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HOMBRES DE NEGRO, MUJER DE BLANCO




_ Es prodigioso pensar que la historia es como una serie de eventos que se repiten como un ciclo natural, algo así como la fotosíntesis, como las temporadas ciclónicas. Siempre aparenta ser trágica ¿no crees? Bueno, al menos es así como se recuerda o se interpreta. Yo también, lo reconozco. Y en esa historia de la vida, del mundo, de esta hermosa isla, está la verdad; en algún espacio, en alguna dimensión anda ella, flotando, mirándonos, quizás riéndose de nosotros. ¿Por qué? ¿Por qué no la vemos? ¿No la buscamos? ¿No la aceptamos? ¿No la creemos?
_ ¡Ay, cállate! ¿Ahora quién crees que eres? ¿Buda? _Le dijo ella, tratando de esconder su cara risueña.
_ Pero…
_ ¡Eric Ismael! ¿De dónde diablos saliste?
_ Rosalia. No sé pero, qué bueno que nos encontramos en el camino.

Ambos, mirándose, tomaron de sus tragos. Y el añadió: _Recuerdo la primera vez que te vi: estabas sentada en aquel taburete y tenías el sweater blanco, ese que tanto te pones.
_ Sí, y tú tenías lo mismo que tienes puesto ahora.
Y ambos se echaron a reír.
Tres meses habían pasado desde aquella tarde turbia donde ambos se cruzaron y con valor se conocieron, en aquellas preciosas calles coloniales llenas de historia. Valor, porque no todo el mundo puede dar ese paso: el de reconocer cuando se siente una energía especial por algún extraño y no dejarla escapar. Reconocer el hecho de que hay seres que tenemos que conocer; sea por atracción o simplemente por una magia que todavía no tiene explicación, como la verdad. Desde aquella tarde ambos han permanecido como dos veleros que decidieron mantenerse anclados en una bahía, por el simple hecho de que en aquel momento para ellos se sentía bien hacerlo. Se sentaban en la esquina del bar que daba afuera del parque, con el mejor ángulo, esperando la hora donde el tono de luz del atardecer se fusionara con las lámparas ya encendidas, dando la sensación de un tiempo incierto.
_ ¿No sería maravilloso si nos fuéramos para otro país, sólo tú y yo? _Le preguntó Rosalia.
_ Tú sabes que no podemos. _Dijo Eric sin quitarle la vista al parque.
_ Hay cosas importantes por hacer, tú lo sabes muy bien. Nos necesitan. Está llegando la hora de la verdad, la hora de terminar con el despotismo, y empezar una nueva vida para todos.
Rosalia lo miraba con una sonrisa pacifica. Mientras, él disfrutaba la llegada de la penumbra, hasta que de repente vio algo a lo lejos, y esa paz se desvaneció.
_ Tengo que ir al baño, no te muevas. Dijo y ambos intercambiaron un gesto amigable y tierno.

Ella se desmontó del banquillo y, mientras caminaba por la frontera del parque y la cafetería, su cara cambió de alegría a desasosiego. Mediana de estatura, su piel blanca quemada; su pelo negro hasta los hombros, tenía una línea blanca canosa del lado derecho de su cabellera; sus labios voluminosos por la pintura roja. Caminaba con cadencia en zapatos altos, lucía un vestido gris amarrado por una correa negra. Ya adentro, cerca del pasillo camino a los baños, perdió el equilibrio de sus tacones, cayéndose al piso.
_ ¡Rosalia! ¿Está bien? Déjeme ayudarla _Dijo Don Justo el camarero, ayudándola a ponerse de pie_. ¿Está bien, Rosalia?
_ Sí, gracias. Parece que me maree.
_ Hoy hace un calor fuerte, sí. ¿Le busco un poco de agua? _Con un gesto ella dijo que no– Cualquier cosa me avisa. ¿Uté oye, Rosalia? _Dijo humildemente el viejo camarero.
_ Gracias, no se preocupe.

