionaba lo incuestionable, “por qué” era lo único que salía de su boca. Gabriel, en cambio, aseguraba que podía hablar de lo que sea, con quien sea, donde sea, siempre y cuando no se tocase el tema de la religión. Ante ello protestaba, pues ella vivía para Dios.
¿Quién era ella? Lourdes, eso lo sabía, pero en su nombre no hallaba nada; por eso nunca entendió a las otras personas que al ser cuestionadas sobre quien eran, respondía con un nombre y apellido, callando todo lo demás. ¿Qué le gustaba? ¿Qué quería en esta vida? ¿En cuál funeral hubiera llorado? ¿De qué color se habría vestido? ¿Comía carne o sólo vegetales? ¿Creía en vivir para respirar o en respirar para vivir? Todas las preguntas que se hacía tenían una respuesta diferente según la Lourdes que recordase cada amigo, y ella, la Lourdes de ahora, escuchaba a su corazón, pesado con el dolor de ser mil y una, sin ser ninguna.
Vivió sin poder recordar quien era, sin poder crear una nueva “yo”, pues todos aquellos que la rodeaban insistían en que recordase, en que haga un esfuerzo más por ser la Lourdes que tanto amaban. La de ahora, aquella de ojos sin alma, no agradaba a nadie. Cada día, según quién la viniese a visitar, se imaginaba a sí misma: alta, pequeña, rubia, castaña, atractiva, cohibida, espada en mano, rosario en bolsillo. A cada uno les hacía la misma pregunta: “¿Te amo?”. Cada uno le contestaba que si; pero el corazón de Lourdes no lo confirmaba. “No recuerdo”, les decía, cuando ellos trataban de besarla; volteaba la cara y lloraba, no segura de estar hiriendo al amor de su vida.
Con el tiempo dejaron de venir, sabiendo que aquel cuerpo estaba sin Lourdes. Entre menos gente venía, menos recordaba; entre menos recordaba, menos sabía de sí. “Recuerdo todo”, decía, “todo lo que me han dicho de mí”. “¿Y antes de eso?”, se preguntaba. Nada. La verdad es que no necesitaba de Jaime, Roberto, Juan, Gabriel o Andrés, pues ella era todas y una, podía vivir sin compañía y aún así nunca estar sola. Hasta que el sol rompía el gris nocturno conversaba con sus tantas “yo”, preguntando, en más de una ocasión, cual de ellas era la verdadera; y recibiendo siempre la misma respuesta: ninguna. Ella era el recuerdo andante de aquellas mujeres: poco más que un fantasma, pues todavía tenía un cuerpo; pero poco menos que un muerto, pues aquel cuerpo apenas si sentía. Era una persona que vivía para recordar, intentando así encontrar un propósito por el cual respirar. Se obsesionó, se negó a vivir sin saber quien era, y como nadie se lo pudo decir, se negó a salir de su claustro.
Ese día, viendo la lluvia caer, pensó en el mundo en vez de en sus recuerdos y decidió que el mundo era, más que cualquier cosa, pesado. Nunca lo había cargado, levantado o soportado, pero sin duda alguna, tras pensar en la cantidad de gente que vive en él, los árboles, galones de agua, edificios de concreto y montañas, llegó a la conclusión de que debe ser pesado. Si el mundo es así, ¿por qué no aligerarlo?
Buscó en los cajones, pero no encontró nada útil. Abrió el closet, sin suerte de nuevo. Alzó la mirada y la vio: había estado ahí -sujetando las cortinas- todo este tiempo, esperando el día en que ella se diera cuenta que el peso de no ser en vida era mayor que el de no ser bajo tierra. Cogió la soga y la puso alrededor de su cuello, el peso de su cuerpo hizo el resto.

Texto agregado el 18-12-2007, y leído por 72 visitantes. (1 voto)


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