La Esquina Del Parque era de los pocos lugares donde se podía escuchar rock and roll en la vellonera. Little Richard tocaba “Long tall sally”. Sin embargo la mayoría de los presentes estaban sembrados, viendo el juego número seis de la serie mundial entre los Dodgers de Brooklyn y los Yankees de Nueva York; el juego estaba cero a cero en el noveno inning. Rosalia, de pie frente a la puerta del baño, miró el afiche blanco y negro de Walt Disney junto a Mickey Mouse, ambos sonriéndole. Embelesada, se fue lejos en sus pensamientos hasta que despertó, y de pronto se echó a correr hacia la barra de afuera. Se estrelló con don Justo, embarrándose los dos de malteadas de vainilla y de fresa que éste llevaba en una bandeja.
_ ¡Fuera de mi camino! _Gritó perdiendo la compostura.
Intentó ver a Eric pero al llegar ya no estaba. Rosalia, angustiada, miró para todos los rincones del contorno. El velero se había ido. Se quitó los zapatos y caminó rápido hacia el Este. Sus pasos cada vez eran más rápidos, hasta empezar a correr. Encontró los ojos de una señora que fumaba un puro enorme, se detuvo y con esos mismos orificios negros la mujer le dijo por donde.

Rosalia siguió la marcha con pericia hasta llegar a la siguiente esquina, y alcanzó a ver a Eric Ismael cuando fue empujado al interior de un volkswagen beatle por tres hombres vestidos de trajes negros, corbatas negras que debajo de sus sombreros negros de alas cortas escondían sus ojos detrás de unas gafas oscuras. Eric se veía diminuto en aquel cepillo negro, en medio de los individuos que rasgaron su camisa blanca de mangas cortas y pisotearon sus botinas grises que cubrían parte de sus pantalones color marrón. Pero lo que más lo distinguía era la cantidad de bolígrafos en el bolsillo delantero de su camisa, junto al estuche de sus anteojos.

Rosalia amagó pero se quedó inmóvil, congelada, no pudo, su devoción era más fuerte, no pudo dejar que el amor de su corazón corriera hacia él. Finalmente, mientras el cepillo se alejaba, Eric alcanzó a verla en la penumbra gris de aquel atardecer nubloso; vio cómo ella en medio del llanto se halaba el cabello y se arrodillaba en el callejón de piedra.

Secándose las lágrimas con sus mangas, respiró hondo con los ojos cerrados y con su cabeza hizo un gesto de asentimiento mientras abría los ojos nuevamente. Sintió un vehículo aguardando con decencia, un vehículo que no tocó bocina, y con respeto esperaba que Rosalia se repusiera, porque ella estaba en medio de su camino.

Inmediatamente huyó aterrada hacia la vereda y empezó a caminar lentamente hacia el parque. Mientras caminaba sintió el olor a cigarro y buscó a aquella mujer misteriosa que le habló con los ojos, pero no estaba. Las estrellas ya resplandecían, y ella se sentía abandonada, vacía. Pasó por la barra y con todas sus fuerzas no miró los taburetes donde ella y Eric tanto compartían; donde ambos intercambiaban ideas, sueños y la devoción por hacer una diferencia. Siguió hacia el parque y oyó los gritos de la gente; pegadas al televisor después de que Jackie Robinson diera un sencillo en el décimo inning para dejar a los Yankees en el terreno.

Caminó lentamente hasta el banco de enfrente a la majestuosa Catedral, sentándose en el extremo derecho. Había un hombre sentado en el otro. Después de unos largos segundos finalmente el hombre habló.
_ ¿Se enamoró? Dijo el hombre con una voz fina y cortante.
_ ¿Por qué lo dice?
_ Usted sabe muy bien por qué se lo pregunto. Además lo dice su rostro. Grave error, ¿no lo cree usted?
_ Había un objetivo, y ese objetivo está cumplido. Lo demás no tiene importancia. Sería problema mío, ¿no lo cree usted?
_ Estamos muy complacidos por su trabajo, como siempre.
_ Gracias señor. Usted sabe que tomo mi trabajo en serio. A pesar de todo.
_ Lo sé, lo sé. La valoramos mucho y el jefe está muy complacido. Por su lealtad y profesionalismo.

Se puso de pie. Era un hombre alto, corpulento, de zapatos negros, pantalones grises y una chacabana de lino blanca. Fumaba cigarrillos Camel americanos sin filtro y llevaba unos lentes de pasta negros que resaltaban en su rostro, acompañado de un bigote fino que parecía una línea de carbón.
_ Mañana la veo a las 8:30 de la mañana en punto.
_ Sí, señor. Contestó Rosalia mirando el suelo ladrilloso.
_ Ahí le dejo el periódico, lea la edición deportiva. _Y desapareció en la noche que ya era espesa y silenciosa.
Rosalia tomó el periódico y lentamente miró a su alrededor; todavía estaba asustada. Había pocas personas en el parque y el bullicio de la cafetería había mermado; se podía escuchar el insaciable canto de los grillos. Caminó hacia su casa, que sólo quedaba a unas cuadras, yendo por la sombra, escondida de cualquier encuentro con ojos conocidos. Era hora de llegar. En la oscuridad, junto al silencio, marcaba pasos firmes, con cadencia. Escuchó la tos de un hombre mayor que caminaba del otro lado de la acera. Cojo, casi anciano, había sido alto, pero su espalda víctima de la gravedad. Ella lo conocía, y él la estimaba mucho, sin embargo lo ignoró y pronto giró por su calle. Sacó las llaves de su bolso ovalado de hilo de algodón verde oscuro con cordones metálicos. El resto de la cuadra aceleró el paso con ellas en la mano. Más allá de su puerta los vecinos, agrupados en la esquina, intercambiaban jocosamente pero no se oían.

Se le paró el corazón cuando escuchó el sonido inconfundible de un cepillo que venía de frente a ella, por su estrecho paseo. Justo cuando pasó, ella entró, subió las escaleras hasta su piso. Cerró la puerta. El periódico y el bolso cayeron con ligereza, fue al baño a echarse agua fría en la cara y a limpiarse los brazos pegajosos de malteada. Levantó la cabeza, encontrándose con su rostro en el espejo. Después de unos segundos viéndose, empezó a llorar. Lloró y lloró terminando acostada en la cerámica fría en posición fetal, angustiada.

Después de un largo tiempo se levantó, se echó agua en la cara, tomó una pequeña toalla y, mientras se secaba, abrió el ventanal del balcón. El aire fresco corría por su rostro mientras respiraba profundo. Ella quería que él estuviese allí, como todas las noches desde que se conocieron.

Recogió sus cosas del suelo, prendió un cigarrillo, abrió el periódico y fue a las páginas deportivas. Había un sobre con billetes de cien pesos. Fue a su habitación y encendió la lámpara verdosa de su mesa de noches, dejó el cigarrillo en el cenicero; el viento corría por el apartamento y las cortinas blancas bailaban lentamente.

Tiró el sobre con el dinero sobre la cama, abrió el guardarropa, se puso de rodillas, removió un pedazo del piso de madera. Sacó una caja llena de algodones, rebuscó hasta encontrar un radio télex sofisticado. Después encontró las baterías, se las puso y lo encendió produciendo un sonido estático, agudo, y empezó a escribir unos códigos en el pequeño teclado numérico del instrumento.

01011 10010 11000 10011 01100

B L O W N

Soplada

La estática seguía, sin embargo pudo escuchar el sonido de un encendedor. Vertiginosa giró los ojos hacia la puerta. Un hombre vestido de negro, como la muerte, igual a los que había visto hacía poco tiempo, chupó de un cigarrillo dejando un humo pastoso suspendido en la habitación.
_¡Qué linda te ves ahí en el suelo, mandando tu mensajito! Y volvió a chupar del cigarrillo.
Rosalia lo miró con espanto, en shock, y rápidamente sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas, y bajó la mirada.
_En esta historia de la vida, del mundo, de esta hermosa isla está la verdad.
Sacó un revolver calibre 38. Y marcaba el final con dos disparos: uno en la cabeza y otro en el pecho. Después se acercó al cuerpo de Rosalia, tomó el radio télex de su mano y lo apagó.
Los pies pesados del hombre, con el bigote fino de carbón, se podían oír en la madera. Entró a la habitación, viendo a Rosalia ensangrentada en el suelo.
_ Páseme ese sobre, Ismael.
_ Sí, señor.























Texto agregado el 05-01-2008, y leído por 472 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
01-04-2008 Impecable narrativa en un relato que contiene todo. Me gusta mucho tu estilo. aicila
24-03-2008 Buen relato.Y mmuchos hechos como este pasaron de verdad.No olvidemmos que se perdió una generación de jóvenes que creían deberse a sus ideas, mientras eran traicionados sin piedad. ***** zumm
09-03-2008 Escribes bien mis respetos y *s natalii
16-01-2008 narrativa excelente y ya lo sabes finalisimo...saludos guero
11-01-2008 uste es de los buenos compa, el que escribe largo y muy interesante, ahi le van sus estrellas. y los cinco de mi mano choquela!! Ramirob
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